martes, 4 de febrero de 2014

“Ni en la orinoterapia es aconsejable beberse la orina ajena”

Fiel a su estilo, Guillermo Piro publicó la siguiente columna de opinión en el diario Perfil, del 4 de enero pasado.

Entre la pena y la nada

En Sin aliento, de Jean-Luc Godard, hay un momento interesante. Jean Seberg, recostada en la cama, le lee a Jean-Paul Belmondo un pasaje del libro que está leyendo: Las palmeras salvajes, de William Faulkner. “Entre la pena y la nada, elijo la pena”, recita Jean Seberg, a lo que Belmondo retruca que lo que acaba de decir es una tontería, que solamente un verdadero estúpido eligiría la pena; entre la pena y la nada, él elige la nada. 

Que Faulkner hiciera que su personaje eligiera la pena es comprensible y hasta lógico: sin pena no hay novela. De hecho muchas novelas no son más que una larga sucesión de penas. Hace unos años le preguntaron a John Irving por qué en sus novelas había por momentos tanto dolor, tanta angustia, tanta muerte. El dijo que le parecía una falta de respeto, habiendo en el mundo tanta gente que sufre, que sus personajes no sufrieran también. Se trata de una postura moral con la que es difícil no estar de acuerdo. El sufrimiento literario y el infortunio de los personajes acotaría nuestra vida como lectores de un modo atroz. A diferencia de la música, la buena literatura no tiene necesariamente que ser triste (no siempre Faulkner e Irving lo son), pero leer sólo obras que no nos depararen alguna que otra angustia sería complicado, por no decir imposible. Sin embargo nada nos obliga a sufrir a causa de las malas traducciones españolas, por lo que considero saludable prescindir de ellas de manera tajante, sin concesiones.

Existe un supuesto que lleva a pensar que una mala traducción al menos nos acerca un poco al autor. Existe otro que dice que una buena obra puede soportar cualquier cosa, cualquier calamidad, incluso una traducción hecha en España. Mentira. Leemos libros con la ilusión de estar leyendo a un autor, cuando en realidad leemos lo que el traductor quiere hacernos creer que es ese autor. Eso en el caso de una buena traducción. En el caso de las traducciones españolas lo que obtenemos es algo más ficticio, más irreal: lo que leemos no es lo que el traductor quiere hacernos creer que es un autor (el extraordinario traductor español Miguel Sáenz nos hizo creer que Thomas Bernhard es efectivamente eso, pero en cualquier caso “eso” es algo formidablemente escrito), sino una sucesión de arbitrariedades, incongruencias, flatulencias literarias y despropósitos impotentes que quieren hacernos creer que son la traslación lo más fiel posible del texto escrito por el autor cuyo nombre está impreso a tipografía cuerpo 16 en la tapa.

El panorama editorial está cambiando. Las editoriales españolas, gracias a la bendita crisis, están dejando de comprar derechos para el habla hispana y sólo los compran –como siempre debió ser– para su propio consumo. Que cada uno se coma su propia mierda. Ni en la orinoterapia es aconsejable beberse la orina ajena, y nosotros seguimos leyendo traducciones españolas. Esperen un poco, sean pacientes y van a terminar leyendo lo que quieran traducido para una sola calle de las nuestras. Entre la pena y la nada elijan la nada



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