viernes, 5 de febrero de 2010

Autorretrato de un traductor (2)

Segunda entrega del texto de Yves di Manno que Florencia Baranger-Bedel tradujo para el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires.

Prólogo

X Autoretratos

IV

Fin de 1978 o principio de 1979, ya no recuerdo. Como para otros antes que yo, el libro de Serge Fauchereau: Lectura de la poesía americana ocupó un lugar determinante en mi carrera, dejando entrever la importancia de una extraña galaxia poética, pasablemente diferente de la “tradición moderna” que heredáramos, y que seguía a la espera de ser traducida a nuestra lengua. Me había intrigado particularmente el capítulo dedicado a William Carlos Williams y por la larga descripción que Fachereau hacía de Paterson, el poema “épico” urbano con toques de collages de prosa cuyo tenor, a decir verdad, no llegaba a vislumbrar demasiado, pero que proponía un proyecto que parecía converger con algunas de mis preocupaciones de entonces. El problema iba a ser dar con el libro: en aquellos años había vuelto a vivir en Grenoble y lo cierto es que los libros extranjeros no eran moneda corriente. Pero los caminos del destino son insospechados: algunas semanas más tarde, en una librería de la ciudad me tope no con uno, sino con una decena de ejemplares de Paterson, en una mesa de saldos a un precio irrisorio: sin duda se trataba de un lote de rezagos que esperaba sabe Dios desde cuándo. El hecho es que aproveché la ganga y compré el menos estropeado de los volúmenes. De regreso a la calle Hubert II, en la habitación en que el blanco contrastaba con el azul, hojeando el libro, me conmovió nuevamente la dimensión visual del poema tal como estaba presentado en la página: una sucesión de estrofas como “mal estructuradas” puntuadas por los bloques de prosa que estaban insertados entre ellas, con una tipografía diminuta. Pero cuando empecé a leerlo, se me presentó el mismo obstáculo con el cual ya había tropezado en los Cantos, aunque en menor grado, es cierto, porque con todo había progresado bastante en inglés. Cuando Phong regresó, dos o tres días después, le confié mi pesar: eran muchos los detalles que se me escapaban y a menudo me sentía en una nebulosa, sin llegar realmente a desentrañar el sentido de determinados pasajes. Phong se quedó mirándome como tantas veces, con esos ojos a la vez atentos, irónicos y distantes. “¿Te cuesta leer ese libro? –me dijo con su sonrisa impasible– Entonces, tradúcelo.”

V

Rigor of beauty is the quest : así comienza Paterson (este es precisamente el incipit): la búsqueda consiste en el rigor de la belleza... Algo extraño resonaba para mí en aquel mandato, empezando por el término “belleza”, por entonces excluido del vocabulario literario, al margen de la orientación estética que implicaba... Ahora bien, si bien es cierto que el sueño, que recién se esbozaba aquel año, de un poema en curso se ubicaba en las antípodas de las restauraciones que estaban al acecho (ni “reserva”, ni vuelta a la tranquilidad ni tampoco a fortiori marcha atrás guiaron mi forma de proceder), debo admitir que la noción de belleza como finalidad del trabajo creador ya estaba presente en mí, desde el origen: lo cual me hacía sentir muy solo (y carente) entre mis contemporáneos, sin desconocer ni denigrar sistemáticamente sus disputas. El único que se ubicaba en esa perspectiva, dentro de mis lecturas de aquella época, era Peter Handke: es cierto que su obra, sin embargo anclada en el presente extremo, iba ya claramente en contra de los discursos dominantes.

