viernes, 21 de marzo de 2014

Alejandro Bekes, sobre traducción de poesía

Alejandro Bekes nació en Santa Fe en 1959; desde 1969 reside en Concordia, Entre Ríos. Es docente de la Universidad de Entre Ríos y del Profesorado de Lengua de la Escuela Normal de Concordia; fue docente y rector interino de la Escuela “Jorge Luis Borges”. Ha publicado, en poesía, Esperanzas y duelos (1981), Camino de la Noche (1989), La Argentina y otros poemas (1990), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996), El hombre ausente (2004) y Si hoy fuera siempre (2006). Es autor asimismo del volumen de ensayos Los caminos tortuosos (1998) y del manual Breviario filológico (2005). Como traductor ha publicado versiones de Shakespeare, Auden, Mallarmé y Baudelaire, una selección de la Poesía de Gérard de Nerval (2005) y las Odas de Horacio (2005), y últimamente Geórgicas deVirgilio y “Venus y Adonis” y poemas diversos de Shakespeare.Es colaborador de las revistas Fénix, de Córdoba (Argentina) y Clarín, de Oviedo (España). En 2010 Obtuvo el Premio Internacional de la Crítica Literaria Amado Alonso por su trabajo  Lo intraducible. Ensayos sobre poesía y traducción (Leer entrevista haciendo clic aquí), posteriormente publicado por la editorial Pre-Textos. El siguiente ensayo fue publicado por la revista Clarín (no confundir con el diario homónimo), el 1 de enero de 2009. A pesar de sus dimensiones, los lectores deben considerar que tienen sábado y domingo para leerlo, así que no sean perezosos.

El traidor de la poesía

Recuerdo que un día, conversando con un amigo a quien considero un buen poeta, le dije que una de mis lecturas inolvidables de la adolescencia había sido la de Rubén Darío. Él me repuso que en su adolescencia había leído a los poetas norteamericanos y que jamás se le hubiera ocurrido leer a Rubén Darío. No le pregunté por qué rechazaba él a Rubén Darío, aunque después pensé que tal vez la culpa de eso la tuvo algún profesor o profesora de literatura. Le pregunté en cambio si había leído a aquellos poetas en inglés, y me respondió que no, que los había leído en castellano. El detalle es que entonces él no había leído a Ezra Pound o a Robert Frost o a Conrad Aiken, sino al traductor de esos y de otros poetas. Es claro, se me dirá, que con este criterio nadie ha leído a Platón ni a Dostoievsky, salvo los contados que entre nosotros pueden leer de corrido el griego o el ruso. Es una gran verdad. Y agreguemos a esa verdad esta otra: que si puede haber considerable distancia entre lo que expresó un novelista o un filósofo y lo que su traductor nos hace creer que dijeron, esto se multiplica hasta el escándalo cuando se trata de poesía.

Antes de pasar a hablar de esta última, demorémonos un poco en la prosa. Cierta vez, leyendo una versión castellana de una novela de Dostoievsky, me sorprendió la cantidad de veces que aparecía la expresión «no se sabe por qué». Esa expresión existe en castellano, pero no es normal hallarla tres veces en el mismo párrafo. Solo sé dos palabras en ruso (las que significan «sí» y «no») pero imagino que quizás exista en esa lengua alguna expresión idiomática muy común con aquel significado, expresión que el traductor se creyó en la obligación de verter a cada paso y que resulta abusiva en castellano. Por cierto, en todas las lenguas existen tales rellenos. Los españoles, antes de decir «no sé», suelen decir «pues»; los argentinos, en el mismo caso, decimos «bueno». Decimos muchas veces: «Bueno, no sé», en lugar de «No sé» a secas. No es imposible que una traducción literal de esa frasecita al ruso resultara insoportablemente pesada, «no se sabe por qué».

Recuerda Sábato que cuando él empezó a leer, todavía muy chico, a los novelistas rusos, fatalmente atribuía al admirado Dostoievsky o al admirado Gógol verdaderos horrores estilísticos, sin duda cosecha del traductor; horrores que, por supuesto, luego trataba de imitar. Pues como la tarea del traductor es modesta, como su nombre a menudo no figura siquiera en cuerpo diez al dorso de la portadilla, pocos lectores suelen recordar que el autor es inocente de tales engendros. Tampoco se acuerdan, por otra parte, de agradecer la modesta pero necesaria tarea que dejo dicha.

