lunes, 21 de marzo de 2011

Reflexiones alrededor de la traducción de William Butler Yeats

Carlos Jiménez Arribas es un escritor español nacido en 1966, en Madrid, quien, tras licenciarse en Filología Inglesa, comenzó a trabajar como profesor de Inglés en su ciudad. Inició entonces estudios de Filología Hispánica y se Doctoró con una tesis sobre teoría e historiografía literaria: El poema en prosa en los años setenta en España, publicada en forma de libro en 2005 por la UNED. La editorial Bartebly publicó su primer libro de poemas en 2002, Manual de supervivencia. DVD ediciones ha publicado el segundo, Darwin en las Galápagos (2008). Es uno de los poetas recogidos por Alejandro Krawietz y Francisco León en su antología La otra joven poesía española (Igitur, 2003). Como traductor, ha vertido al castellano dos libros de poemas de W. B. Yeats (foto), Los cisnes salvajes de Coole (2003), y La torre (2004), y una antología de Robert Browning, La licencia y el límite (2005), todos ellos para DVD ediciones. En 2006, tradujo para Bartleby Editores junto a Juanjo Almagro Iglesias Los muertos y los vivos (2006), de Sharon Olds. Su última traducción es una amplia muestra de la obra ensayística del escritor estadounidense R. W. Emerson, Obra ensayística (Artemisa, 2010).

La siguiente conferencia fue pronunciada en el C.B.A. en el año 2006.

Traducir a Yeats al castellano

Hubo un tiempo no muy lejano en que gran parte de los programas universitarios que conformaban las filologías modernas, Inglesa, Francesa, Alemana, estaban copados en sus primeros cursos por asignaturas de otros departamentos más poderosos: Lengua Española, Literatura Española, Latín, Griego. Parecía una versión académica del derecho de pernada y garantizaba puestos de trabajo y representatividad a los sectores con mayor prestigio y tradición filológica en el mundo universitario español. Por parte de estos últimos, además, la displicencia hacia aquellas carreras era palpable, hasta el punto de tildarlas con sorna de “academias de idiomas”. Se justificaba este acaparamiento en toda regla por la importancia de una sólida formación general humanística. Y puesto así parece incontestable, pero se echaba de menos más contenidos curriculares directamente relacionados con la lengua y la literatura que uno había elegido. Con el tiempo, un número mayor de licenciados en filologías modernas fue formando más profesores para impartir estas especialidades y el panorama se ha ido normalizando. Pero aún hoy muchas de las traducciones de poesía publicadas en nuestro país corren a cargo, no de licenciados en Filología Inglesa, Francesa o Alemana, sino de sus colegas de Hispánica. Es decir, al derecho de pernada habría que sumarle cierta competencia desleal. Se trata de un fenómeno hasta cierto punto corregido recientemente con el ejemplo de traductores en cuya labor es difícil descubrir un falso amigo, una expresión idiomática no registrada, o un aspecto verbal desenfocado. Créanme que no hablo desde ningún tipo de gremialismo, sólo hace falta acudir a unos y a otros textos.

Todo tiene que ver, además, con un hecho palmario: los poetas de promociones anteriores traducían para apropiarse el texto trasladado, para incorporarlo a su propia voz. Ahí está, si no, el ejemplo de Valente, uno de los poetas-traductores pioneros entre nosotros y toda una honrosa excepción si se le compara con otros poetas del medio siglo. No se solían traducir libros enteros, más bien poemas sueltos. Posteriormente, se empieza a dar un fenómeno de incremento en el número de traducciones y de poetas que traducen: se vierten libros completos por parte de quienes están convencidos de la necesidad de hacer circular ese material entre nosotros. Podía ser el caso de un estricto contemporáneo de Valente, Ángel Crespo, junto a los de promociones posteriores: Talens, Sánchez Robayna, o Colinas, por mencionar sólo a unos cuantos.

Llegados a este siglo XXI, la normalización va tomando visos de ser efectiva: como pudiera ocurrir con una novela o un libro de ensayo, a un poeta traductor ya se le encarga que ponga en el mercado un determinado texto de un poeta extranjero. De traducir como forma legítima de apropiación, vamos pasando al reconocimiento de la traducción como una disciplina técnica también en poesía.

