lunes, 16 de septiembre de 2013

Nuevo libro que reflexiona sobre el oficio


Con un título que es un derroche de imaginación, Gema Sánchez de la Nieta publicó el siguiente artículo, a propósito de un libro que reúne testimonios de traductores españoles, en Suma Cultural, el 23 de abril del corriente año.



¿Traductor, traidor? Hablan catorce traductores

Ocultos tras los grandes nombres de los autores y condenados a las páginas interiores de los libros, habitualmente preteridos y muchas veces criticados por traicionar la versión original de las obras literarias, catorce traductores reivindican en Hijos de Babel –recién editado por la excelente editora Fórcola– el reconocimiento de su oficio. El relato del Génesis dedicado a la construcción de la Torre de Babel, que inspira el título al libro, considera la importancia de la “lengua original única” y, por consiguiente, la catástrofe que supone la fragmentación lingüística.

Los catorce testimonios demuestran por qué la traducción es pura artesanía, juego de luces y sombras y no mera equivalencia extraída del translator de Google. El libro insta a perder el miedo al texto original sin perderle nunca el respeto y reflexiona sobre las dificultades y escasas gratificaciones de traducir a los autores. “Traducir bien es como conducir bien: no basta con pisar los pedales y girar el volante según aconsejen la trayectoria de la ruta y las señales de circulación. Lo que garantiza el tráfico fluido y seguro es la capacidad del conductor de ver periféricamente, de anticipar lo que va a ocurrir. La traducción es un campo minado: la equivocación, el descuido, lo imprevisto, nos aguardan en todos los rincones”, explica Eduardo Moga, poeta y traductor, entre otros, de Frank O’Hara, Carl Sandburg, Raimon Llull o Charles Bukowski.

“Lo traduje, luego lo reescribí”
Sobre los detalles del oficio, Eduardo Iriarte revela que consiste en una “operación literaria” que transforma al traductor en escritor y convierte la traducción en reescritura que busca impedir la depreciación de la palabra. “Al reconocer plenamente la obra literaria, el traductor la reinventa, la repite con variaciones, arroja nueva luz sobre ella y por ende la reescribe, ofreciendo una versión nueva y sin duda distinta”, dice. Como ejemplo, señala que "hay ocasiones, tal vez no tan frecuentes como sería de desear, en que autor y traductor llegan a ser uno y lo mismo. Stephen Spender, poeta que vertió al inglés obras de autores como Rilke, Altolaguirre y Lorca, lo sintetiza a la perfección en unos versos dedicados a su traductor al japonés", y cita unos versos del autor de Mundo dentro del mundo: "Mi escritura inglesa asciende por tus ojos / luego reaparece por las yemas de tus dedos / [...] A medio camino entre ambos, nuestras lenguas / nos transforman a ti en mí y a mí en ti."

Amelia Pérez de Villar –en más de 20 años de profesión, ha traducido, entre otros, a Dickens, Wharton o Bloom–  destaca, entre las virtudes del traductor, la paciencia y la importancia de saber tomar decisiones rápidas y acertadas. Describe la imagen romántica y nada cierta que se tiene de este oficio: “Normalmente, cuando nos preguntan a qué nos dedicamos y respondemos que somos traductores, nuestro interlocutor nos imagina aislados, siempre en un lugar idílico, por dentro o por fuera: rodeados de libros que de manera inequívoca están ordenados y alineados en una biblioteca de ensueño, en un despacho amplio y luminoso de un enorme piso o de un inmenso chalet que suele tener el mar al fondo, una montaña o unos bosques que invitan a la introspección y al sosiego. Una imagen romántica, en definitiva, que coincide casi al ciento por ciento con la que el gran público tiene de los escritores y casi al cero por ciento con la realidad”, dice. “La traducción pone en juego la creatividad del traductor para tomar decisiones que salven la mayor cantidad de sentidos e intenciones del original” aporta el traductor, poeta y librero Martín López Vega.

