lunes, 30 de mayo de 2011

Cuatro traductores responden a una encuesta

Y ya que últimamente este blog se ocupó de desempolvar viejos archivos, aquí va un artículo sobre la traducción teatral, originariamente aparecido con firma de María Victoria Eandi, en el número 8 de la revista Palos & Piedras, de 2005, en el que, con la excusa de una encuesta pueden leerse sendas entrevistas con Rolando Costa Picazo, Pablo Ingberg, Rafael Spregelburd y Dorothée Suarez.

Traducir teatro:
una aventura con obstáculos y satisfacciones

Uno de los “oficios teatrales” que demandan más precisión, paciencia y dedicación es el del traductor de obras dramáticas. Sin embargo, curiosamente, no suele ser tan estudiado en Argentina, ni tampoco es muy tenido en cuenta a la hora de premiar “rubros” en las artes escénicas. Por esta razón, decidimos, en esta oportunidad, detenernos en el campo de la traducción teatral, en función de comenzar a prestarle la atención que se merece, ampliar la información y enriquecer el pensamiento sobre esta tarea.

El traductor teatral se encuentra, como todo traductor, frente a un sinfín de “resistencias”, –como las llama Paul Ricoeur–, que pueden resumirse en dos modalidades: la del texto a traducir y la de la lengua receptora de la traducción. Una de las actitudes posibles planteadas por este autor para poder sobrellevar las dificultades es “renunciar al ideal de la traducción perfecta”. Una vez atravesada esta instancia, una vez hecho este “duelo”, el traductor puede embarcarse en la fascinante aventura que implica trasladar un texto de una lengua a otra, con todas las consecuencias a nivel ideológico, socio-cultural e histórico que acarrea este traspaso.

A estas reflexiones se suman las que están ligadas al ámbito teatral en especial, ya que no es lo mismo si un texto es traducido para ser representado, o si lo es para ser sólo leído y estudiado. En el primer caso, la recepción se torna doblemente compleja, porque hay que tener en cuenta el “aquí y ahora” del actor, del director y del espectador, siendo el teatro un arte efímero y fugaz, muy anclado en el presente y en una acotada territorialidad.

Hemos encuestado a tres destacados traductores dentro del ámbito teatral de Buenos Aires1, Rolando Costa Picazo2, Pablo Ingberg3 y Rafael Spregelburd4 con dos preguntas clave sobre su tarea. Sus respuestas abren diversas e interesantes perspectivas de investigación y demuestran, como bien señala Patricia Willson, que la reflexión sobre la traducción “es inescindible de la experiencia de traducir.”5

Rolando Costa Picazo

¿Qué significa para Ud. o cómo definiría la traducción teatral?
–Comparte las características de toda traducción, es decir, es una transacción entre dos idiomas, dos tiempos, dos lugares, el autor y el traductor, el traductor y el público o destinatario de la traducción. Como toda traducción, debe prestar atención a aspectos de léxico, gramática, sintaxis, uso idiomático, etc. Luego debe tomar en consideración aspectos específicos del texto teatral. Si se trata de un texto clásico, o de especial valor literario, y será leído o estudiado más que representado, deberá anotárselo y aclarar problemas lingüísticos, culturales, etc. Si se trata de un texto teatral destinado a la representación, deberá ahondarse en aspectos de comunicación, y podrá adaptarse el lenguaje a la fácil comprensión del público. Entran aquí problemas que establece el director, el productor, etc., y que pueden tener que ver con el público al que está destinada la obra, aspectos de taquilla, etc. Si es un texto actual de no gran valor literario, destinado a entretener, bajan las pretensiones, y pasan a primer término cuestiones de adaptación, comunicación, aculturación, etc.  En general, la traducción de obras teatrales que se traducen en Buenos Aires directamente de Broadway u otros centros de moda, es mala, con un idioma plagado de errores, y lo que pasa a primer lugar es la expectativa de taquilla. No vale ni siquiera la pena ocuparse de ellas.

