lunes, 26 de julio de 2010

Cosmopolitismo y disensión


En el último número de la revista Ñ, más precisamente el que se publicó el pasado sábado 24 de julio, el narrador y crítico argentino Luis Chitarroni (foto) publicó una columna sobre la traducción de poesía por parte de poetas, donde, entre los mencionados, cita el ejemplo de sus amigos C.E. Feiling y Matías Serra Bradford.

Sobre la extinción aparente del poeta/traductor

En una habitación mal iluminada, un joven intenta traducir un poema. Lo encontró, lo leyó como si hubiera sido escrito en el idioma que hablaba habitualmente, y celebró, poco después, como sólo en la infancia, la felicidad del autoengaño. Ahora lo lee de verdad en un idioma que entiende a medias, y pretende con un parco diccionario a mano, traducirlo. El abismo se ahonda. ¡Qué lejos de una palabra satisfactoria queda esa que escribe dolorosamente! Con el esmero de quien pretende que el dibujo confiera al sonido y al sentido una gracia de la que la palabra carece, dibuja cada letra, cada palabra. La práctica de un deporte del que uno ignora las reglas es despiadada. Para presentir un método, el joven ha colocado un libro cerca. Título y tapa –Cosmopolitismo y disensión– pueden confundir al mejor entendedor, a quienes estas pocas palabras otorgan un margen amplísimo para equivocarse. Es la antología de la poesía norteamericana hecha por Alberto Girri en 1969. Exhibe al mismo tiempo que oculta los defectos y virtudes del poeta de En la letra, ambigua selva: el gusto por el prosaísmo, la inteligencia sintáctica, el desinterés frecuente por cualquier satisfacción acústica convencional.

La tarea que el joven nunca terminó –en la tarde que sí– acentuó su admiración por aquellos que la hacían hasta el final. Con el paso de los años, con la ayuda de otros libros, otros diccionarios se dio el gusto de traducir algún poema completo. Motivo de sobra para admirar más a un amigo, quien se dio un gusto superlativo. C.E. Feiling en Amor a Roma juntó lo propio y lo de otros bajo el título Versiones, y sólo los originales de los poemas que tradujo –de Horacio, Lord Rochester, Ogden Nash– fueron condenados a llamarse poemas. El método de traducción de Feiling es un secreto. El resultado no revela el enigma, sólo el propósito: lograr en el otro idioma una proeza equivalente a la que llevó a cabo el poeta original. El oficio de poeta traductor no es tan frecuente hoy como lo era hace veinte o treinta años. La abundancia de lecturas en pantalla y la escasez de revistas dedicadas al tema (brillan las pocas que hay) acorralan su reputación.

Las traducciones de poetas ingleses que Matías Serra Bradford publicó recientemente – poetas tan difíciles como Basil Bunting o William Empson, David Gascoyne o J.H. Prynne– revelan de una vez por todas que el título de esta nota es prematuro y exagerado. Confieso que conozco pocas aventuras análogas que pueda juzgar. En los sesenta y los setenta, Eduardo Luis Revol (pero no conozco la obra de Revol como vate). Antonio Cisneros, poeta peruano, había logrado buenas versiones de los poetas ingleses que tradujo, pero tanto porque muchos de esos poemas no son muestras brillantes, como porque los que sí lo son adquieren una modesta opacidad suplente, resulta más fácil estimar el conjunto que evaluar la labor particular. La reserva se amplía cuando uno lee poemas escritos en idiomas que conoce mucho menos. Los poemas de Mallarmé traducidos al italiano por Ungaretti tienen un sabor que evoca la espléndida profesión de fe de ambos. Chateaubriand tradujo a Milton, Pound a poetas de muchos idiomas, latinos, provenzales y, magistralmente, a Rihaku (Li-Po). Su consigna: “no hay que tener miedo de adivinar”. Borges a Ponge, a e.e. cummings, a Michaux, a John Peale Bishop. Nabokov a Pushkin. Eliot a Saint John-Perse.

La extinción aparente (el adjetivo no logra atenuar la gravedad) del poeta traductor anuncia pues una alarma prematura. El gusto por la elegía implica a menudo traicionar la presencia en el mundo de un montón de cosas vivas. El resto se puede imaginar: en un cuarto cualquiera, en cualquier pueblo, ciudad o aldea (sólo son necesarios el libro, el cuaderno) alguien renueva la ceremonia, en una casa en apariencia desierta, bajo tal vez “estudiosas” lámparas, un joven transporta como útiles los elementos: un lápiz, una goma, un diccionario. Lee la primera línea, alcanza una, dos, tres palabras aproximadas. Con esmero excesivo las escribe (y garrapatea en el margen una variante prosódica). Emprende el segundo renglón. La palabra con la que creyó sustituir la que nunca encontraría dejó a su alrededor una serie estelar o una esquela invisible de connotaciones. El aprendiz de hechicero aprovecha esa pereza para irse por las ramas. Pero ahora recupera sonido y sentido en una línea que, si bien excede cualquier tolerancia métrica, satisface su provisoria intolerancia lírica con una intensidad abrumadora. Desciende en busca de más y encuentra un tesoro limitado pero suficiente. Tropieza con otra línea ajena cuando ya el impulso había logrado que se apropiara casi del poema entero. Se obliga a retroceder hasta la oración del poema menos conclusiva que la que su intrepidez dictó. Relee desconfiado y ya no se decepciona (o por lo menos no se decepciona por completo). Mientras tanto, se estuvo haciendo de noche. Es raro que la realidad –emulativa, añorante– haya acumulado su estrofa de sombra como si no importara. Son fenómenos del mundo de las semejanzas que hay que aguantar. La poesía que, de acuerdo con Lautréamont, la hacemos todos, se escribe, a pesar de nuestro empeño en traducirla, sin pedirnos colaboración.

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