La también escritora, además de traductora, Mercedes Cebrián considera que en su profesión hay que negociar siempre con el original y el resultado del texto no deja de ser un proceso precedido de trucos, pactos y licencias. “Trabajamos con palabras, que convertimos inmediatamente en teselas de mosaico cuando las agarramos con nuestras pinzas intangibles”, explica Cebrián. “Nos encontramos con situaciones en las que la pérdida de connotaciones que poseía tal o cual fragmento de la obra original es decepcionantemente grande en la versión traducida”, añade. Berta Vias reivindica la labor del traductor, ignorada tantas veces, pero que, al igual que en el arte culinario, revela su grandeza en los pequeños detalles y en el amor al trabajo. “Unos autores contienen más proteínas, otros más féculas, algunos son tan azucarados que a  muchos lectores les cuesta digerirlos. Otros son demasiado salados. Unos traductores cuecen, otros enriquecen…”.

Rafael Carpintero, traductor del premio Nobel de literatura Orhan Pamuk, advierte de los “peligros tan recurrentes como los anacronismo, los estereotipos o los prejuicios culturales en el caso de culturas distintas  o muy diferentes”.  Para ello, resalta la necesidad de ejercitar la honestidad en esta compleja tarea. “Honestidad, en primer lugar, por parte del propio traductor consigo mismo. Para ello es conveniente que adopte una actitud crítica con respecto a la visión que tiene su propia cultura de la otra”, explica. “Dicha visión siempre tendrá sus lagunas culturales, por supuesto, y en ocasiones el traductor, que es un buen conocedor de la otra cultura, tiende a ignorarlas causando una extrañeza en el lector de la traducción que el original no pretendía. Así pues, son dos las misiones que deberíamos asumir: combatir los tópicos y contribuir a un mejor conocimiento de la cultura original”.

En esta profesión, la poesía genera los procesos más complejos en el itinerario del traductor.   “Más que la fidelidad al texto, el traductor de poesía, poeta también debe ser fiel a las tradiciones, es decir, a la cosmovisión tanto del idioma de origen como del idioma de destino”, explica Xavier Farré, poeta y traductor. El poeta italiano Tomas Venclova analiza la existencia de dos escuelas de traducción: la primera, que rige en Occidente, intenta alcanzar con diferente fortuna, la exactitud literal y en su nombre, sacrifica la mayoría de los elementos formales del poema; La segunda escuela considera que el sentido de la composición radica en la armonía de todos sus componentes rítmicos, fonéticos, gramáticos, semánticos y otros.

Moga, también analista de la traducción poética, sugiere la importancia de que el traductor, en constante tensión para encontrar la palabra que retrate la realidad, gane credibilidad. “El traductor debe ser casi tan intuitivo como racional. La intuición le ha de servir para detectar que cierta palabra o expresión alberga un matiz especial o una carga idiomática u obedece a un saber específico, a menudo remoto o completamente ajeno a sus conocimientos”, advierte.

Lucía Sesma, expone la historia del esquizofrénico Louis Wolfson, que es una proyección de la enfermedad que padece todo traductor en el ejercicio de su oficio. “El traductor es un estudiante de uno o varios idiomas y no deja nunca de serlo. Siempre en busca de la epifanía lingüística, de la palabra justa en el momento preciso. Y tras el hallazgo feliz de una palabra se arrastran años de vivencias en otros países y con otras gentes, horas de lecturas, librerías llenas de libros antes desconocidos; todo reducido a un instante colmado de años de trabajo”. En este sentido, señala que “a quien no se dedique con pasión al oficio o a quien no se haya aventurado a ello le costará entender que uno traduce con todo su ser, se expone de tal modo que queda atrapado en una especie de esquizofrenia no apta para pusilánimes”.