Se podría pensar, con juicio sereno, que en el caso de la filosofía los problemas de esta índole pueden ser peores. Cicerón en su tiempo ya se vio en dificultades para trasladar al latín la palabra griega «idea»; optó por «forma», a falta de algo mejor. La tradición, sin embargo, prefirió el préstamo, y así es que «idea» existe en todas las lenguas que han abrevado en la cultura grecolatina, aunque su significado hoy corriente esté muy lejos del que Platón le asignaba. Algo semejante sucede con otros términos griegos, como «mito», «filósofo» «historia» o «categoría», y latinos, como «esencia», «sustancia» y «accidente». Algunos se han desvirtuado hasta el absurdo, como «entelequia» o «fenómeno». Otros no han podido aclimatarse, pese a ser insustituibles, como lógos. De todas maneras, el problema está acotado, porque en general el buen lector de filosofía tiene (o se supone que tiene) conciencia de él. De hecho, buena parte de los estudios universitarios de filosofía están dedicados a dilucidar la terminología específica de los filósofos, a rastrear la historia de esos términos y a seguir sus transformaciones. De tal modo, la traducción de la filosofía, aunque problemática, tiene sus críticos y por tanto sus valedores.

Vengamos ahora a la traducción de poesía. Pondré al inicio algunos ejemplos de lo que me parece peor, y al final uno que considero magnífico, y al medio algunos otros. Creo que todos nos enseñarán algo sobre lo que sucede cuando se traduce poesía, y sobre lo que sucede cuando se lee traducción de poesía sin conocer el original. Como antídoto, es muy útil leer poesía traducida cuyo texto fuente sea castellano, para hacernos cargo de los detalles del traspaso. Pero ya la palabra «traspaso», como la propia palabra «traducción» o «traslación» supone un escamoteo. Pues no es posible en rigor «hacer pasar» (traducere) un significado de una lengua a otra sin alterarlo. Esto se debe a que las palabras no son meros vehículos de un significado que pueda considerarse independiente o a priori, sino que también el significado es producto de una determinada lengua, y de ningún modo alguna cosa extraverbal que las lenguas puedan llevar y traer. Si en efecto existen las «ideas», en el sentido platónico del término, los significados de las palabras han de ser caminos hacia esas ideas, y no las ideas mismas. Las lenguas, escribe Eugenio Coseriu, no son nomenclaturas para significados preexistentes, sino que son permanente creación de significado. Esto es algo evidente para quien alguna vez haya reflexionado sobre el tema. Con razón escribe Walter Benjamin que solo desde un ángulo meramente denotativo puede pensarse que la palabra alemana brot y la francesa pain signifiquen lo mismo. Huelga decir que en la literatura, y con más razón en la poesía, lo denotativo suele no ser lo más importante.

Agreguemos que si en los otros géneros pueden contar más la invención narrativa, descriptiva o argumental, en la poesía es la invención verbal la que generalmente da la nota; recordemos la respuesta de Mallarmé a su amigo Dégas, el pintor, quien cierta vez le dijo al poeta que se había puesto a escribir versos «y que no le faltaban ideas». Mallarmé contestó: «Mi amigo, los versos no se hacen con ideas, sino con palabras». Y las palabras con que hacemos los versos fatalmente pertenecen a alguna lengua. Si no hemos leído a los clásicos de la nuestra, si solo hemos leído traducciones, nos faltarán quizá palabras esenciales, sea para crear, sea para traducir poesía. Si no nos hemos nutrido de aquellos poetas cuya obra nace de las entrañas de la lengua, tendremos que conformarnos con las frases hechas y las palabras bastardas de los medios masivos, que influyen inexorablemente en el habla y en el debate cotidiano.

Menciono estas cosas, un tanto obvias quizá, porque a menudo detrás de una mala traducción hay una teoría apresurada, o incluso no hay teoría alguna, ni de la traducción ni del lenguaje ni de la literatura. Y sin teoría, sin reflexión, vamos a tientas. Aunque la teoría por sí misma no garantice ningún resultado, al menos quien la maneje tendrá un marco que podrá regular sus errores, que podrá moderar o atemperar los disparates que la práctica, es decir, los problemas concretos de cada texto, lo induzcan a perpetrar.