¿Cuáles son los obstáculos o dificultades en la tarea del traducir obras teatrales?
–Creo que se desprenden de lo anterior. Como en toda traducción, habrá pérdida de significado en léxico, transposición cultural, de época, etc. No obstante, todo se resuelve. De por sí, la traducción implica resolución de problemas, y prácticamente todo es posible. La experiencia y la práctica sirven de gran ayuda. El traductor debe ser idóneo en los dos idiomas y en las dos culturas, poseer habilidad literaria y sólidos conocimientos, sensibilidad lingüística, excelente técnica de escritura, etc. No hay nada más peligroso que un improvisado o alguien que cree saber que sabe. Lamentablemente, éste es el caso de los que traducen para el teatro, que está en manos de una mafia que compra las obras de moda, no quiere pagar a un buen traductor, y quiere quedarse con los derechos de autor de la traducción y del porcentaje de la representación. No se toma en cuenta el hecho de que la traducción teatral es una traducción literaria, y que la traducción literaria es, ante todo, una operación literaria, además de ser una traducción. No hay mayores obstáculos para el traductor que reúne estas condiciones, que lee el texto con detenimiento, fijándose en el significado, en el tema, y en el lenguaje, en sus imágenes, en el tono y perspectiva del autor, en el repertorio léxico y, en general, las características y la idiosincrasia del texto, en el nivel comunicativo, en el diálogo y su naturalidad, etc.. Si es un texto actual, no debe sonar como una traducción. Si es un texto clásico, no tiene por qué no hacerlo, pero al representárselo seguramente habrá problemas de comprensión, dado el bajo nivel cultural imperante en todas partes.

Nota: Estas son ideas a vuelo de pluma, o de computadora, pero responden a convicciones.

Pablo Ingberg

¿Qué significa para Ud. o cómo definiría la traducción teatral?
–Sin duda la especificidad de la traducción teatral reside en que trabaja sobre textos concebidos, por regla, para ser dichos por actores sobre un escenario. Esa especificidad puede a su vez desdoblarse en traducciones para representación y para edición: ambas deben idealmente coincidir, pero hay particularidades de una y otra que merecen ser tenidas en cuenta. Soy de la idea de que el texto para representación debería acercarse lo más posible al texto para edición (y no a la inversa): si un texto de Lope de Vega no se modifica (léase simplifica, achata) para la puesta, no veo por qué haya que “modificar” uno de su contemporáneos, Shakespeare, bajo el disfraz de la traducción; mucho menos habría que hacerlo en un texto para edición, que puede ser leído con pausa y releído con apoyo de notas y diccionario. Lo mismo que necesita hoy un anglófono nativo para seguir una obra de Shakespeare palabra por palabra.

¿Cuáles son los obstáculos o dificultades en la tarea de traducir obras teatrales?
–Mi experiencia ha sido con Sófocles y Shakespeare para edición, y la versión inicial de un musical para representación. Del contraste antiguo/actual surge otro gran dilema: ¿qué espectador o lector de obras originales de otros tiempos deberíamos tomar como parámetro al traducir?, ¿los contemporáneos de la composición, a quienes la lengua allí hablada les sonaba actual, o los de la traducción, a quienes les suena algo antigua? Yo tiendo a lo segundo: que a nuestro lector o espectador la traducción le suene con cierto aire antiguo, como Shakespeare hoy a los anglófonos. Ésa es una primera gran dificultad: lograr fluidez oral respetando la antigüedad del texto. Y además, respetando sus calidades y cualidades literarias: no achatarlo, privilegiando el “cuentito” antes que el arte verbal, por pereza o por subestimar las capacidades del receptor; esto es, no transformar una comida sibarítica en otra desgrasada y sin condimentos. Shakespeare es endiablado y fascinante: está lleno de figuras retóricas, juegos de palabras, rasgos de habla peculiares de cada personaje tales como gravedad, grosería, altisonancia, rusticismo, errores, equívocos, dobles sentidos (en general obscenos), arcaísmos, neologismos, mala pronunciación de extranjeros. También emplea el cambio entre la prosa y el ritmo uniforme del verso, y a veces la rima, con evidente funcionalidad dramática productora de sentido. Dar cuenta de todo eso en la traducción puede ser visto como un insalvable Everest de obstáculos, pero también como un apasionante desafío. Con los grandes sabemos de antemano que vamos a perder, que la traducción no va a empatarle al original; pero hay que dejar el alma en la cancha para que la derrota no sea por goleada, sino lo más digna posible.
 

