sábado, 8 de agosto de 2009

¿Gajes del oficio?


En Vasos comunicantes, nº 38, correspondiente al invierno septentrional de 2007/2008, María José Furió publicó el artículo que se reproduce a continuación, que abre el juego hacia otros profesionales del mundo de la edición, ofreciendo asimismo una serie de ejemplos a los que la mayoría de los lectores de este blog podrían sumar otros tantos.

Editores, correctores, traductores
y otros muchos avatares

El pasado año 2005 la editorial Debate publicaba Editar la vida. Mitos y realidades de la industria del libro, de Michael Korda. El libro aparece traducido en un momento –que dura ya casi dos lustros– en que el mundillo vinculado a la edición, en España, se queja de la saturación de títulos y del bajo índice de lectura de la población. A estas dos quejas ya tópicas se añade, entre el sector editorial que produce edición de calidad y de contenido progresista, la capacidad depredadora del “mercado”. Todo aquel que conoce a fondo “esto”, es decir, la edición, bien sea como traductor, corrector de estilo o de galeradas o editor, no ha dejado de advertir que en los últimos ocho años se ha producido un cambio significativo. Ha habido un relevo generacional y, además, se han producido operaciones de concentración editorial que han dado lugar a la creación de grandes grupos, muy a menudo vinculados a casas editoriales extranjeras. Y no sólo eso: también esos grandes grupos editoriales están integrados en megagrupos que nada tienen que ver con la edición y que, desde una perspectiva meramente empresarial, reclaman un porcentaje de beneficios impensables hasta no hace mucho dentro del mundo de la cultura. Añádase la llamada “revolución tecnológica”, por la que resulta impensable que nadie pueda trabajar sin ordenador, sin correo electrónico y sin conocimientos de distintos programas informáticos. El resultado es que de esta sofisticación resulta un cambio también en lo que llamaríamos “relaciones laborales”. Se ha hecho habitual trabajar sin ver en varios meses la cara de la persona que te proporciona el trabajo, o incluso no llegar a verlo nunca si el trabajo llega desde otra ciudad. El editor en cuestión busca exclusivamente el resultado; la continuidad en el trabajo queda así sujeta a la impersonalidad del resultado. Al mismo tiempo, el trato que recibe el colaborador casi siempre depende estrechamente del rango de su trabajo: se le trata mejor si es traductor que si es corrector de estilo o de galeradas o lector. De hecho, el colaborador editorial que toca varias teclas puede tener la impresión de estar viviendo la historia del príncipe y el mendigo: se lo recibe con tiempo y sonrisas si es traductor y con cierta premura si se ocupa “sólo” del estilo o de galeradas. No obstante, la tónica que empieza a ser corriente es el tipo de relación absurda en que el coordinador editorial proclama su estrés y no hay modo de comentar con calma nada relativo al trabajo. Así ocurre que los eslabones principales de la cadena, traductor-corrector, queden sueltos, y el segundo no sabe a ciencia cierta cómo debe encarar la tarea de corrección. En cuanto al pago, ya lo sabemos, por mucho que la asociación de traductores sugiera unas tarifas mínimas, las editoriales tienden a imponer las suyas, casi siempre más bajas. El pago se atiene a la tarifa que marca la editorial y sólo si quien traduce tiene nombre o si se hace imprescindible como corrector de estilo, se lo retiene con incentivos económicos. Por mi experiencia como correctora de estilo, sé que puede llegar a doblarse la tarifa habitual. Esto ocurre porque no abundan los buenos correctores de estilo. Y no abundan porque es un trabajo que pasa inadvertido, ingrato, sin reglas ni derechos establecidos, que acostumbra a ocupar a personas que saben escribir y que, por ello, desean escribir sus propios textos. Económicamente, se puede definir como “pan para hoy y hambre para mañana”.
Michael Korda, pariente del famoso director de cine, explica en su libro cómo ha llegadola industria editorial a convertirse en lo que hoy es, en este mercado al por mayor, en esta feria de vanidades. Licenciado en Yale, él ha sido director editorial de Simon & Schuster y ha vivido en primera línea los cambios más relevantes, que pueden resumirse en la cultura del pelotazo llevada al sector del libro que tuvo su apogeo en la década de 1980 . El editor español debería haber tenido la valentía de titularlo Editar la basura (en inglés es: Another Life. A Memoir of Other People). Pues esos other people de Korda son las grandes estrellas del cine y de la política metidos a dictar sus memorias (Nixon, Kissinger, Joan Crawford, Reagan, Joan Collins), pero también escritores de best-sellers de personalidad apabullante (Jacqueline Susan, Harold Robbins, Truman Capote, las hermanas Collins). Aunque todo el libro es una apología del amor al trabajo, también lo es del éxito indiscriminado. Y aunque en una ocasión menciona que los míseros sueldos que se acostumbran a pagar en las editoriales se explican porque en los inicios la profesión estaba integrada en todos sus estratos por personas de familias adineradas amantes del arte y la cultura, que contaban con rentas suficientes para dedicarse a publicar o incluso a ejercer de secretarias de dirección sin preocuparse por llegar a fin de mes, Korda evita analizar la perversión de su punto de vista. Su punto de vista es el propio de esa casta olímpica “nacida para ganar” caiga quien caiga; en su caso, el filón del éxito fue encontrar nichos de contenido editorial, la llamada “no ficción”, destinada a un público amplio y heterogéneo. Para validar su trayectoria y su propia figura, Korda utiliza el socorrido ardid de tener un mentor espiritual intachable: Graham Greene, viejo y cristiano amigo desde la adolescencia. En definitiva, ni harto de vino se le ocurre a Korda analizar su trayectoria profesional o la evolución del sector editorial en términos de economía, de clases sociales, de control ideológico de la información. Como protagonista de esta “aventura editorial”, Korda describe un período interesante de cambios profundos, como si el editor fuese un surfista obligado a navegar siempre en la cresta de la ola y a conocer su movimiento de antemano.