Veamos ahora nuestro primer ejemplo. Es una versión al inglés del poema inicial de Les fleurs du mal, de Baudelaire. Es verdad que ya resulta algo chocante encontrar ese título convertido en Flowers of evil, pero debemos saber que esto es una fatalidad de la traducción y no un problema real del traductor. Vale decir, el traductor tiene que verter del francés al inglés, y no está en su mano transformar el inglés para que suene francés. Hay que perdonarle esas Flowers of evil al idioma inglés y no al traductor. No hace falta decir que también hay que perdonarle al castellano que Une saison en enfer se transforme en Una temporada en el infierno, pues «una estación» o «una estadía» serían todavía peores. Hay que perdonarle al latín, y no a San Jerónimo, que el acariciante saludo de Cristo a sus apóstoles: eirene hymîn, se transforme en el durísimo pax vobis… En todo caso, lo idiomático siempre sobresale en la traducción poética de poesía.

Vengamos al texto; el nombre del traductor no interesa, la edición es de la casa Dover, de New York. Dicen así los primeros cuatro versos:

Folly, error, sin and avarice
Occupy our minds and waste our bodies,
And we feed our polite remorse
As beggars feed their lice.

Pero lo que Baudelaire escribió es esto:

La sottise, l’erreur, le péché, la lesine,
Occupent nos esprits et travaillent nos corps,
Et nous alimentons nos aimables remords,
Comme les mendiants nourrissent leur vermine.

El traductor no comete errores básicos, pues los equivalentes que encuentra son los apropiados. El problema es que Baudelaire escribió cuatro alejandrinos con rima abrazada a-b-b-a, y esos alejandrinos y esas rimas generan un ritmo característico, que es consustancial al poema y que desaparece totalmente en la traducción, donde tampoco es compensado por algún otro ritmo que al menos evoque la poesía. Se dirá que el traductor debía elegir entre mantener (o recrear) el ritmo y mantener la literalidad del texto. Pero si es así, ¿por qué dispuso su texto en forma de versos, si en realidad no lo son? Esto se ve claramente porque si los ponemos uno tras otro, es decir, si los transformamos gráficamente en prosa, no se pierde nada. En cambio, sería imposible poner en prosa el texto original, pues aunque lo escribiéramos todo seguido seguirían siendo versos. Lo que le censuro a este traductor no es que haya traducido en prosa, sino que pretenda hacerla pasar por verso. Siempre será preferible en tal caso una versión en franca y explícita prosa, como el propio Baudelaire la hizo, y muy buena, de «El cuervo» de Poe.

Por supuesto, a veces nos encontramos con desastres irreparables y cómicos. Así, un ignoto traductor leyó Thou art en un poema de Poe y lo tradujo como «tu arte»… Pablo Anadón recuerda algo semejante en una versión de un texto de Ungaretti, donde los traductores confunden ancora, ‘todavía’, con áncora, ‘ancla’, con los resultados que son de esperar. Peor todavía es una traducción que un joven de veinte años llamado J. L. Borges hizo del poeta alemán Wilhelm Klemm. Al parecer por una mala lectura de la letra gótica, cuya «s» se parece a una «f», aquel Borges incipiente inventó una «colocación de los anos» (sic), donde el texto dice «el orden de extinción».

