lunes, 16 de noviembre de 2009

¿Reflejar o recrear?


El 11 de agosto pasado, Antonio Maura–escritor y profesor español– publicó en la revista virtual Cronópios, de cuyo Consejo Editorial es miembro, un largo artículo donde se presentan y comparan las dos versiones existentes en castellano –la del español Ángel Crespoy la de los argentinos Florencia Garramuñoy Gonzalo Aguilar– de Gran sertón: veredas , la obra fundamental del escritor brasileño João Guimarães Rosa (1908-1967) y acaso uno de los libros más importantes publicados en el siglo XX. Dada la longitud del artículo, se reproduce a continuación, con la conformidad de su autor, la parte más pertinente a los efectos de este blog.

¿Comentario sobre las dos versiones de
Grande sertão: Veredas en lengua española

La primera traducción al español de Gran sertón: veredas se publicó en 1967. Su traductor era el poeta Ángel Crespo que, entonces, dirigía la Revista de Cultura Brasileña de indudable importancia para dar a conocer la literatura brasileña entre la intelectualidad española. Posteriormente, en 1973, publicaría también una Antología de la Poesía Brasileña. La traducción de Crespo de Gran sertón es, por tanto, la de un poeta. Su búsqueda de nuevas palabras y sus hallazgos verbales le harán decir al propio Rosa, en carta del 23 de febrero de 1967, a su colega, el entonces Embajador de Brasil en España, Antônio C. Câmara Canto, que se siente feliz “porque sale ahí, en la editorial Seix Barral, de Barcelona, nuestro Grande Sertão: Veredas, en una magnífica, insuperable traducción.” Estas palabras de un escritor tan exigente con el lenguaje como fue el autor mineiro son un auténtico espaldarazo para el traductor. Crespo estaba orgulloso de su trabajo y así me lo comentó en alguna ocasión. Por ello resulta tan audaz y tan valiente emprender una nueva versión de esta novela. Pero como la audacia y la valentía son características del narrador Riobaldo, todo lector del libro debería serlo, máxime si éste tiene además que interpretarlo como es el caso de un traductor. Uno de los responsables de la última versión, Gonzalo Aguilar, si mis fuentes no me engañan, es, además de columnista en Cronopios, doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesor de la Cátedra de Literatura Brasileña y Portuguesa en dicha Universidad. Su tesis versó sobre la poesía concreta brasileña y la vanguardia modernista. Tiene, por tanto, una visión más académica que poética, aunque su interés por el texto de Rosa está plenamente justificado. La pregunta que planea sobre este panorama es predecible: ¿qué decisión debe tomar el lector interesado ante esta duplicidad de versiones? ¿Cuál de las dos traducciones –una en Alianza Editorial y otra en Adriana Hidalgo- debería escoger? El mercado las ofrece a precios muy similares y el lector que no conozca el portugués puede sentirse desorientado. Intentaré, en la medida de mis posibilidades, responder a esa cuestión pidiendo de antemano disculpas a los interesados, ya que se trata de una opinión personal y, por tanto, siempre susceptible de posibles errores.