La traducción no vive sólo de la literatura. Pablo Sanguinetti –escritor y corresponsal– reflexiona sobre el trabajo del periodista traductor, cuya labor, doblemente invisible, le convierte en “co-creador” del texto que traduce. La responsabilidad de este trabajo consiste en adaptar el significado de las noticias en otros idiomas para que sean entendidas correctamente por el lector del idioma al que se traduzca. “El reportero que debe contar una historia generada en otra lengua se arroja a una doble traducción, da dos saltos simultáneos para salvar dos distancias –de la realidad al papel y del idioma del protagonista al del lector– y superpone en ese instante dos ausencias, tanto más significativas cuanto más arriesgado y violento es cada salto”. Compara un titular de unas pocas palabras: “Extraña flor emana su hedor en el jardín botánico de Berlín” sería una traducción correcta del original “Rare flower unleashes stench in Berlin botanical garden”. Pero el lector preferirá “La flor más grande del mundo se abre en Berlín y huele a cadáver” porque al eliminar un dato prescindible para el lector español (el jardín botánico) suma dos precisiones (la particularidad de la flor y el olor que desprende).

Paula Caballero estudia los clásicos grecolatinos y exige que el traductor, además de filólogo, sea crítico, lector e intérprete respetuoso tanto del idioma de origen como el destino. “Leer a los clásicos grecolatinos no constituye un acto de erudición, como podríamos pensar, sino de búsqueda, comprensión y definición de nuestro lugar en el mundo y de nuestra relación con éste: para comprender quiénes somos y, sobre todo, por qué somos….”. El traductor de lenguas ya no habladas se enfrenta con un duro escollo: el abismal desfase cultural, lingüístico y de forma que presenta el texto de partida respecto a la cultura y la lengua de llegada.

Por su parte, David Paradela –que ha traducido más de 30 libros del inglés y del italiano– reflexiona sobre la tarea de la retraducción -“traducir de nuevo o volver a traducir al idioma primitivo”- en la que se busca el modo de mejorar a sus predecesores. Señala las dificultades y particularidades de las nuevas versiones de una obra ya traducida con anterioridad. “Hay retraductores que trabajan al margen de las traducciones existentes para no ver condicionadas sus decisiones; otros optan por traducir por libre pero revisar cotejando, o al menos teniendo a la vista, las versiones previas; y hay quienes optan por traducir “contra” las traducciones existentes”, explica Paradela. En cualquier caso, defiende la necesidad de que el editor destaque las particularidades de la novela, la versión o versiones de las que procede, para aportar al lector más criterios de selección.

El  libro dedica un capítulo, el de Javier Arnau –experto en las relaciones entre filosofía y traducción– al universo de lo intraducible, que “hace humilde al traductor, pero rescata a las lenguas de la homogeneidad y la redundancia de lo indiferenciado”. En este sentido, Iriarte aporta que “se dan casos de editoriales que aconsejan eludir palabras especialmente difíciles o esquivas en ciertos libros por temor a que el lector tenga problemas para asimilarlas. López Vega advierte que “todo fracaso del traductor es un fracaso del escritor. No encuentro motivos para dudar que cualquier idioma pueda decirlo todo, y si no lo dice, el problema es de la impericia del escritor, no del idioma”.

Este mismo autor afirma que no tiene sentido la aspiración a una lengua universal  porque todo lo que se puede decir en una lengua se puede decir en otra. Demanda la tarea del traductor como escritor, y en este sentido, advierte que demostrará su talento cuanto mejor escritor sea. “Una nota a pie de página en una traducción es una constatación de un fracaso del traductor, pero también lo es añadir demasiados elementos que no estén de forma explícita en el original”.


Por último, Marina Bornas –que traduce del alemán y el japonés contenidos audiovisuales y literarios– aporta interesantes reflexiones sobre la traducción en el mundo del cómic y de los formatos audiovisuales, donde su traducción debe fluir con total facilidad. “La regla de oro del traductor audiovisual es que la imagen prevalece siempre por encima del guión, es decir, la imagen manda. “Otro gran escollo que debe superar el traductor audiovisual  para que su presencia pase inadvertida es el “referente cultural”, cualquier palabra, expresión o nombre propio de la lengua de partida que nos remite a un concepto inexistente o prácticamente desconocido en nuestra cultura y que, por tanto, no tienen ningún equivalente en la lengua de llegada. Señala como factor indispensable para que el proceso de doblaje obtenga buenos resultados que la traducción audiovisual y el ajuste son trabajos en los que no basta con traducir un guión. Deben implicarse en el argumento, saber interpretar las expresiones de los actores, leer entre líneas y observar todos los detalles de todas las escenas.

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