Rafael Spregelburd

¿Qué significa para Ud. o cómo definiría la traducción teatral?
–El mío es un caso particular. Como dramaturgo me es difícil no pensar en toda forma de escritura teatral como una suerte de traducción. El texto teatral es apenas un carozo que parece carecer de vida real, pero que la contiene misteriosamente, y que es posible ver crecer en la escena. Es decir que detrás del texto teatral ya ha habido un escritor que tuvo que “traducir” un mundo entero a unas formas más o menos codificadas: oraciones, réplicas, palabras. Pero estas palabras no son la obra en sí. No contienen los tiempos, los ritos, las intenciones, el “habla” que hace que el texto cobre vida y despegue de una abstracción literaria. Escribir teatro, para mí, ya implica traducir: del mundo de lo imaginario, de la vida escénica fantaseada, al mundo escueto del papel, casi de la partitura. Por ello es aún más complicado traducir teatro. No sólo hay que tener en cuenta las particularidades de cada lenguaje (el de origen y el de destino) sino también el universo de connotaciones ideológicas, vitales, en tres dimensiones no inscribibles, no instruibles, que el dramaturgo de alguna manera ha tenido que visualizar antes de escribir. Traducir teatro implica volver a ver ese mundo en tres dimensiones, y no sólo la seca partitura de palabras.
Una diferencia rítmica es a veces más importante que el contenido denotado en una frase. Un sutil cambio de tono, o de registro, o un quiebre en la “voz escrita” del personaje, nos pueden echar todo el trabajo abajo, sobre todo cuando suena a “texto traducido”. La aparición demasiado evidente de una mano que tradujo hace retroceder la vida escénica. La traducción con un máximo de fidelidad es una utopía.
Y creo que también lo es la traducción con un máximo de eficacia. Porque si queremos simplemente “leer” una obra, entonces el trabajo de traducción se parecerá mucho al de cualquier otra traducción. Pero si en vez de leerla como quien lee un cuento o un poema queremos darle vida sobre el escenario y que ésta sea verosímil, hay que traducir también tácitamente al público que la estará viendo. Y eso es -si se me permite- casi imposible.  Traducir teatro es siempre –por suerte o por desgracia- reescribir teatro.