Como ya he adelantado en el párrafo anterior, los responsables de ambas versiones tiene distintos perfiles. En el caso de Crespo, que fue uno de los fundadores del postismo, su afán poético le lleva a la invención de palabras y a la distorsión de las frases buscando una mayor expresividad. Esta actitud, evidentemente, produce felices hallazgos y también una cierta ralentización de la lectura. Algo que no sucede con el texto de Rosa que, como también he adelantado, fluye con enorme facilidad y fuerza, hasta el punto de que toda posible dificultad es arrastrada por la vorágine del discurso. Por otra parte, Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar huyen del aspecto experimental, que tanto atraía a Crespo, y apuestan, según escriben en el prólogo, por “extremar las capacidades ingeniosas del castellano para reconstruir ese mundo simultáneamente legendario y cotidiano de Rosa.” Es decir que en esta segunda versión lo que prima no es el poder de la palabra, sus resonancias internas o externas, sus horizontes, como diría Rosa, sino la fuerza del discurso, el ritmo torrencial con el que el narrador cuenta su historia. Como se puede observar son dos opciones muy distintas y las soluciones que encuentran también muy diversas. Veamos un ejemplo: el narrador Riobaldo quiere describir a su interlocutor el lugar donde encontró al Menino, Diadorim, que cambiaría su vida. Escribe Rosa que “é uma beira de barranco, com uma venda, um curral, e um paiol de depósito. Cereais. Tinha até um pé de roseira. Rosmes…” El término intraducible, pues se trata de un hallazgo verbal del autor, es rosmes. Crespo traduce el párrafo así: “es una orilla de barranco, con una venta, un corral y un pañol de depósito. Cereales. Había hasta un pie de rosal. ¡Rosasmías!” Garramuño y Aguilar ofrecen esta solución: “es una orilla de un barranco, con un despacho, una casa, un establo y una despensa de depósito. Cereales. Había hasta un pie de rosal. ¡Caramba!” Aparte del ritmo tan diverso en las dos traducciones nos encontramos con una dupla solución para rosmes: una poética, rosasmías, otra narrativa con un cierre contundente para la descripción: ¡caramba! Creo que este ejemplo es significativo de las actitudes de los distintos traductores. Ejemplos como éste podríamos encontrar muchos, pero prefiero que sea el lector quien juzgue por sí mismo. Para ello he seleccionado algunos momentos significativos de la novela. Un poco después de describirnos ese lugar a la orilla del barranco, Riobaldo encuentra al Menino y su primera descripción es un anticipo de lo que después sentirá por él, ya bajo el nombre de Diadorim. Escribe Rosa:

Mas eu olhava esse menino, com um prazer de companhia, como nunca por ninguém eu não tinha sentido. Achava que ele era muito diferente, gostei daquelas finas feições, a voz mesma, muito leve, muito aprazível. Porque ele falava sem mudança, nem intenção, sem sobejo de esforço, fazia de conversar uma conversinha adulta e antiga. Fui recebendo em mim um desejo de que ele não fosse mais embora, mas ficasse, sobre as horas, e assim como estava sendo, sem parolagem miúda, sem brincadeira ─ só meu companheiro amigo desconhecido. Escondido enrolei minha sacola, aí tanto, mesmo em fé de promessa, tive vergonha de estar esmolando. Mas ele apreciava o trabalho dos homens, chamando para eles meu olhar, com um jeito de siso. Senti, modo meu de menino, que ele também se simpatizava a já comigo.” (GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Pág. 81).

La versión de Crespo dice:

“Pero yo miraba a aquel niño, con un placer de compañía. Como nunca por nadie había sentido. Me parecía que era él muy diferente, me gustaron aquellas finas facciones, la misma voz, muy leve, muy apacible. Porque hablaba sin cambios, ni intención, sin demás de esfuerzo, hacía del conversar una conversacioncilla adulta y antigua. Fui recibiendo en mí un deseo de que no se fuese nunca, sino que se quedase, sobre las horas, y así como estaba siendo, sin parpadeo menudo, sin bromas: sólo mi compañero amigo desconocido. Escondido enrollé mi alforja, ahí tanto, que hasta en fe de promesa tuve vergüenza de estar limosneando. Pero él apreciaba el trabajo de los hombres, llamando hacia ellos mi mirada, con gesto de sensatez. Sentí, a mi manera de niño, que él también simpatizaba ya conmigo.” (GS:V, Madrid, 1999. Pág. 116).