Lo importante, claro está, sigue siendo la conjugación de ambos términos: la belleza intrínsecamente ligada al rigor (del vocabulario, de la sintaxis, del verso); esta exigencia formal que hizo de Williams uno de los principales inventores de la poesía moderna, en el siglo XX. Fue también esto –esta nueva prosodia que desarrolla técnicas (y herramientas) sin antecedentes en nuestra cultura– lo que intuitivamente me atraía hacia ese pequeño círculo de poetas. Y sin embargo, su lengua me era menos familiar que la belleza latente –y más abstracta– cuyo reflejo percibía en sus versos atormentados, accidentados, que atravesaban tanto la violencia como la luz. Una forma (la idea de una forma) contra lo informe que masivamente reinaba alrededor (el modelo era ya la prosa indescifrable, preconizada por los charlatanes del momento, Sollers a la cabeza). Pero también el recuerdo de un orden más “estético”, en la poesía desgarrada del tiempo: oriflamas y estandartes entrechocándose por sobre las armadas antes de atravesar las tierras, y las últimas ondulaciones. Y eso que había leído la aserción que figura en los Cantos pisanos: “La belleza es difícil... la tierra franca/precede los colores” –relevada luego por Jack Spicer, en uno de sus libros fulminados: “La belleza no es cosa de todos los días, cantó Pound. Pocos son aquellos que beben de mi fuente...”.

Tales eran pues las dos vías (conjuntas) designadas por ciertos artesanos extranjeros y que me empujaron, casi contra mi voluntad, a la construcción de un primer libro-de-poemas, cuando solo soñaba con narraciones ocultas... Por lo demás, qué otro ideal, sino el de una belleza secreta, mezcla de terror y espanto, habría justificado la obstinación puesta en la emergencia de estos Champs concebidos como un laberinto, una ciudad mental donde el lector debía deambular hasta el infinito, contemplando la asombrada sucesión de edificios y el vuelo impalpable de los tejados: poesía de arquitecto y de agrimensor celeste, enmarañando el sueño y la visión hasta los confines –de otra tierra.


VI

Entre 1980 y 1983, trabajaba en una pequeña librería angloamericana que ya no existe, en la rue des Écoles, donde me ocupaba de manejar, más o menos según mi criterio, el stock de todo lo referido a poesía. Así, tenía la oportunidad de ampliar el registro de mis lecturas y abordar seriamente la obra de autores que solo había leído por fragmentos en francés. Analizaba en detalle los catálogos de las editoriales en cuestión y encargaba sistemáticamente aquellos títulos que me interesaban. A veces tenía que esperar durante meses antes de recibirlos, y cuando por fin llegaban... Qué gozo era ver materializarse volúmenes que hasta ese momento estaban en el limbo y tener bruscamente entre las manos los Collected Books de Spicer, Poland/1931 o la edición por fin completa de Maximus Poems... También estaban los libros inesperados, que no imaginaba capaces de producir una ruptura tal en mí: la Trilogy de H.D., The Opening of the field de Duncan, los poemas neoyorquinos de Blackburn... Sin hablar de los contemporáneos más inmediatos, puesto que ya se tejían lazos entre ambos lados del Atlántico y que la librería recibía algunas revistas –Sulfur, This, Ironwood…– y otras publicaciones provenientes de small presses de la época. Lo cual me permitió un buen día descubrir, no sin cierto asombro, las Tablets de Armand Schwerner o el Ketjak de Ron Silliman, cuya puerta giratoria inaugural continuaría rotando largo tiempo, en la noche que todavía me ocupaba. Algunos autores –franceses incluidos- franqueaban el umbral del local: Jacques Roubaud, por ejemplo, pasaba cada tanto, básicamente para proveerse de novelas policiales inglesas. Pero todavía no me sentía listo para entablar en materia de poesía un diálogo que intuía difícil, con buena parte de los contemporáneos.

Fue en “Attica” donde también conocí a Auxeméry, luego de su regreso de África –donde había comenzado a traducir a Charles Olson, bajo su mango. Cada vez que pasaba, partía con una pila de volúmenes tan afines a mis propios centros de gravedad que la conversación se dio de manera totalmente natural: y se continuó aun luego de que yo hubiera dejado la librería. Ese diálogo a distancia –y el prolífico correo que intercambiamos durante todos aquellos años– resultaron de enorme utilidad para poner en claro mis ideas sobre el tema, en una época en la cual no tenía ningún interlocutor real y avanzaba a tientas en esas junglas americanas, paralelamente a la composición febril, ebria o desordenada de mis propios poemas.

(el texto continúa mañana...)

2 comentarios:

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