Me he detenido en estos prolegómenos porque explican dos modos de actuación que quiero defender en estas líneas sobre mis traducciones de W. B. Yeats al castellano: uno, la profesionalización del oficio; dos, el respeto por la literalidad del texto traducido. Por un lado, en mi caso, empezar por Yeats ha obedecido, sí, a un criterio de gusto personal, es decir, ha habido sin duda apropiación; pero sobre todo, a la convicción de que era necesario situar su obra en el mercado de la poesía en España, un ámbito en el que no estaba todo lo presente que hubiera parecido. Por otro, creo que es importante que el traductor de poesía, además de ser poeta, es decir, un técnico en la materia, conozca muy bien la lengua que traduce, esto es, sea un técnico cualificado. Y esto, por sorprendente que pudiera parecer, no se da ni se ha dado en todos los casos. El inglés, por ejemplo, es hoy día una suerte de lingua franca que más o menos todo el mundo chapurrea. Con eso y un diccionario parecen estar hechas algunas traducciones. Y de nuevo, a más de un texto me remito.
Para un poeta, y no se olvide que desde esa óptica se nos ha pedido que hablemos a quienes intervenimos en este ciclo, todo texto, todo contenido de percepción o experiencia, es inmediatamente traducible. Se podría decir que todo poeta busca un correlato textual —en una u otra lengua, eso es menos relevante— a la impresión que deja en su retina y en su corteza cerebral lo que lee y vive. Debido a mi tardío descubrimiento de la poesía, a los veinticuatro años, cuando terminaba la carrera de Filología Inglesa, leer a Yeats, como a Eliot, poetas formativos, fue siempre una experiencia monolingüe porque aún no tenía un código de suficiente arboladura poética en mi idioma al que transferir su lectura. La inevitable traducción simultánea de la que hablo se produjo, sí, pero al propio idioma inglés, lo que da una idea de lo precario de mis inicios. Se trataba una inmersión lingüística sin condiciones, algo que, sin ir más lejos, marcó mi forma de acercarme a la composición del poema con recursos muy propios del idioma inglés. Hablo de la aliteración, esa repetición de sonidos que aparece hasta en los titulares de periódicos anglosajones pero que no está tan presente en nuestra lengua. O de otro recurso que creo haber aprendido en la poesía en lengua inglesa, cierta peculiaridad métrica, cierto anclaje del significante —la aliteración, por cierto, no es más que eso, y quizá ambos usos expliquen bastante de mi personalidad poética— en el que tiene mucho que ver Yeats. Podría incluso aventurarme a afirmar que, en lo que escribo, cierta especie de horror vacui métrico, cierta necesidad de amarrar el periodo con golpes acentuales, cierta predilección por palabras esdrújulas y monosílabos que fijen en tramos muy concretos el discurso, se explica atendiendo a las peculiaridades de la poesía en lengua inglesa. Más en concreto, de una poesía tan retorizada desde el punto de vista prosódico como la de Yeats. Podría hacerlo, pero no lo haré.

Sí insistiré en que cuando me propuse traducirlo, la motivación fundamental era ponerlo en el mercado de la poesía en España con libros completos, no mediante antologías, con dos de las cuales estaba escasamente representado. Tengo que agradecer, en este sentido, que Sergio Gaspar, al frente de DVD ediciones, apostara por ese formato completo y, claro, que apostara por mis traducciones. Empezamos con Los cisnes salvajes de Coole porque en mis lecturas de Yeats, que siempre habían sido de la obra completa en un solo volumen, desde Los viajes de Oisin hasta los poemas finales, sentía en este libro una intensificación poética importante. Era tan sólo pasar la página con la que concluía Responsabilidades, el libro anterior, ya en el umbral de la madurez, y ser llevado a otro sitio por otras alas con los primeros versos de “Los cisnes salvajes de Coole”, el poema que encabeza y da título al libro. La sensación era como la de no hacer pie, pese a tratarse de versos tremendamente sólidos: como una fusión extrema de levedad y gravidez. El sentido se engendra, pues ese significado tiene también lo grávido, en unos patrones métricos que Yeats había destilado a estas alturas de su carrera poética hasta la obsesión del vértigo; sin merma, y ahí está el duende, de la precisión expresiva. Traducir eso, algo que, como afirmó un crítico en su reseña a Los cisnes, no es ni tan fácil, ni tan difícil, sí pasaba, a mi modo de ver, por tener claras dos cosas: una, había que dotar al resultado en castellano de una espina dorsal rítmica muy perfilada, un blindaje métrico que acentuase la personalidad de cada verso; y dos, era preciso hacer justamente eso, respetar cada unidad versal como patrón de medida en la composición del poema. Yeats se refirió más de una vez en público a cuánto le había costado poner los poemas que iba a recitar en verso, añadiendo acto seguido que no tenía ninguna intención de leerlos igual que si fueran prosa; algo, por cierto, que sí hacen aún muchos poetas. Para traducir a un orfebre de la palabra que solía redactar previamente a sus poemas más ambiciosos un boceto en prosa en el que recogía las ideas, las imágenes y los temas fundamentales, alguien que luego iba aquilatando ese caudal mostrenco en el espacio exento de cada doloroso verso, para traducir a un poeta como Yeats, respetar sus tractos versales parecía obligado.