A veces no nos reímos tanto, pues la traducción implica también interpretación y por tanto sentido. La Biblia nos ofrece de esto ejemplos incomparables. Veamos solamente uno, el pasaje de Lucas 17.33, que se repite con variantes en Juan 12.25. El primero dice, en el original griego: Hos eàn zetéseˉi tèn psychèn autoû peripoiésasthai, apolései autén. kaì hòs eàn apoléseˉi, zoogonései autèn. San Jerónimo tradujo de este modo al latín: Quicumque quaesierit animam suam salvam facere, perdet illam, et quicumque perdiderit illam, vivificabit eam. La dificultad es la versión al castellano de la palabra griega psyché, en latín anima. Esta palabra, en general, se traduce como «alma», y así lo hacen los traductores de la Biblia en todas partes. Pero en este caso, Dios sabe por qué, la traducen como «vida». Queda entonces: «Todo el que procure salvar su vida, la perderá, y el que la perdiere, la salvará». El delito es aún más flagrante si vemos el pasaje equivalente de Juan, pues allí se lee: Qui amat animam suam, perdit eam, et qui odit animam suam in hoc mundo in vitam aeternam custodiet eam. Vale decir que el evangelista emplea claramente dos palabras, anima y vita, pero el traductor traduce ambas como una sola: «vida», y escribe: «Quien ama su vida, la pierde, y quien aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna». Pero si nos atenemos a que psyché y anima en todas partes se traducen como «alma», nos queda, del pasaje de Lucas: «Todo aquel que intente guardar su alma, la perderá, y todo aquel que la perdiere, la vivificará.» Esta interpretación hace juego con la parábola del hijo pródigo, del mismo Lucas (capítulo 15) y da lugar a una novela como Los Karamazov, de Fiodor Mijáilovich Dostoievsky y a un poema como «Lucas XXIII» de Jorge Luis Borges. Es decir, es una interpretación del cristianismo que pone el énfasis en la entrega, en la aventura de vivir, en la inocencia del pecado, y castiga en cambio la pacata y farisea pretensión de salvar la propia alma, dejándola a salvo del mundo. Es comprensible, pues, que las versiones autorizadas de la Biblia se desliguen en este caso de toda literalidad y traduzcan vida por alma. Es cierto, por otra parte, que es difícil saber qué entendían los antiguos por anima; probablemente lo mismo que por spiritus, o sea, el soplo vital. En todo caso, de la forma en que interpretemos esta palabra depende también lo que entendamos o no entendamos por religión cristiana.

Vemos así cuáles son los riesgos de la traducción. En el siglo xvi, sostener su propia teoría de la interpretación y traducción de los textos bíblicos le costó a Fray Luis de León cinco años en las mazmorras de la Inquisición. Pues el fraile agustino, desde su cátedra de la Universidad de Salamanca, sostenía lo siguiente: «Cuando en el original hebreo las palabras o el sentido sean ambiguos, de modo que puedan interpretarse en sentidos diversos, y de estas diversas significaciones el autor de la Vulgata ha elegido una, esta no siempre es tan certera como para descuidar las otras, e incluso a veces aquel sentido y significado que la Vulgata no expresa no es menos apto y correcto que el que ella expresa y elige». Estas consideraciones, en el ambiente reaccionario y altamente suspicaz de la Contrarreforma, resultaban peligrosísimas para quien las enunciaba, como lo prueban con violencia los hechos.

Solo en apariencia me he desviado del tema. Pues también la Biblia es poesía, y de la mejor. No obstante, haré penitencia ahora, volviendo a mis humildes versiones de poesía profana. Quiero mostrar otro ejemplo, cuya intención es que veamos más de cerca las dificultades del oficio, así como los riesgos de leer la traducción sin conocer el original. Se trata de un poema de Borges, «El mar», que fue traducido al italiano y al francés por manos anónimas, y publicado en la prestigiosa revista El correo de la Unesco, que como se sabe circula en más de veinte idiomas. El poema de Borges (incluido en El otro, el mismo, de 1964) es así:

El mar

Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?
Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas
tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.

Il mare

Prima che il sogno umano (o il terrore) tessesse
Mitologie, cosmogonie e amore,
Prima che il tempo coniasse la moneta dei giorni,
Il mare, il sempiterno mare, già esisteva: era.
Chi è il mare? Chi è quell’essere violento,
Violento e antico, che rode le fondamenta
Della terra ? È al contempo uno e molti oceani ;
È abisso e splendore, caso e vento.
Chi lo guarda lo vede per la prima volta,
Ogni volta, con lo stupore che trasudano
Le cose elementari — le belle
Serate, la luna, la fiamma di un fuoco.
Chi è il mare e chi son io ? Il giorno
Che seguirà la mia ultima agonia lo dirà.

(Sin nombre de traductor – Il Corriere dell’Unesco, 1991)

La mer

Avant que le songe (ou la terreur) ne tisse
Les mythologies et les cosmogonies,
Avant que le temps ne batte la monnaie des jours,
La mer, la mer depuis toujours, déjà existait.
Qui est la mer ? Quel est cet être violent
Et ancien qui ronge les piliers
De la terre, qui est une seule mer et beaucoup d’autres ?
Qui est l’abîme et l’éclat, le hasard et le vent ?
Qui la regarde la voit pour la première fois,
Toujours. Avec la stupeur que donnent les choses
Élémentaires, les belles après-midis,
La lune, la flamme d’un feu.
Qui est la mer et qui suis-je ? Je le saurai au
Lendemain de l’agonie.