Creo que es tonto esperar que las cosas deban seguir como hace treinta años, cuando se forjaron los grandes nombres de la edición, lo cual no quita que se le pueda exigir a Korda que tenga la honestidad de admitir que, por más “divertido” que resulte ganar dinero, el chute de adrenalina que da ganar intuyendo por dónde van los gustos del gran público no tiene nada que ver con la cultura. Es genuinamente americano presentar estas actitudes y sus resultados como obra de personalidades de genio, que luego tontamente se copian en países como España, donde tenemos personalidades y genio, pero no muchas dentro del mundo editorial. Es decir, en mi opinión se han copiado los modos estadounidenses, pero de modo casi siempre superficial. El aspecto más flagrante se refiere a la figura de lo que se entiende por “editor” en Estados Unidos, del que Korda es un buen ejemplo. Es la persona que revisa los contenidos del libro, hace sugerencias como modificaciones necesarias, cortes o desarrollos de capítulos; es quien encarga que se supervisen datos, y en último término trata con el autor. En definitiva, el editor conoce a fondo el libro a publicar, ya sea su contenido original o una traducción.

Mi artículo quiere, de algún modo, responder al traductor que en el número 32 de Vasos Comunicantes se emberrinchó con su corrector. Al leer las quejas del a todas luces muy solvente traductor de francés, pensé cuánta suerte ha tenido al poder demostrar su talento con autores de la talla del que cita. Resulta, en cambio, injusto quejarse de las bobas correcciones que introdujo el corrector, al que tilda de “posmoderno” porque le estropeó algunos párrafos de la traducción con un registro lingüístico más bajo. Sin ejercer de abogado del diablo, y sí por haber estado en los dos frentes, el de traductora y el de correctora —batallando con textos infinitamente menos elegantes que el que cita José Luis Arántegui en su artículo—, tengo una perspectiva clara del trabajo de corrector y una opinión muy poco romántica de la traducción y en general de todo lo relativo al mundo del libro.
Para empezar, porque no se encargan buenos libros sólo a buenos traductores, pero sí se acostumbra a reservar libros muy mal traducidos o mal escritos en español a buenos correctores de estilo, que a menudo editan además el texto o lo rescriben.

No se llega a ser traductor de determinada editorial por la solvencia acreditada como traductor, pues los buenos traductores sobran en los idiomas mayoritarios. Llegar a ser editor júnior en plantilla de una editorial tampoco depende del olfato o del talento; la docilidad y un apellido conocido en el gremio abren más puertas.