Garramuño y Aguilar traducen:

“Miraba a ese muchacho con un placer de compañía como nunca había sentido por nadie. Encontraba que era diferente: me gustaron sus finos rasgos, hasta su voz, muy leve, muy placentera. Porque él hablaba sin cambios ni intención, sin exceso de esfuerzo y hacía del conversar una conversacioncita adulta y antigua. Fui recibiendo en mí un deseo de que él no se fuese jamás sino que se quedase, a deshoras, y así como estaba siendo, sin parloteo mezquino, sin bromas. Solamente mi amigo compañero desconocido. Escondido enrollé mi bolsa, ahí tanto, que aunque estando en fe de promesa, tuve vergüenza de estar pidiendo limosna. Pero él apreciaba el trabajo de los hombres y llamó mi atención hacia ellos con un gesto de sensatez. Sentí, modo mío de ser niño, que él también ya simpatizaba conmigo.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Pág. 107)

A primera vista, nos damos cuenta en seguida que la versión de Crespo es más próxima del original que la de Garramuño y Aguilar. La versión del español mucho más segmentada, debido a sus numerosos cortes, es también de más difícil lectura. En algunos casos, Crespo recurre a determinados arcaísmos o formas de decir de la España mesetaria, “sin demás de esfuerzo” (“sem sobejo de esforço”) que, por otra parte, se asemeja al original, mientras que los traductores argentinos eligen una solución más convencional: “sin exceso de esfuerzo”. Ello queda todavía más claro cuando Rosa, en la línea quinta de este párrafo, dice: “mas ficasse, sobre as horas”, que Crespo traduce literalmente: “se quedase, sobre las horas”, y Garramuño y Aguilar, por su parte, le dan una interpretación más habitual y realista: “se quedase, a deshoras”. La diferencia más significativa, sin embargo, está en la línea seis del texto de Rosa, cuando el escritor mineiro usa el término “parolagem” (de “parolar”, “falar muito, tagarelar”, según el Diccionario Aurelio). Crespo interpreta este término como “parpadeo”, algo que no significa “parolagem”, mientras que Garramuño y Aguilar, más fieles con el original, traducen ese término como “parloteo”. ¿A qué pudo deberse ese cambio de término? Si nos fijamos en la frase vertida a la lengua castellana, descubriremos la razón:

Crespo: “que se quedase, sobre las horas, y así como estaba siendo, sin parpadeo menudo, sin bromas.”

Garramuño y Aguilar: “que se quedase, a deshoras, y así como estaba siendo, sin parloteo mezquino, sin bromas”.

La segunda versión es mucho más cercana al original y el término “parloteo” es más correcto que “parpadeo” para la palabra “parolagem”. Pero, si leemos las dos frases descubriremos que en la interpretación de Crespo hay un gesto poético en el encuentro de ambos muchachos, una complicidad y atención que queda resumida en la ausencia de parpadeo. Además, la frase fluye más poéticamente en el caso del español que en el de los argentinos, mas prosaica, más rigurosa. Finalmente, en la línea antepenúltima del texto de Rosa, puede leerse: “chamando para eles meu olhar.” Crespo traduce “olhar” por “mirada” y Garramuño y Aguilar prefieren el término “atención”. ¿Más exacto, menos? Sería difícil responder a esta pregunta. Sí puedo, por mi parte, decir que la primera versión respeta más los impulsos de voz del narrador Riobaldo, es más aproximado con la fonética de los vocablos, aunque para ello deba buscar un término no tan exacto, aunque mucho más próximo con el sentido profundo de la frase. Sin embargo, la segunda versión es mucho más narrativa, mas fluida y mas sencilla para seguir la acción.

Si acudimos a otro momento clave de la novela: el de la aparición y primera descripción de Hermógenes -el polo negativo, aquel ser por el que el protagonista siente una repulsión física y mental- escribe Rosa:

O outro ─ Hermógenes ─ homem sem anjo-da-guarda. Na hora, não notei de uma vez. Pouco, pouco, fui receando. O Hermógenes: ele estava de costas, mas umas costas desconformes, a cacunda amontoava, com o chapéu raso em cima, mas chápeu redondo de couro, que se que uma cabaça na cabeça. Aquele homem se arrepanhava de não ter pescoço. As calças dele como que se enrugavam demais da conta, enfolipavam em dobrados. As pernas, muito abertas; mas, quando, ele caminhou uns passos, se arrastava ─ me pareceu ─ que nem queria levantar os pés do chão. Reproduzo isto, e fico pensando: será que a vida socorre à gente certos avisos? Sempre me lembro dele, me lembro mal, mas atrás de muita fumaças. Naquela hora, eu estava querendo que ele não virasse a cara. Virou. A sombra do chapéu dava até em quase na boca, enegrecendo.” (GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Pág. 91).