(Sin nombre de traductor- Le Courrier de l’Unesco, 1991)

Muchas son las cosas que podemos discutir a estas dos traducciones. Pero antes, digamos que traducir este poema de Borges es ya un desafío mayúsculo. Lo es por varias razones. Quizá la más evidente es que el texto original es un soneto, vale decir, una forma estricta, sujeta a leyes métricas muy definidas, leyes que a veces no es posible siquiera imitar en la lengua de llegada. Esto es válido para el francés, lengua cuya prosodia es esencialmente diversa de la del castellano. En cambio, no habría sido difícil imitar la forma externa en italiano. Sin embargo, ni uno ni otro de los traductores ha tomado en cuenta este aspecto. Digo que no lo han tomado en cuenta, porque si así fuera al menos hubieran buscado alguna forma que por lo menos perteneciera a la tradición métrica de sus respectivas lenguas y de este modo transmitiera al lector esta intención del original. Observemos que si el autor decidió escribir un soneto, y nosotros «traducimos» solamente, mal o bien, las palabras que lo componen, hay algo esencial que desaparece. Desde luego, nada nos impide hacer eso, pues la legislación no prevé pena alguna para la mala traducción. Pero ¿por qué los editores de una revista como El correo de la Unesco, tan cuidadosos en otros aspectos, dejan en manos tan chapuceras algo tan delicado como la poesía? Aventuro una hipótesis: habrán pensado que alguien que traduce bien la prosa no tendría problemas con el verso. Porque aun en ámbitos de alta cultura se ignora casi siempre qué cosa es el verso, o en qué se distingue el verso de la prosa, y mucho más se ignora por qué el verso debe distinguirse de la prosa.

Además del aspecto métrico, que es fundamental, hay cuestiones idiomáticas. Así, el cuarto verso del poema: «el mar, el siempre mar, ya estaba y era», plantea dos grandes dificultades a estos dos traductores. La primera es que se apoya precisamente en una distinción propia del idioma castellano y de muy pocos más: la distinción entre ser y estar. La segunda es que presenta un uso absolutamente nuevo, en los filos de la incorrección gramatical, del adverbio siempre, usado aquí como adjetivo: «el mar, el siempre mar…» Sábato recuerda que Pedro Henríquez Ureña solía repetir: «Donde termina la gramática, empieza el arte». Sería difícil hallar mejor ilustración de esa máxima que este verso de Borges. «El siempre mar» podría ser un uso incorrecto del adverbio, y en cambio es un hallazgo de estupenda y directa poesía. Hallazgo que puede bien ser la pesadilla del traductor. Y sin embargo, aunque ambas sutilezas, junto con muchas otras, se pierden en las versiones, no está allí el principal pecado de estas. Dejando de lado algunas libertades curiosas (el traductor italiano agrega allí amore, y más adelante repite el adjetivo violento, «no se sabe por qué»), el pecado original de estas versiones es, una vez más, que son prosa disfrazada de verso. Y el disfraz les queda espantoso. Leyendo esto, uno recuerda aquellos versos de Nabokov que citaba George Steiner:

What is translation? On a platter A poet’s pale and glaring head, A parrot’s screech, a monkey’s chatter, And profanation of the dead.

Traduzco en prosa: «¿Qué es la traducción? En una bandeja, la pálida y rutilante cabeza de un poeta, el chillido de un loro, el parloteo de un mono, la profanación de los muertos».

Hablaré ahora un poco, para no quedar yo solo libre de vergüenza, de mi propia experiencia como traductor de poesía. Pues para juzgar los pecados ajenos, nadie más autorizado que un pecador empedernido. Pero si empecé mostrando los riesgos y las miserias del arte de traducir, trataré de hablar ahora de los intensos y arduos goces que depara. Si la poesía es como el amor, la traducción puede ser un acto de posesión que primero colma hasta los íntimos rincones del ser, y que luego nos deja un vago sentimiento de insatisfacción, de despecho. Pues así como los amantes, luego del divino momento de la unión carnal, se ven forzados a separarse y vuelven a ser cada uno un ser distinto, y vuelven a sus diferencias de opinión, a sus maneras acaso incompatibles de ver la vida, de soportar el dolor o de educar a los hijos…, del mismo modo, digo, luego del acto de la traducción, el traductor comprende que lo que ha dado no es sino un desvaído y penoso reflejo del texto original, y que este queda allí, intacto, en su maravillosa y dolorosa belleza ajena.