Pretendo reivindicar el trabajo del corrector de estilo porque muchas veces se solapa con el del editor literario, y a veces directamente le corresponde “editar” según el concepto anglosajón. Que un inexperto corrector, al que seguramente no le dieron las instrucciones adecuadas sobre cómo abordar ese texto en concreto, afee una buena traducción, puede venirle muy bien al traductor para reforzar su autoestima con una diatriba en florida prosa y quejarse de que vivimos la decadencia de la cultura, pero todos sabemos que la balanza que sostiene los platillos de “buenos traductores” y “malos traductores” está equilibrada.Y no siempre la buena fe se inclina del lado del traductor. Pongamos ejemplos. En 1996 empezaron a encargarme la traducción de algunos títulos de Christian Jacq, prolífico autor francés especializado en temas del Antiguo Egipto y la Edad Media. Traduje cuatro o cinco de sus libros de “ensayo” y nunca más supe del riquísimo escritor, salvo que han hecho innúmeras ediciones de casi todos. Al cabo de unos años me llama un editor júnior de Planeta No Ficción para encargarme la corrección de estilo de un título, también de Jacq y de “ensayo”. En pleno período de vacas flacas, acepto. Al poco de empezar a corregir, no puedo creer lo que leo. Es sabido que los libros de Jacq los traduce siempre la misma persona, un traductor que se prodiga además en otras editoriales con títulos más enjundiosos. Los textos dedicados al Antiguo Egipto presentan la complicación de transcribir los nombres de dioses, personajes mitológicos e históricos, topónimos, objetos de la época, etc., según las normas de Planeta, que deben mantenerse al menos en toda la colección. Me asombró que la misma persona que había traducido la Guía del Antiguo Egipto, que debía servirme para la nomenclatura, no respetara sus propios criterios en otro título. Por si fuera poco, había errores de bulto que se repetían a lo largo del texto, de apenas 150 páginas. Es verdad que Jacq escribe de manera algo elemental para hacerse asequible a un lector medio, más curioso que erudito, pero la traducción rebasaba lo elemental y entraba de lleno en lo pedestre, y en varias páginas en lo ilegible, y así tropezaba yo a cada paso con que Saint des saints era “santo de los santos”. Empecé a sospechar que ese texto no era obra de un traductor profesional, ni de alguien con unos conocimientos mínimos de francés ni, por supuesto, de alguien con más de veinte títulos de Jacq a sus espaldas. Lo comenté con el responsable de la edición, que admitió que les habían “colado un gol” y que la persona que firmaba seguramente se lo había dado a otra; “a una negra”, dijo socarronamente y en doble sentido. Pero qué interés tenía en mantener su nombre tratándose de textos tan poco interesantes para una carrera seria de traductor. Me contestaron que el traductor en cuestión protestó en su momento ante Jacq porque otra persona hubiese traducido sus libros. Dio la casualidad de que esa otra persona era yo. Ante las quejas del traductor, Jacq exigió a Planeta que desde entonces todos sus libros los tradujera el mismo traductor. Y luego éste no tuvo empacho en dárselos a otra persona,
sin tomarse la molestia de revisarlos siquiera. Jacq supone una entrada de dinero fácil y cómoda, un bocadito al que es difícil renunciar. Cuando me tocó el turno de protestar porque no defendieran mi trabajo, el editor júnior respondió que corrían el riesgo de que Jacq decidiera irse a otra editorial, con lo que perderían mucho dinero. El argumento es falaz, pues corregir estilo sistemáticamente sale caro, pero al responsable del departamento, que nunca se molesta en leer los currículos para averiguar qué trabajo puede hacer mejor la persona que se lo envía, funciona según la vieja imagen del esclavo apaleado, que siempre tendrá un borrico al que fustigar y sobre el que descargar su ira por todo lo que traga dentro de una estructura tan jerarquizada y despersonalizadora como estas megaeditoriales, donde escritores-bluff, seudoeditores y “traductores estrella” campan por sus respetos sin que ninguna asociación de traductores o de escritores ponga coto ni denuncie, ni siquiera deje constancia de lo ocurrido, cuando lesiona los intereses de otros profesionales menos caraduras.

En su momento, acudí al abogado de la Asociación y le mostré las fotocopias de varias páginas de la corrección que yo había hecho. Primero dijo que saltaba a la vista que se trataba de una traducción muy deficiente, pero más tarde opinó que debería hacerse un estudio más pormenorizado, un peritaje que resultaría inviable por caro. Otras personas señalaron que todos los traductores que también son correctores sufren estos desagradables episodios, como si de un sarampión se tratara. En definitiva, nada. Al colaborador así despreciado —pues ¿cómo llamarlo si no?— sólo le queda la opción de negarse a trabajar con la editorial y concluir que no hace buena carrera de traductor el que sabe, sino quien no depende de los ingresos editoriales para sobrevivir. Hay otro lema, más importante: sálvese quien pueda.

