domingo, 20 de marzo de 2011

Marietta Gargatagli pronostica el tiempo


Motivada por el artículo de la entrada precedente, la inefable Marietta Gargatagli, profesora emérita de la Universidad Autónoma de Barcelona, colaboradora de este blog, argentina y madre de familia, publicó en el mismo número de Ñ (el del sábado 12 de marzo) la siguiente reflexión.

No va a llover

La traducción automática repite, desde su rutinario automatismo del que hablaré de inmediato, la omnipotencia de un mito humano: el don de lenguas. La cómica ilusión de entender cualquier idioma recorre los intercambios verbales de los descubrimientos, de las conquistas y hasta los diálogos inocentes de los viajeros. Durante un vergonzante tiempo creí, por ejemplo, que los porteros del primer edificio donde viví en Barcelona, emigrados del campo, me decían todas las mañanas: va a llover. Si el vaticinio siempre incumplido me llevó a pensar en lo exagerada que estaba la capacidad de predicción del tiempo en las zonas rurales, no tardé en descubrir que, en realidad, lo que decían era “Páselo bien” que en catalán suena casi idéntico a “va a yover”.

El don de lenguas que atribuimos a los programas de traducción automática deriva de una fascinación permanente por las utopías: creer que las palabras dicen lo que dicen y que es posible entender lo extranjero y lo propio sin que medie confusión ninguna. Basta reproducir un diálogo entre amigos o enemigos para que aparezcan en el discurso frases como: “¿me entendés?”, “¿qué quisiste decir?” o “eso no es lo que dije”. La breve o prolongada incomunicación no desaparece si se trata de un texto escrito y menos todavía si nos referimos a una obra literaria. Los traductores operan con esas oscuridades dotando de inteligibilidad el desorden intrínseco del lenguaje. No dicen lo que dice el texto original (que, hay que recordarlo, está escrito en otro idioma); dicen algo que resulte creíble en su propia lengua. Esa credibilidad tiene la forma de una ficción: el lector piensa que su Dickens en castellano es Dickens y también piensa en qué bien escribía Dickens aunque, en realidad, esté leyendo a Dionisio González que vive y traduce en Catamarca.

El carácter ficticio de una traducción postula a un individuo capaz de producir ficciones y de establecer un pacto verbal entre un texto y los lectores del que participan, simultáneamente, la tradición literaria de dos lenguas, el conocimiento de la realidad, sus más imperceptibles detalles, la memoria del pasado histórico, político, científico, social, cultural y una sensibilidad obsesiva por los matices de las palabras. Resulta difícil que ese conjunto de habilidades, hábitos y recuerdos pueda ser imitado por una máquina.

Se dice que el futuro es impredecible y que nada podemos saber de las posibilidades tecnológicas del porvenir. La inteligencia artificial no carece de atractivos: hay algo de vagancia innata en los humanos que nos condiciona a aceptar cualquier cosa que elimine lo trabajoso. Ese principio inmoral facilita los sucedáneos y nos lleva a admirarlos, aunque hasta cierto punto: todavía no estamos muertos.

Los programas de traducción automática parten de bases de datos amplísimas que permiten ejecutar búsquedas y predecir las equivalencias más frecuentes y, por tanto,  probablemente más veraces. Eso es todo. Las bases de datos podrán ser cada vez más amplias pero nunca dejarán de ser bases de datos. Los seres de carne y hueso no carecemos de esas informaciones. La diferencia estriba es que nuestra forma de relacionar ese torrente de cosas infinitas es impredecible. Nosotros nos parecemos a nuestro lenguaje y conocemos el silencio, lo inefable y el infierno de las voces hostiles. La literatura está hecha de esos materiales. También las traducciones. La traducción automática podrá decir lo que dicen las palabras: nosotros sabemos lo que no dicen.

1 comentario:

  1. Excelentes la entrada de Marietta Gargatagli y la que la ha motivado.
    Celia Filipetto

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