Ángel Crespo lo interpreta así:

“El otro –Hermógenes-, hombre sin ángel de la guarda. De momento, no lo noté de una vez. Poco, poco, fui recelando. El Hermógenes: estaba de espaldas, pero unas espaldas disconformes, la corcunda se amontonaba, con el sombrero liso encima, pero sombrero redondo de cuero, como si una calabaza en la cabeza. Aquel hombre se arrugaba por no tener pescuezo. Sus pantalones como que se arrugaban más de la cuenta, se afollaban en dobleces. Las piernas, muy abiertas; pero, cuando caminó unos pasos, se arrastraba –me pareció- que no quería levantar los pies del suelo. Reproduzco esto y me quedo pensando: ¿será que la vida socorre a uno con ciertos avisos? Siempre me acuerdo de él, me acuerdo mal, pero detrás de muchas humaredas. En aquella hora, yo estaba queriendo que él no volviese la cara. La volvió. La sombra del sombrero le daba hasta casi en la boca, ennegreciendo.” (GS:V, Madrid, 1999. Pág. 129).

Y Garramuño y Aguilar los traducen de esta forma:

“El otro, Hermógenes, hombre sin ángel de la guarda. En el momento, no lo capté de una vez. Poco, poco, fui sospechando. El Hermógenes: él estaba de espaldas, pero unas espaldas disconformes, la gibosidad se le amontonaba, con un sombrero raso encima, pero un sombrero redondo de cuero, que era cual calabaza en la cabeza. Aquel hombre se encogía por no tener pescuezo. Sus pantalones era como si se arrugasen más de la cuenta y se plegaban en dobladillos. Las piernas, muy abiertas; pero cuando caminó unos pasos, se arrastraba –me pareció- como si no quisiera levantar los pies del suelo. Reproduzco esto y me quedo pensando: ¿será que la vida lo socorre a uno con ciertos avisos? Siempre me acuerdo de él, me acuerdo mal, atrás de muchas humaredas. En ese momento, yo estaba queriendo que él no volviese la cara. La volvió. La sombra del sombrero le daba casi en la boca, ennegreciéndola.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Pag. 120).

En este párrafo se vuelve a percibir las mismas variaciones que se han podido percibir en el trecho anterior entre las traducciones de Crespo y la de Garramuño y Aguilar. Éstos últimos traducen la palabra “notei” como “capté”, “recelando” como “sospechando”, “cacunda” como “gibosidad”, “arrepenhava” como “encogía”, “enfolipavam em dobrados” como “plegaban en dobladillos”, “naquela hora” como “en ese momento”. Sin embargo, Crespo es mucho más cercano al término original y escoge los términos “noté”, “recelando”, “corcunda”, “arrugaba”, “afollaban en dobleces” o “en aquella hora”, respectivamente. Entiendo que verbos como “recelar” o “afollar”, aunque estén contemplados en el diccionario de Academia Española, no son habituales, pero sí más próximos con el original rosiano. El caso de “corcunda”, que no se contempla en dicho diccionario, es, sin embargo, un arcaísmo regional español. Garramuño y Aguilar optan por términos más habituales del habla de nuestro tiempo: “sospechar”, “gibosidad” o “plegaban”. Sólo en un caso Crespo se aleja del original: en la línea tercera del texto de Rosa se habla de un “chapéu raso”, que para Garramuño y Aguilar sigue siendo “raso”, mientras que el traductor español opta por “liso”. Diferente actitud puede percibirse en el último término que cierra el fragmento: “ennegreciendo”. Rosa quiere explicar que la sombra del sombrero le llega al Hermógenes hasta la boca y le ennegrece no sólo el rostro, sino su persona toda, ya que omite el pronombre personal, algo que el traductor español respeta. Sin embargo, Garramuño y Aguilar sí lo usan en su versión, dejando entender que es la boca la que queda en sombra por efecto del ala del sombrero.