Si no recuerdo mal, mis primeros intentos de traducción de poesía datan de mis épocas de estudiante. Nos propusieron traducir una oda de Horacio, la oda a la fuente de Bandusia (III.13). Tuve la fantasía de ponerla en verso y me encontré entonces, cara a cara, ante el prodigio de un texto de Horacio. Pues el principal beneficiario de la traducción de poesía es el que la perpetra: él entra así en comunión con ese texto, logra penetrar en sus entrañas y de algún modo siente un poco el sabor incomparable de esa poesía en el propio cuerpo de su idioma, más allá de que su versión sea buena o siquiera legible. Me encontré, pues, con estos versos (III.XIII.9-16):

te flagrantis atrox hora Caniculae
nescit tangere, tu frigus amabile
fessis uomere tauris
praebes et pecori uago.
fies nobilium tu quoque fontium
me dicente cauis impositam ilicem
saxis, unde loquaces
lymphae desiliunt tuae.

Y los traduje como sigue:

La hora implacable de la ardiente Sirio
no te sabe tocar; tu amable frío
dedicas a los toros que el arado
fatiga y al ganado vagabundo.
Serás también famosa entre las fuentes,
pues yo canto esa encina que aprisiona
las rocas huecas de donde locuaces
se despeñan tus aguas.

Quien examine el original y mi versión descubrirá que varias sutilezas del texto desaparecen en esta última. Ante todo, yo había renunciado a reproducir la métrica del original en cuanto a recuento silábico; es cierto que los principios métricos del latín clásico y del castellano no son compatibles, y que todo intento de imitarlos no pasará de allí. Pero aquí aparece una decisión importante: ¿traduciremos a partir de nuestra lengua, respetando sus propias leyes prosódicas, o la forzaremos siguiendo ahincadamente el original, a expensas incluso de que el resultado sea inteligible, y más todavía, legible y bello? Dura cuestión. El traductor lee el original, advierte sus maravillas, y por un momento, deslumbrado por la pasión, cree que podrá hacerle decir en castellano lo mismo que dijo en latín. Ilusión que se desvanece no bien uno pasa del amoroso deseo a la paciente y modesta labor de escribir.

En fin: Horacio usó aquí la estrofa llamada «quinto asclepiadeo», que consta de dos versos de doce sílabas, uno de siete y uno de ocho, pero además con cesuras y tiempos fuertes y débiles bien pautados. Yo en mi versión empleé el endecasílabo sin rima y un heptasílabo al final. Fue lo que encontré, no digo que sea lo más aconsejable. Esta decisión me indujo a ciertas elecciones en cuanto al vocabulario: atrox se vierte por «implacable», aunque hubiera podido ser también otras cosas; Canicula, la estrella del Can Mayor, pasa a su nombre propio de Sirio. La construcción pasiva: fessis vomere tauris, literalmente «a los toros fatigados por la reja» pasa a ser activa: «a los toros que el arado fatiga». En latín, hay dos palabras para «ganado»: pecus, que se refiere al ganado menor, y armentum, que designa al mayor. La distinción se pierde en mi versión castellana. En el hermoso final de la oda: saxis, unde loquaces /lymphae desiliunt tuae, el sonido de las palabras no es menos importante que el significado. Renuncié pues a buscar un equivalente de lymphae, que es en latín un sinónimo poético de aquae, y puse llanamente aguas, porque hacen resonar el ruido gutural de locuaces. Traduje desiliunt, que significa literalmente «saltan desde arriba», o «caen saltando», por «se despeñan». ¿Logré dar, como lo había logrado Horacio, la visión directa de la bella cascada saliendo de la roca hueca, entre las raíces intrincadas de la vieja encina que se mezclan con ella? No lo sé. Creo que no. Pero por suerte no alcanzo a verlo del todo, porque no leo mi traducción como texto independiente sino como una suerte de derivado del original. Esa ilusión en general preserva a los traductores de caer en la desesperación, pero también suele ser el principal obstáculo para que sus versiones sean legibles y sobre todo para que resulten aceptablemente poéticas.

