lunes, 17 de enero de 2011

Lo que aparece en letras de molde, ¿ya es sagrado? Para muchos, sí; pero para Borges, no.

El Borges, de Adolfo Bioy Casares es una fantástica caja de sorpresas con forma de caja de zapatos. A lo largo de sus ¡1663! páginas hay de todo y para todos los gustos. Por supuesto, eso incluye muchas reflexiones sobre la traducción. Por ejemplo, el párrafo que se edita a continuación en esta entrada, correspondiente a la página 888 de la edición de Emecé, trata sobre las licencias que les son dadas a los traductores pero de las que, con la ominosa presencia de un original ya publicado, no todos se animan a servirse. Quien las propone, claro, no es otro que Jorge Luis Borges.

Nadie lee

Cuando traduje para Victoria (Ocampo) unos versitos, muy sentimentales, de Gide, suprimí algunas repeticiones completamente idiotas. Victoria dijo: "No, no se debe hacer eso, el espíritu de Gide se pierde". Lo que pasa es que una vez que algo aparece en letras de molde, en un libro, ¡ah!, ya es sagrado, no se puede tocar, solamente puede ser como es... Como si lo que escribimos no fuera resultado de vacilaciones, resueltas a veces de cualquier modo. Como decíamos las otras noches de esos imaginarios probables traductores de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que se esforzaron y no pudieron dar el sabor y la fluidez del original. En el original no hay fluidez ni sabor ni nada; está todo a la vista de cualquiera que estire la mano y lo lea; pero no importa, porque nadie lee.

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