Como es bien sabido, traducir lenguas germánicas a lenguas romances, el inglés, por ejemplo, o el alemán, al castellano, o al francés, provoca una mayor longitud de los periodos, ya sea por la presencia de muchos monosílabos en aquellas, o por la menor capacidad sintética de estas. Es decir, verter un pentámetro yámbico inglés al castellano suele exceder la medida estricta del endecasílabo, su correlato métrico histórico aproximado. Habría que hacer un estudio serio de las causas por las que estas unidades métricas y sus derivados, en muchos casos ya presentes en época tan temprana como el Renacimiento, si no antes, aún tienen tanto uso y relevancia en las lenguas occidentales. No influye poco su condición de versos emblemáticos, reconociblemente poéticos. Y creo que tiene bastante que ver con el fenómeno versal en sí, otro garante de identidad poética de forma casi inmediata. No me quiero extender demasiado en ello, pero sí me gustaría decir que haber asumido la necesidad para mi propia expresión poética de renunciar al verso, no al metro, y de escribir en prosa, todo lo ritmada que se quiera pero prosa, me ayudó a traducir a Yeats. Me pareció que podía, respetando una unidad métrica reconocible, alargar los finales de los versos resultantes en castellano, tal y como había hecho y sigo haciendo en algunos tramos de mis poemas en prosa. A su vez, esta labor de traducción me ayudó a ampliar mi tipología prosódica. Lógicamente, estoy ofreciendo el flanco a la crítica antimetricista, esa que le niega toda vigencia a la prosa musicada. Me alineo, según esto, con muchos otros poetas que han buscado y buscan un socorro a esa asfixia del número onceno precisamente en su fragmentación y nuevo uso de las piezas. El primer poema de Los cisnes está traducido siguiendo este patrón:

Los árboles están en su esplendor de otoño,
las sendas en el bosque ya están secas,
bajo el crepúsculo de octubre el agua
refleja un cielo inmóvil;
sobre la plenitud del agua, entre las piedras,
cincuenta y nueve cisnes.


La unidad métrica guía el ojo y el oído en una decantación que sigue los patrones, en este caso, del endecasílabo castellano, expandido con dos palabras más, que son tres sílabas, en el primer verso y en el quinto, embutidos en su medida canónica el segundo y el tercero; quebrado el resto en heptasílabos que, como en el original, remedan de lejos la estructura articulada de la silva. Esta forma de mediación textual es llevada hasta longitud extrema, pudiera pensarse, en el penúltimo verso de este mismo poema:

deleitarán los ojos de los hombres cuando yo despierte un día.

Aquí, no hubiera costado nada partir la unidad versal y ofrecer un endecasílabo canónico, deleitarán los ojos de los hombres, más un heptasílabo, cuando (yo) despierte un día. Ahora bien, habría un verso de más, lo cual, en el patrón poético de Yeats, me parece inaceptable; pero sobre todo, no se habría respetado su voluntad cuando buscaba interrumpir el sentido precisamente ahí y no antes. Igual sucede con el segundo verso de “Los sueños rotos”, de considerable mayor extensión que los que le rodean, enarbolado en torno a un eneasílabo que le permite a la línea poética ampliar su sintaxis hasta doblar esta medida y ritmo, mimetizando así la falta literal del aliento de la que habla el poema al contrastarlo con la abrupta brevedad del verso siguiente:

Hay canas en tu pelo.
Los jóvenes ya no se quedan de repente sin respiración cuando tú pasas.