2
Dentro del capítulo de “opacidades del trabajo editorial” cabe mencionar el trabajo de editing. En mi caso empieza en 1995 con una biografía de Mussolini, de Juan Arias; sigue con Amor armado, de José María Mendiluce; Cartas desde el infierno, de José Luis Sampedro; Memorias, de Violeta Friedman, y Hablar por hablar, de Gemma Nierga. “Corrección de estilo” es, en todos y cada uno de los casos, una manera amable de designar el trabajo, pues ya sea porque el autor había olvidado el castellano tras una larga estancia en otro país, o no tenía noción de qué es escribir, o porque incluía párrafos autobiográficos que lo perjudicaban, o sencillamente porque se presentó con un desordenado puñado de hojas mecanografiadas que había que convertir en libro, a ninguno se lo puede considerar autor en sentido estricto de lo que finalmente se publicó.Lo ingrato y, al fin, grotesco que resulta este trabajo para mí queda ilustrado con las dedicatorias que Gemma Nierga incluye en el libro Hablar por hablar. Nierga llegó a la editorial con uno de sus guionistas y un mazo de folios mal mecanografiados con la idea de convertir la selección de historias en un libro. El editor del departamento de No Ficción en esas fechas, Antoni Munné, me encomendó a mí el trabajo. Nierga y el guionista traían unas pocas ideas, como dividirlo en días de la semana, pero toda la propuesta, desde títulos, distribución de episodios, y la corrección de estilo con la supresión de frases o párrafos incongruentes, fue trabajo mío. Un trabajo que me ocupó en exclusiva más de un mes. Tuve que reunirme con ellos en el despacho de la editorial y en la radio, sin cobrar horas ni nada. ¿El pago era conocer a gente tan popular? No se mencionó cuánto cobraría, pese a que Planeta contaba con tarifas claras para el trabajo de editing —unas 50 .000 /10 .000 pesetas según el volumen de trabajo, además de la base por corrección—, por ser una intervención corriente en la editorial, algo que el seudoeditor en cuestión ignoraba todavía un año después de entrar como responsable del departamento. Pensaba, y así lo hizo, “engordar” lo que se facturaba como corrección de estilo con unas pocas lecturas, vendiéndomelo como un favor personal. (El no-editor en cuestión llamaba “corrección en profundidad” a la pura y simple reescritura.) Nierga se acuerda de agradecer su colaboración a todos sus compañeros de la radio, incluida la señora de la limpieza, y al editor que no hizo más que adularla, pero mi trabajo, que finalmente dio cuerpo al libro, no consta en ningún lugar. De ese libro se hizo una versión teatral. Me pregunto quién cobra los derechos de autor.

Dicen que de lo malo se aprende más que de lo bueno, así que se aprende a mandar a paseo a editores explotadores y a verlos venir. Cuando me llamaron de una editorial del Grupo Z para ofrecerme la edición de un libro, el editor me habló al teléfono como si yo fuese un repartidor de pizzas: apresurado, centrado en su necesidad, yo era una máquina. Me indicó que el libro constaba de unos trescientos cincuenta folios, que había que corregirlo en diez días e introducir los cambios por ordenador. Ignoraba qué dificultades presentaba el libro, sólo que era de una autora latinoamericana (Wendi Guerra) y que había que ver cómo estaba la gramática, expresiones, etc. Por ese trabajo pagaban 600 euros. Respondí que si esa señora no sabía escribir que aprendiera, pues yo no tenía la menor intención de escribirle el libro a nadie. Antes de colgarle, le reproché los modos con que me trataba y que no supiera siquiera qué dificultades presentaba el libro. Él tenía una patata caliente quehabía que resolver en días. Bien, la novela en cuestión recibió un premio en el mes de marzo otorgado por un jurado unipersonal. Este “jurado”, conocidísimo novelista, declaraba en la revista Qué leer de abril: “encontré una novela que me parece que está bien y la historia ha tenido un final feliz”. Sobre todo para la novelista. “El Cultural” de El Mundo, por su lado, se hacía eco de las numerosas reescrituras que había sufrido el texto, contratado antes de su fallo por la editorial que promueve el premio. Todo muy aleccionador, como se ve. Especialmente para los jóvenes traductores y correctores, que deberían saber de antemano dónde se meten y que lo hacen por su cuenta y riesgo.

3
Editar es, en cualquier caso, una vocación. Y no todo empieza y acaba en la gran cultura. Por eso, ya que se copian tantas cosas de Estados Unidos, bien podría copiarse la costumbre de incluir en los créditos el nombre de los profesionales que realmente han trabajado en el libro. Debería elaborarse un contrato que, como el del traductor, describa el trabajo, los derechos económicos, pero también los límites, pues no siempre el corrector/editor ha de decir la última palabra. Suelen objetar algunos traductores que la lucha por los derechos de los correctores es un “terreno resbaladizo”: que dónde empieza y dónde acaba la corrección; que una traducción nunca está del todo acabada y podría corregirse inacabablemente. Aseveraciones válidas cuando hablamos de una filosofía de la traducción, pero que pierden solidez si de lo que se trata es de reconocer un trabajo necesario para garantizar la calidad de los libros que se editan. De lo contrario, la historia de la edición la escribirán siempre los Korda Nacidos Para Ganar Como Sea.

2 comentarios:

  1. yo tengo ese libro.. es muy interesante, ahora no estoy pudiendo seguir con mi lectura porque estamos con mi hija buscando algun salon de fiestas para su cumple.. espero volver a retomarlo pronto para poder opinar

    ResponderEliminar
  2. La lectora Mónica aparentemente se dedica a usar blogs para hacer propaganda de un salón de fiestas. Es una forma torpe y maleducada, del todo condenable. Por lo tanto, se invita a los lectores a no seguir el link.

    ResponderEliminar