Podríamos señalar más diferencias, pero preferimos que lo haga el propio lector que es, a fin de cuentas, quien debe tomar la decisión de optar por una u otra traducción. Por ello, en la esperanza de no cansarle, me gustaría reproducir aún un texto más –esta vez sin comentarios- para que pueda verse la distinta perspectiva de ambas traducciones. Casi al final de la novela, se enfrentan en una lucha cuerpo a cuerpo Hermógenes y Diadorim –Diadorín para Crespo y Diadorim para Garramuño y Aguilar- resultando la muerte de ambos, es decir, la anulación de los contrarios si lo apreciamos desde un punto de vista físico o metafísico. Pues bien, en ese momento clave de la narración, cuando el corazón de Riobaldo está en un puño, exclama:

Eu vi minhas agarras não valerem! Até que trespassei de horror, precipicio branco.
Diadorim a vir ─ do topo da rua, punhal em mão, avançar ─ correndo amouco...
Ái, eles se vinham, cometer. Os trezentos passos. Como eu estava depravado a vivo, quedando. Eles todos, na fúria, tão animosamente. Menos eu! Arrepele que não prestava para tramandar uma ordem, gritar um conselho. Nem cochichar comigo pude. Boca se encheu de cuspes. Babei... Mas eles vinham, se avinham, num pé-de-vento, no desadoro, bramavam, se investiram... Ao que ─ fechou o fim e se fizeram. E eu arrevessei, na ânsia por um livramento... Quando quis rezar ─ e só um pensamento, como raio e raio, que em mim. Que o senhor sabe? Qual: ...o Diabo na rua, no meio do redemunho... O senhor soubesse... Diadorim ─ eu queria ver ─ segurar com os olhos... Escutei o medo claro nos meus dentes... O Hermógenes: desumano, dronho ─ nos cabelões da barba... Diadorim foi nele... Negaceou, com uma quebra de corpo, gambetou… E eles sanharam e baralharam, terçaram. De supetão... e só...
E eu estando vendo! Trecheio, aquilo rodou, encarniçados, roldão de tal, dobravam para fora e para dentro, com braços e pernas rodejando, como quem corre, nas entortações... O diabo na rua, no meio do redemunho... Sangue. Cortavam toucinho debaixo de couro humano, esfaquevam carnes. Vi camisa de baetilha, e vi as costas de homem remando, no caminho para o chão, como corpo de porco sapecado e rapado... Sofri rezar, e não podia, num cambaleio. Ao ferreio, as facas, vermelhas, no embrulhável. A faca a faca, eles se cortaram até os suspensorios... O diabo na rua, no meio do redemunho... Assim, ah ─ mirei e vi ─ o claro claramente: aí Diadorim cravar e sangrar o Hermógenes... Ah, cravou ─ no vão ─ e ressurtiu o alto esguicho de sangue: porfiou para bem matar! Soluço que não pude, mar que eu queria um socorro de rezar uma palabra que fosse, bradada ou em muda; e secou: e só orvalhou em mim, por prestígios do arrebatado no momento, foi poder imaginar a minha Nossa-Senhora assentada no meio da igreja... Gole de consolo... Como la embaixo era fel de morte, sem perdão nenhum. Que enguli vivo. Gemidos de todo ódio. Os urros... Como, de repente, não vi mais Diadorim! No céu, um pano de nuvens... Diadorim! Naquilo, eu então pude, no corte da dor: me mexi, mordi minha mão, de redoer, com ira de tudo... Subi os abismos... De mais longe, agora davam uns tiros, esses tiros vinham de profundas profundezas. Trespassei.
Eu estou depois das tempestades.
(GS:V, Rio de Janeiro, 1982. Págs. 450-51).