Desde aquellos primeros intentos, muchos de ellos fracasados, siempre me interesó traducir la poesía que amaba en otra lengua y siempre me preocupó buscar equivalentes métricos de lo que traducía. No siempre di con las mismas soluciones. Por ejemplo, en mi esfuerzo por traducir las Quimeras de Gérard de Nerval, opté en general por una versión con metro y rimas. Las Quimeras son una colección de sonetos a la manera francesa, es decir, en alejandrinos con rimas «masculinas» y «femeninas». Por cierto, esta última distinción no debe reproducirse en castellano, lengua en que el verso terminado en aguda suele dar un efecto casi cómico que no existe en francés. Bien, transcribo ahora el soneto “Delfica”, de Gérard de Nerval:

Delfica

La connais-tu, Dafné, cette ancienne romance,
Au pied du sycomore, ou sous les lauriers blancs,
Sous l’olivier, le myrte, ou les saules tremblants,
Cette chanson d’amour… qui toujours recommence?
Reconnais-tu le temple au pérystile immense,
Et les citrons amers où s’imprimaient tes dents,
Et la grotte, fatale aux hôtes imprudents,
Où du dragon vaincu dort l’antique semence?
Ils reviendront, ces Dieux que tu pleures toujours!
Le temps va ramener l’ordre des anciens jours;
La terre a tressailli d’un souffle prophétique…
Cependant la sybille au visage latin
Est endormie encor sous l’arc de Constantin
—Et rien n’a dérangé le sévère portique.

Intenté primero la versión rimada; luego, hice otra sin rimas, y advertí que la segunda, en contra de mi propia teoría, era quizá preferible a la primera. Pero todo el resto del libro estaba hecho ya sobre la base de reproducir las rimas del original. ¿Qué hacer entonces? Opté por poner las dos versiones, una en el texto y la otra en una nota al pie. He aquí ambas:

Délfica (versión rimada)

¿La conoces tú, Dafne, esta antigua romanza,
al pie de los sicómoros o los blancos laureles,
bajo el olivo, el mirto o el sauce en los vergeles,
esta canción de amor… que repite su andanza?
¿Reconoces el templo de inmenso peristilo,
los limones amargos marcados por tu diente,
y la gruta, fatal al viajero imprudente,
que el semen del vencido dragón tiene en sigilo?
¡Volverán esos Dioses que estás siempre llorando!
Retornarán las aguas del antiguo venero;
bajo un soplo profético la tierra está temblando…
No obstante la sibila de semblante latino
duerme aún bajo el arco que erigió Constantino
—y nada ha perturbado su pórtico severo.

 Délfica (versión en verso blanco)

¿La conoces tú, Dafne, esta antigua romanza,
al pie de los sicómoros o los laureles blancos,
bajo el olivo, el mirto o los trémulos sauces,
esta canción de amor… que recomienza siempre?
¿Reconoces el templo de inmenso peristilo,
los limones amargos que marcaron tus dientes,
y la gruta, fatal al huésped imprudente,
que guarda la simiente del vencido dragón?
¡Volverán esos Dioses que tú lloras sin pausa!
Repondrá el tiempo el orden de los antiguos días;
bajo un soplo profético la tierra se estremece…
No obstante la sibila de semblante latino
duerme aún bajo el arco que erigió Constantino
—y nada ha perturbado su pórtico severo.

Algo semejante me sucedió con el soneto xlix de Shakespeare. Copio el original:

XLIX

Against that time, if ever that time come,
When I shall see thee frown on my defects,
Whenas thy love hath cast his utmost sum,
Called to that audit by advised respects;
Against that time when thou shalt strangely pass
And scarcely greet me with that sun thine eye,
When love, converted from the thing it was,
Shall reasons find of settled gravity:
Against that time do I ensconce me here
Within the knowledge of mine own desert,
And this my hand against myself uprear,
To guard the lawful reasons on thy part.
To leave poor me thou hast the strength of laws,
Since why to love I can allege no cause.

De este soneto hice también dos versiones. No las hice porque pensara que podía superar las de tantos otros, en particular la excelente de Pablo Ingberg. Sino que las hice por lo mismo que hice las otras: por amor al original, por el deseo de traer ese texto a mi lengua, de sentirlo en mí hablando mi idioma, aun a riesgo de profanar la memoria del más grande de los poetas. Porque ese soneto de Shakespeare expresa algo muy íntimo de mí mismo, algo que no encontré nunca en ningún otro poema, y necesitaba vitalmente apropiármelo, siquiera en forma precaria e imperfecta. Así que escribí estas dos, ambas en versos endecasílabos, una con rimas y la otra sin rimas.