La mayor longitud sobre la página en ambos casos, un fenómeno visual, aunque no de menor rango, se atenúa en la lectura de todo el poema, que es lo que debemos traducir; y se ajusta al patrón de matriz métrica instaurado desde el principio, independientemente de que ese núcleo se estire un tramo más por la derecha. Creo que es innegable la plasticidad que ofrece este recurso, muy parecido a las extensiones capilares, tan de moda hoy día y que, insisto, se puede llevar a la prosa con resultados notables: ahí están los ejemplos de Juan Ramón, el propio Valente, o Talens. El patrón que propongo permite atender al ritmo y al sentido, no sólo al cómputo prefijado de los versos, y, sobre todo, dar entrada en la labor de traducción a la inventiva, la imaginación. Es decir, el respeto a la literalidad no está reñido ni mucho menos con la capacidad creadora: traducir el verso no tiene por qué ser una limitación. Más bien todo lo contrario. De tal manera que la pregunta que alguien podría hacerse, ¿cómo es posible que traduzca el verso un poeta que sólo escribe en prosa?, se puede así reformular: ¿cómo puede escribir de otra forma que en prosa un poeta que traduce el verso?

Hay un debate ya clásico entre dos enfoques principales a la hora de traducir un texto literario: parece que el traductor haya de elegir, a grandes rasgos, entre adaptación y literalidad, entre apropiación y extrañamiento. Estoy muy lejos de ser un teórico de la materia, por tanto tengo que hablar desde la práctica, y en esta, he concebido siempre la traducción, también y sobre todo la poética, como un acto de respeto por el texto original, es decir, me alejo de esa estrategia de adaptación para buscar una apuesta literal que, en ocasiones, puede extrañar el texto resultante, hacerlo hasta cierto punto foráneo al idioma al que lo vierte. Frente a la fluidez, la posible principal ventaja del primero de estos dos enfoques, yo creo que merece la pena pagar el peaje de una mínima  rigidez si ello lleva el resultado al territorio otro de la poesía. O más bien, me parece que la literalidad puede conducir, casi sin proponérselo, pero de forma harto responsable, a ese extrañamiento o habilitación en la lengua de destino de un nicho suficiente para la lengua de origen. El resultado puede ser un avance en nuevos recursos y posibilidades para la lengua de llegada. Pero eso es sólo miel sobre hojuelas, un valor añadido; porque, desde ese enfoque de profesionalización y literalidad al que me refería al principio, lo fundamental es que se ha respetado al máximo el tenor del original sin traicionar su poesía. Pero es que su poesía es precisamente parte fundamental de ese tenor. A esto quiero dedicar unas pocas líneas.

Porque la defensa de la literalidad pareciera que no es tal en algunos tramos de mi traducción de La torre. El comentario del mismo crítico mencionado antes aludía a que en este último libro “dejaba mucho fuera”. Y no pude más que estar acuerdo con él, sobre todo en el adverbio, si por fuera se entiende que el texto se ha hecho foráneo, se ha llevado al afuera del sentido que es la poesía. La motivación aquí fue la siguiente: ante algunos poemas como los que incluye La torre, “Navegando hacia Bizancio”, “Leda y el cisne”, “Entre escolares”, de una condición ya emblemática en la tradición en lengua inglesa, decidí dar un paso más en la cristalización del vertido, si se me permite decirlo de modo un tanto cursi. Se trata de poemas con un blindaje formal muy acusado —y hablo también del ritmo, claro está—; textos que no permiten la disección fácil y se acercan a una suerte de queratinización, una formalización extrema que exigía en la traducción un texto ligeramente impenetrable. El hermetismo en poesía nunca es gratuito. Más bien es una capa que recubre el significado, como la queratina el cuerpo, segregada de su propia sustancia significante y muy deudora por ello del aspecto fónico del idioma. Quizá porque la poesía depende más que el resto de los géneros literarios de su forma, es necesario este revestimiento que la formalice. Quizá sea al revés. De lo que se trataba, en definitiva, era de crear un nuevo objeto con sus aristas y perfiles, exento, en suficiencia, aerodinámico en su voluntad de inalcanzable belleza.