¿Cuáles son los obstáculos o dificultades en la tarea de traducir obras teatrales?
–El problema mayor es conseguir ser fiel al autor cuando al mismo tiempo se intenta hacer funcionar un texto en un contexto teatral que se maneja con otras reglas comunes de sentido.  Por ejemplo, los rioplatenses sabemos que aquí se usa el “vos” y no el “tú” en la segunda persona singular. El “tú” queda fuera de toda discusión si la obra se pretende realista, aunque su acción transcurra en Saint Louis o en Moscú. Ahora bien: ¿cómo hacer para filtrar los sonoros imperativos del voseo, por ejemplo, en una obra que se desarrolla en Londres? Los traductores adquirimos mañas invisibles: a veces se da un largo rodeo para evitar una palabra o una conjugación que suenan excesivamente porteñas, como si se tratara de un inesperado y desagradable golpe de Almagro en medio de Chelsea. Muchas veces hay que buscar la forma de borrar las marcas de un lenguaje que nos es tan propio y que debe hacerse invisible para poder permitir el normal desarrollo de la pieza.  Pero otras cosas son aun más graves: por ejemplo, me ha ocurrido muchas veces que alguna obra mía al ser traducida al inglés requiera información adicional que desconozco: clase, procedencia, acento del personaje. Porque el inglés, al menos el británico, está forzado a identificar a todos los personajes con marcas lingüísticas que nosotros no tenemos: estatus social, lugar de nacimiento, profesión, barrio del personaje. Esto es una locura, porque realmente produce un efecto de apropiación del teatro simplemente imperialista: toda obra traducida al inglés empieza a ser “realista” (como el 99% de su teatro) aunque provenga de otro continente y presente atributos absurdos, abstractos, o sencillamente poéticos.
¿Y qué ocurre cuando la pieza original está escrita en una suerte de idiolecto, en el lenguaje privado, inventado por su autor? Pues normalmente hay que inventarse un nuevo idiolecto en castellano, pero al mismo tiempo la estafa es palpable: ya que todo el mundo sabe que la obra originalmente no da señales sobre cómo traducir lo que se ha inventado el pobre traductor. En fin: reescribir no es el problema mayor. Todos lo hacemos de un modo u otro. El problema es reescribir aparentando fidelidad a los propósitos y pragmática del texto original.
Por otra parte, la procedencia de la obra también señala un camino siempre diferente para el traductor. Hay países cuyo teatro es altamente portador de mensajes (Alemania, por ejemplo). Entonces la traducción se rige más por los principios de la comunicabilidad que por los de la creación artística. Y otros países donde en cambio el mensaje es el propio código (la Argentina, por ejemplo). Allí, cuando una obra argentina es traducida al alemán, casi siempre es automáticamente cargada de mensaje, reideologizada, si se me permite la expresión.  Una obra como La estupidez, por ejemplo, que está escrita en la Argentina, pero que transcurre en Las Vegas, y cuyos personajes estadounidenses hablan en el castellano neutro, quimérico, de los malos doblajes portorriqueño-mexicanos, ¿cómo se traduce al alemán? Y mucho peor: ¿cómo se traduce al propio inglés, supuestamente la lengua en la que está hablada la obra?
La traducción británica de mi obra fue hecha por un dramaturgo “bilingüe” (un británico que vive en New York y que por lo tanto trató de capturar un modo de habla norteamericano). Toda presunta neutralidad producto de la magia del doblaje desapareció. La obra se tornó seria. Realista. Y además, siendo traducida en el Reino Unido, prácticamente un poco racista: es un modo de observación grosero y burlón del inglés en el que hablan los americanos. Y de allí en más, una obra sobre americanos llamada La estupidez y en tiempos de plena guerra de Irak comienza a decir cosas más allá de sus verdaderas intenciones. Aparecen marcas ideológicas que la pieza no contenía en su versión original. Y es inevitable.
Siempre me pregunto por qué se puede traducir sin problemas el cine, y jamás el teatro. Vemos una película, en sus escuetos subtítulos, y sin embargo la ilusión lingüística es perfecta. La película contiene sus propias connotaciones, y no las pierde en la traducción: en todo caso, se pueden hacer extrañas o imperceptibles. Pero difícilmente se tornen otras, como sí ocurre siempre en el teatro.
Una vez más: el problema del teatro no es sólo la traducción del texto, sino realmente la comprensión profunda, innombrable, inexplicable, del “pueblo” (la comunidad de sentido) que la va a ver.

Dorothée Suárez

En el marco de las Jornadas sobre la Traducción Literaria y Filosófica en el Centro Cultural Ricardo Rojas, entrevistamos a Dorothée Suárez, francesa, nacida en Marruecos, de padres españoles, co-directora de la Maison Antoine Vitez Centre International de la Traduction Théâtrale de Montpellier (Francia), traductora de teatro español y argentino.