Ángel Crespo recrea este pasaje así:

“¡Vi no valer a mis garras! Hasta me traspasé de horror, precipicio blanco.
Diadorín yendo –desde el principio de la calle, puñal en mano, avanzar-corriendo suicida...
Ay, ellos iban a acometerse. Los trescientos pasos. Yo estaba corrompiéndome vivo, quedándome. Todos ellos, con furia, tan animosamente. ¡Menos yo! Desespérese que no valía entremandar una orden, gritar un consejo. Ni cuchichearme pude. Mi boca se llenó de salivas. Babeé... Pero ellos iban, se alcanzaban, en un torbellino, en la indignación, bramaban, se embistieron... A lo que: cerró el fin y se alcanzaron. Y yo vomité, con las ansias de una liberación... Cuando quise rezar; y sólo un pensamiento, como rayo y rayo, que en mí. ¿Qué lo sabe usted? Cuál... El Diablo en la calle, en medio del remolino... Usted lo sabía... Diadorín –yo quería ver- asegurarlo en los ojos... Escuché el miedo claro de mis dientes... El Hermógenes: inhumano, feroz: hasta en los pelazos de la barba... Diadorín se fue sobre él... Le engañó, quebrando el cuerpo, regateó... Y se ensañaron y barajaron, se mezclaron. De sopetón... y sólo...
¡Y yo estaba viéndolo! Rebosante, aquello rodó, encarnizados, tropel de tal, se doblaban para fuera y para dentro con brazos y piernas blandiendo, como quien corre, en las contorsiones... El diablo en la calle, en medio del remolino... Sangre. Cortaban tocino debajo del cuero humano, acuchillaban carnes. Vi la camisa de bayetilla, y vi las espaldas de un hombre resistiendo, de camino para el suelo, como cuerpo de puerco chamuscado y cortado... Sufrí rezar, y no podía, con un tambaleo. A lo ferrizo, los cuchillos, rojos, en lo embrollable. A cuchillo a cuchillo se cortaron hasta los tirantes... El diablo en la calle, en medio del remolino... Así, ah –miré y vi- lo claro claramente: entonces Diadorín clavar y sangrar al Hermógenes... Ah, clavó –en lo hueco- y surtió el alto chorro de sangre: ¡porfió para bien matar! Sollozo que no pude, la mar que yo quería un socorro de rezar aunque fuese una palabra, gritada o en mudo; y se secó: y sólo me refrigeró, por prestigios de lo arrebatado del momento, poder imaginar a mi Nuestra Señora sentada en medio de la iglesia... Trago de consuelo... Como allí abajo estaba la hiel de la muerte, sin perdón ninguno. Que me tragué viva. Gemidos de todo odio. Los rugidos... Como, de repente, ¡ya no vi a Diadorín! En el cielo, un telón de nubes... ¡Diadorín! En aquello, yo entonces pude, en el corte del dolor: me moví, mordí mi mano, hasta redoler, con ira de todo... Subí los abismos... Desde más lejos, daban ahora unos tiros, aquellos tiros venían de profundas profundidades. Me desvanecí.
Yo estoy después de las tempestades.” (GS:V, Madrid, 1999. Págs. 592-93).

Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar lo reflejan de la siguiente forma:

“¡Vi que mis agarres no valían! Hasta que me traspasé de horror, precipicio blanco.
Diadorim venía: de lo alto de la calle, puñal en mano, avanzando, corriendo hacia el sacrificio...
Ahí, ellos venían a acometer. Los trescientos pasos. Qué corrompido en vivo estaba yo, al quedarme. Todos ellos, en la furia, tan animosamente. ¡Menos yo! Arránquese los cabellos que no servía transmandar una orden, gritar un consejo. No pude ni cuchichear conmigo. La boca se llenó de escupidas. Me babeé... Pero ellos venían, se avenían, en un torbellino, en el tormento, bramaban, se embestían... A lo que: cerró el fin y se hicieron. Y vomité, en el deseo de liberación... Cuando quise rezar, y era sólo un pensamiento, rayo y rayo en mí. ¿Qué sabe el señor? Cual: ...el Diablo en la calle, en el medio del remolino... Si el señor supiese... Diadorim: yo quería verlo, cuidarlo con los ojos... Escuché el miedo claro en mis dientes... El Hermógenes: deshumano, aterrador, en los cabellones de la barba... Diadorim fue hacia él... Engatusó con un giro del cuerpo, gambeteó... Y ellos se ensañaron y barajaron, se terciaron. De sopetón... y sólo...
¡Y yo estando viendo! Repleto, aquello rodó, encarnizados, en tropel tal, doblaban para fuera y para adentro, con brazos y piernas rodando, como quien corre, en los torcerses... El diablo en la calle, en medio del remolino... Sangre. Cortaban tocino debajo de cuero humano, descuartizaban carnes. Vi camisa de bayeta fina, vi las espaldas de un hombre remando de camino hacia el suelo, como cuerpo de puerco chamuscado y tajeado... Padecí rezar, y no podía, por los tambaleos. Al fierreo, los cuchillos, rojos, en lo enmarañable. Cuchillo a cuchillo, ellos se cortaron hasta los tirantes... El diablo en la calle, en el medio del remolino... Así, ah –miré y vi- lo claro claramente: Diadorim ¡ay! que clavó y desangró al Hermógenes... Ah, lo clavó –en el hueco- y fue un surtidor el elevado chorro de sangre: ¡se obstinó para matar bien! Sollozo que no pude, mar que quería un socorro de rezar cualquier palabra que fuese, gritada o en mudez; y se secó: y sólo cayó rocío en mí, por prestigios de lo arrebatado del momento, fue poder imaginar a mi Nuestra Señora ubicada en el medio de la iglesia... Trago de consuelo... Como allá abajo era hiel de muerte sin perdón alguno. Que te traga vivo. Gemidos de todo odio. Los alaridos... ¡Cómo, de repente, no vi más a Diadorim! En el cielo, un manto de nubes... ¡Diadorim! En eso, entré entonces, en el corte del dolor: me moví, mordí mi mano, de redoler, con ira de todo... Subí los abismos... De más lejos, ahora se daban unos tiros, tiros que venían de profundas profundidades. Caí.
Yo estoy después de las tempestades.” (GS:V, Buenos Aires, 2009. Págs. 543-44).

Cualquier lector podrá encontrar las diversas variantes de un texto, como el que imaginó Guimarães Rosa, que une el ritmo a la hondura léxica. Aparte de las posibles diferencias del español que se habla en Castilla o en La Pampa, podríamos concluir que, mientras una de las versiones se fija obsesivamente en el original y trata de recrearlo, aunque sea a costa de retorcer el propio lenguaje, en la otra prima el ritmo de la narración evitando en la manera de lo posible las torsiones de la lengua. Pienso que en esta doble interpretación –toda traducción supone una lectura del texto original- puede hallarse también el distinto momento histórico en el que se han producido ambas versiones. Ángel Crespo la realizó en 1967 con un deseo de inventar una lengua que también sirviera a su propia creación literaria. No olvidemos que en el mismo año que aparecía esta obra en español, se publicó también la primera de las numerosas ediciones que tendría Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez y Rayuela, de Julio Cortazar, se había publicado cuatro años antes. El boom latinoamericano, que tanto dio que hablar, estaba, pues, en pleno auge y suponía una profunda renovación de la literatura española que, hasta entonces, había estado anclada en un realismo ramplón. Además, en la vanguardia había un espíritu de rebelión muy acorde con el del enfrentamiento a la dictadura franquista.