Por todo ello, me parecía que la literalidad tenía que pasar por asumir también un verso canónico, casi como una forma fija, no en vano estos poemas constituyen en el original dos muestras de octava real, formato caro al último Yeats, y un inusitado soneto. Decidí, por ello, anclar todo el patrón en el endecasílabo, y no en el alejandrino. Este último permitía mayor amplitud sintáctica, es decir, habría dejado fuera menos. Elegí, no obstante, una unidad de medida más concentrada, un patrón métrico que acumulara en torno a su latir centrífugo el sentido y de este modo contribuyera a blindarlo formalmente. Se trataba de conseguir una compacidad y cerrazón en torno a perfiles prosódicos que trasladaran al castellano la zona de sombra, la zona foránea que de suyo presentan en inglés estos poemas. Que el significante, en otras palabras, también en castellano tirase hacia abajo del significado y lo sumergiera en el caudal  sin fondo del idioma. Que se lograra ese efecto que yo había sentido leyendo algunos tramos del original: el no hacer pie. Esa fue la intención. Y mentiría si dijese que en estos tres poemas no me he adentrado en un territorio igual de desconocido que el que piso cuando escribo. Algo así como llevar el texto en inglés a la torre de Babel, como quería Walter Benjamin, para intentar buscar allí a tientas su más arcano original y traerlo convertido en ese mismo poema en otra lengua. Me consideraría satisfecho si me hubiera acercado, siquiera un poco, a ese ideal. Como muestra, puedo citar el primer cuarteto de “Leda y el cisne”, en el que la eliminación de algunos epítetos y adverbios, sumado a la instauración desde el principio de un aspecto verbal más dinámico que el descriptivo del original, pretende dar cuenta en endecasílabos blancos de esa nueva condición de objeto a la que el poema aspira en castellano:

Un golpe súbito: bate las alas
sobre la chica hasta sentir sus muslos
bajo las patas, y le muerde el cuello
hasta que el seno inerme es ya su seno.


Como es sabido, el verso funciona dentro de una misma composición como paradigma, instaura un modelo que, en el sistema de esperas que es la lectura, va ordenando mirada, oído y sentido en torno a un patrón rítmico que se repite con variantes. Gran parte del mecanismo que opera en el llamado verso libre, o en la combinación de metros no estrictamente uniformes, pasa por romper esa expectativa e instaurar otra de alternancias. Pues bien, ante una composición de versos regulares en la lengua original, especialmente si es una forma fija, cabe la posibilidad de trasladar también, aparte de la medida aproximada o a grandes rasgos equivalente, ese sistema de esperas; dotar al desarrollo del poema de un ritmo interno que, con las consabidas variantes acentuales, imprima en la primera lectura, o en la última, pues de ambos modos se podría definir la traducción, la imagen fónica del poema. Traducir será entonces aglutinar la suficiencia del sentido en torno a una arboladura métrica hasta cierto punto predeterminada, y el poema irá decantándose en la lengua de destino con un movimiento espiral, giratorio, en el que la energía dimanada en los primeros compases anticipa la estructura mental sonora del conjunto en el lector. El efecto, un movimiento proyectivo que se adentra directamente en el ámbito del canto, refleja de manera fiel el ritmo percutor con el que Yeats ha dotado a estos poemas en el original. Y es esa entrega al flujo fónico, muy fijado en golpes rítmicos, lo que permite, o más bien, obliga a dejar fuera matices para atender al núcleo necesario del sentido, una imbricación del significado en torno al giro del significante, una huida hacia adentro, un orden máximo. A esta aerodinamia apelo, por ejemplo, en algún tramo de mi traducción de “Navegando hacia Bizancio”:

Oh, sabios en el fuego de Dios santo
 como un mosaico de oro en la pared,
 venid del fuego santo, enarbolaos,
 y dominad con su canción mi alma.


Aquí, la fusión de la frase perne in a gyre en el vocativo enarbolaos, o la opción por una de las vetas del significado de singing-masters of my soul, dominad con su canción mi alma, sintetiza en torno a sus puntos nodales el verso resultante y, lejos de dejar significado fuera, convocan sentido dentro. Un ejemplo extremo de lo que intento decir se produce en la sexta estrofa de “Entre escolares”, en la que el decantado del poema ya pasado el ecuador del mismo, bien erigido el edificio de su sonoridad tras cinco estrofas, permite o, de nuevo, pide, una fusión máxima en la que los elementos del espantapájaros, old clothes upon old sticks to scare a bird, dan paso, gracias también a la aliteración, a un referente real sublimado, reducido a su constitución más simple, palos en cruz para espantar a un pájaro.

La imagen de objetos giratorios en la poesía de Yeats como el peón, la peonza, incluso la escalera de caracol, es una forma de expresar el vértigo constitutivo del que hablo. Por mi parte, propongo cualificar este mismo movimiento en rotación con algún otro objeto que consiga su volumen precisamente gracias a la energía del bucle. Así, me gusta pensar, se formó el Universo. Y así gira el verso, igual que un asteroide, hasta que su propio eje gravitatorio le da la forma necesaria. Así, eliminada toda ganga en la sucesiva vertiginosidad, se forma un planeta. Y así se forma, también, un poema.

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