¿Cómo es el trabajo que desarrolla la Maison Antoine Vitez?
–La Maison Antoine Vitez fue creada a partir de un encuentro en la ciudad de Arles en 1989, dedicado a la traducción de teatro. El Ministerio de Cultura nos dio un subsidio para poner en funcionamiento este centro. Está ubicado en Montpellier, cerca de Arles y Avignon, y tiene como objetivo estimular el arte de la traducción teatral con el fin de abrir los escenarios franceses a la dramaturgia extranjera, e impulsar la traducción de obras contemporáneas, y recuperar y retraducir obras clásicas. Nuestros Comités Literarios conceden mucha importancia a la dimensión escénica de la traducción, ya que el texto teatral adquiere su sentido en la representación. Trabajamos mucho con todos los teatros nacionales (particularmente de París), así como también en encuentros extranjeros. Reunimos a traductores universitarios especialistas del teatro o traductores de novelas, pero todos siempre muy amantes del teatro. Ellos nos traen las obras extranjeras de Alemania, de Italia, de Inglaterra, de América Latina... Por ejemplo, Françoise Thanas trae obras de Argentina, entre otros países. Tenemos un programa de ayudas, y además participamos de distintos eventos, como el Festival d'Avignon.

¿Cómo es su trabajo en particular en la Maison?
–Yo soy una "traductora de vacaciones". En el mes de agosto, cuando no trabajo, puedo dedicarme a traducir. Mi faena cotidiana es muy densa porque tengo a cargo el presupuesto de la Maison, los contactos, los proyectos...  Antes de empezar a trabajar en este centro, daba cursos de español para adultos y cursos de francés como lengua extranjera. Como iba a menudo al teatro, me enteré de que se creaba la Maison, me acerqué y empecé a trabajar desde su fundación, en 1990. Desde 1998 trabajo como co-directora con Laurent Muhleisen.

¿Cuáles son las dificultades de traducir del español al francés?
–El mayor obstáculo es, paradójicamente, que son lenguas muy cercanas. Además como yo no practico tanto, cuando traduzco, siempre tengo que averiguar y consultar para estar segura. En general, suelo estar en contacto con los autores y trato de respetarlos al máximo. En el caso de Rafael Spregelburd, traduje Remanente de invierno, La modestia y La extravagancia y no fue fácil, sobre todo cuando aparecían palabras típicamente locales. Por otra parte, yo siempre trataba de explicar y comentar, y Spregelburd me disuadía de hacerlo.

¿Cómo surge la decisión de traducir a dramaturgos como Spregelburd o Javier Daulte?
–Tuvo que ver con el trabajo que hace Françoise Thanas. Ella se empeñó en publicar un libro con diez obras de dramaturgos latinoamericanos, que salió en 1999. Me ofreció trabajar con ella, y yo traduje sola obras de esos dos autores, y junto a ella, El Cardenal de Eduardo Pavlovsky. Estando acá me doy cuenta de que hay muchos nuevos y jóvenes dramaturgos. Por lo tanto, podríamos plantear otro proyecto con sus obras.

Notas
1 Este artículo fue realizado en 2005 para ser publicado en la revista Palos y piedras. Los textos correspondientes a las respuestas de los traductores corresponden a ese año y no han sido intervenidos posteriormente ni actualizados. La entrevista realizada a Dorothée Suárez también corresponde al mismo año.
 
2 Rolando Costa Picazo es escritor, traductor y profesor especialista en literatura inglesa y estadounidense, y en práctica y teoría de la traducción literaria. Ha traducido, entre otras obras, Hamlet, El rey Lear y Otelo, de William Shakespeare.
 
3 Pablo Ingberg es escritor, periodista y traductor. Ha traducido, entre otras, Edipo Rey y Antígona de Sófocles, y Enrique IV (Primera y segunda parte) de William Shakespeare.
 
4 Rafael Spregelburd es dramaturgo, director y traductor del inglés. Ha traducido obras de Harold Pinter, Steven Berkoff, Wallace Shawn, Sarah Kane, Gregory Burke y David Harrower, entre otras. A su vez, sus piezas se han traducido al alemán, inglés, francés, italiano, portugués, sueco, checo y neerlandés.
 
5 Las citas fueron extraídas del Prólogo de Patricia Willson y del artículo de Paul Ricoeur "Desafío y felicidad de la traducción" en Ricoeur, Paul, Sobre la traducción, Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 2005.

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