XLIX (Versión rimada)
Contra ese tiempo, si ese tiempo llega,
cuando muestres tu ceño a mis defectos,
y ya tu amor, sumando lo que allega,
rinda cuenta ante lógicos respectos;
contra ese tiempo, cuando ajeno vayas
y el sol de tu ojo apenas me salude,
cuando el amor, tornado hacia otras playas,
tras razonable gravedad se escude;
contra ese tiempo aquí yo me resguardo
en el saber de lo que yo merezco
y tu razón legal contra mí guardo
y por ti alzo esta mano y comparezco.
Ley te asiste, ay de mí, para dejarme,
sin causa que yo alegue para amarme.

XLIX (Versión en verso blanco)
Contra ese tiempo, si ese tiempo llega,
cuando muestres tu ceño a mis defectos,
y ya tu amor sumando cuanto ha hecho
rinda cuenta ante lógicas razones;
contra ese tiempo, cuando ajeno pases
y el sol de tu ojo me salude apenas,
cuando el amor, mudado de lo que era,
tras razonable gravedad se escude;
contra ese tiempo aquí bien me defiendo
en el saber de lo que yo merezco,
y guardo, alzando contra mí esta mano,
las legales razones de tu parte.
Fuerza de ley para dejarme tienes
pues para amar no puedo alegar causa.

Voy a cerrar mi ensayo con lo que considero un ejemplo magnífico de traducción poética. Es la que hizo Giuseppe Ungaretti del celebérrimo soneto de Góngora: Mientras por competir con tu cabello. Leamos (o releamos) primero el original y luego la versión.

Soneto X

Mientras por competir con tu cabello
oro bruñido al sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
  
Sonetto X

Finché dei tuoi capelli emulo vano,
Vada splendendo oro brunito al Sole,
Finché negletto la tua fronte bianca
In mezzo al piano ammiri il giglio bello,
Finché per còglierlo gli sguardi inseguano
Più il labbro tuo che il primulo garofano,
Finché più dell’avorio, in allegria
Sdegnosa luca il tuo gentile collo,
La bocca, e chioma e collo e fronte godi,
Prima che quanto fu in età dorata
Oro, garofano, cristallo e giglio
Non in troncata viola solo o argento,
Ma si volga, con essi tu confusa,
In terra, fumo, polvere, ombra, niente.

Podemos ver que Ungaretti tradujo por endecasílabos italianos los endecasílabos de Góngora, que renunció a reproducir las rimas, que pese a esto recupera de modo impecable la música, o en todo caso, crea otra música no menos hermosa, no menos estremecedora que la del original y que imita con suprema elegancia la de este; que se toma alguna libertad que los lectores celebramos, como poner avorio, ‘marfil’, en lugar de ‘cristal’, en el verso octavo, aunque luego pone cristallo en el undécimo. La verdad sin embargo es que, ante el milagro cumplido de una versión que no desmerece del original, que nos enseña a leerlo mejor (sobre todo en el penúltimo verso, donde con essi tu confusa resalta con grueso trazo el sentido de «juntamente»), que lo planta y lo renueva no solo en otra lengua, sino en nuestro propio tiempo, sin romper ninguna de delicadezas que lo hicieron grande en el suyo… Ante este milagro, las consideraciones técnicas quedan algo nubladas por la emoción. La obvia moraleja es que solo un poeta puede traducir dignamente a un poeta, y que solo un gran poeta puede traducir dignamente a un gran poeta.

Diré para cerrar que la auténtica traducción de poesía, aquella que se intenta por necesidad íntima y no meramente por cumplir con un contrato (sin desmerecer esta, que puede tener también su mérito), es realmente un gesto de amor, y que en ella, como en todo amor, hay una terrible e insoslayable cuota de traición. El traidor de la poesía es el amante de la poesía. Muchas cosas podrán decirse siempre contra ese traidor amoroso. Repetiré aquí solamente las que al respecto dijo don Quijote de la Mancha, en el capítulo 62 de la Segunda Parte de su historia, porque no creo que haya algo más exacto en ninguna teoría de la traducción habida ni por haber: «Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra [...] es como quien mira los tapices flamencos por el revés; que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz [...]. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trajesen».


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