Sin embargo, los tiempos son ahora muy diferentes. Europa y América están de vuelta de las vanguardias. Se buscan textos de fácil lectura y narraciones trepidantes. No pretendo decir con esto que Gran sertón: veredas, sea cual sea su versión española, pueda o quiera competir con un best seller, sino más bien que la tendencia contemporánea es facilitar la lectura de un texto, hacerlo asequible a la “máxima minoría” de lectores, como diría Juan Ramón Jiménez. Ello hace que el ritmo de la narración sea prioritario y que deban evitarse las posibles rupturas o distorsiones lingüísticas. Gonzalo Aguilar, que ha escrito un libro sobre la poesía concreta y ha estudiado la vanguardia brasileña bajo un prisma académico, no pretende innovar en la lengua de Cervantes, sino reflejar en ella una de las novelas fundamentales de la literatura brasileña del pasado siglo.

Compete a los lectores, que disponen de ambas versiones en el mercado, elegir la que crean más conveniente para su lectura. Podrán así conocer esa aventura existencial de Riobaldo que, como todas las vidas, guarda enigmas y misterios que sólo la narración de sus recuerdos puede ayudarnos a desvelar. Vivir es muy peligroso.

1 comentario:

  1. Interesantísimo. Conclusión: más vale leer las dos traducciones, pues se complementan. ¿Recrear o reflejar? Queda claro que el reflejo literal, el calco, es imposible. Toda traducción es cultural y no hay dos semiosferas iguales. Por suerte, hay reflejos que vienen de antes, por raíz compartida (el latín, en el caso del portugués y el español). Tampoco me parece que se trate de una recreación. Más vale hablar de adaptación, o mejor aún, de transfiguración, resultante de la tensión entre semántica y prosodia. Quien traduce tendrá que decidir a cuál de las dos habrá de traicionar, máxime tratándose de POESÍA. Aporto comparaciones. El primer cuarteto del Soneto I de Mario Quintana, perteneciente a A rua dos cataventos, dice: "Escrevo diante da janela aberta. / Minha caneta é cor das venezianas: / Verde!... E que leves, lindas filigranas / Desenha o sol na página deserta!". Santiago Kovadloff traduce: "Escribo frente a la ventana abierta. / Tiene mi lápiz color de venecianas: / ¡Verde!... ¡Y qué leves, lindas filigranas / Dibuja el sol en la página desierta!". Por mi parte, transfiguro: "Escribo frente a la ventana abierta. / Mi lapicera es del color de las persianas: / Verde...! Y qué leves, lindas filigranas / Diseña el sol en la página desierta!" Como se ve, en el segundo verso, ante el detalle enciclopédico, un tanto confuso, de "venecianas" (cuyo nombre completo, según la RAE, es "persianas venecianas") decidí privilegiar la imagen y darle más definición diciendo directamente "persianas". Algo similar ocurre cuando pongo "lapicera" en vez de "lápiz", pues "caneta", según el Dicionário Priberam, es la "Pequena haste em que se encaixa ou a que se adapta um lápis ou a que se ajusta um aparo, para que se possa escrever". Además, "lápiz" en portugués se dice "lápis", y dar "lápiz" por "caneta" es, aunque quizás poético, inexacto (sin dudas, peor hubiera sido ceder a la tentación y decir "pluma", algo que el coloquialismo de Quintana hubiera desacreditado). En el cuarto verso tenemos un caso de "reflejo por raíz": "diseña" por "desenha" (si lo comparamos con "dibuja", "diseña" contiene mejor la idea de divagación que le podríamos adjudicar a los reflejos azarosos del sol) ¡Cuántas disquisiciones! ¡Y eso que estamos hablando nada más que de un cuarteto! No quisiera estar en las botas de los traductores del Gran Sertón. De todas formas, también se merecen un lindo comentario las traducciones de la obra de Clarice Lispector, cuyo lirismo se entrama con una escritura barroquizante rica en matices sonoros, y, por todo esto, de tan difícil traducción.

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