jueves, 27 de marzo de 2014

Y ya que estamos con Tolkien

J. R. R. Tolkien
Poeta, traductor y nieto de Cintio Vitier y Fina García Marruz, José Adrián Vitier presentó la siguiente ponencia en el XII Simposio de Traducción Literaria en noviembre del año pasado en la Sala Villena de la UNEAC. Luego, el 11 de febrero de este año, fue recogida por la sección  Tradutore Traditore, del blog Cuba Literaria.

Breves comentarios sobre la traducción española
de la obra de J. R. R. Tolkien

Cuando yo estaba en la Lenin, pusieron en los cines una película del director Ridley Scott, llamada Leyenda. Por entonces yo no sabía casi nada de inglés. Pero algunos pasajes de la película se me quedaron en la memoria, y solía repetirlos mentalmente: por ejemplo, aquellos trasgos cazadores que cantaban: «Higher, higher, burning fire! Making music like a choir!» No entendía ni remotamente todas las palabras, pero así se me fue revelando la música de la lengua inglesa. Y fui sintiendo que este idioma, por alguna razón, parecía especialmente adecuado para contar las historias que llaman de fantasía, que eran las que más me gustaban. Luego, por esa misma época, mi primo Rapi Diego me prestó una edición de El señor de los anillos en español. Y ahí sí que caí, como se dice, «muerto en la carretera». Quedé completamente maravillado, hasta el día de hoy. Decidí estudiar inglés en la universidad, no pensando en ninguna futura ventaja profesional, ni tampoco, lo confieso, en poder ser útil a mi país, sino tan solo en poder acceder plenamente a los tesoros de la literatura fantástica.

Alguien podría argüir que el género fantástico ha producido algunos de los peores libros de la literatura universal. Es cierto. Muchos de ellos estaban en la biblioteca del Quijote, y Cervantes se dio el gusto de quemarlos por mano del cura y del barbero del pueblo, cuyo conocimiento del género fantástico de moda en su época, los libros de caballería, siempre me pareció sospechosamente exhaustivo. De Cuba, por ejemplo, se dice que produce el mejor tabaco del mundo. Y yo creo que es cierto. Pero cualquiera que haya comprado tabacos en la bodega podría constatar que probablemente también produce el peor tabaco del mundo. Así pues, hay sitio para ambas verdades en el mismo universo; no se excluyen ni se niegan mutuamente.

Después de años de verme fascinado con la literatura fantástica, mis padres me regalaron una compilación de la correspondencia de John Ronald Reuel Tolkien. Algunas de aquellas cartas fueron otra revelación. Entre otras cosas, me corroboraron el secreto de El señor de los anillos; dice el autor en carta a sus editores donde les habla de aquel libro que por entonces pocos conocían: «Está escrito con la sangre de mi vida». Eso ya lo sabíamos; pues el corazón al corazón habla. Pero qué conmovedor oírselo decir. Es como cuando John Keats en una carta a su prometida y a su futura suegra, les asegura: «Algún día estaré entre los poetas ingleses».

El caso es que en aquellas cartas también pude asomarme a las distintas fuentes que nutrieron las historias de Tolkien, aquel universo neto, donde un año es un año y una milla una milla, sustentando, cual sólida columnata, el colosal friso de su mitología; y aquel entramado de lenguas, engendrado con una autoridad poética de veras insólita, casi sin precedentes. Y por otra parte, vi la pasión y simpatía con que el autor procuraba contestar todas las inquietudes de sus lectores. Pues la desconcertante minuciosidad y consistencia de su mundo creado suscitaban no pocas preguntas: «Los magos, ¿no eran cinco?; en su libro salen solo tres, ¿qué se hicieron los otros dos magos?», «Si los hobbits, en sus propios cumpleaños, hacían regalos a su familia y allegados, ¿por qué Gollum llama “su regalo de cumpleaños” al Anillo que arrebatara violentamente a su primo?», «Quiero ponerle a mi hijo el nombre de tal o más cual personaje, ¿qué le parece a usted?». A todo esto contestaba el autor con invariable paciencia y cordialidad. Y resulta que, años después de releer varias veces sus libros, me ha surgido también una duda que me hubiera gustado mucho preguntar a Tolkien: se trata de un error que creo se ha deslizado en todas las ediciones de la traducción española de El hobbit, sin que nadie lo haya señalado.

Para quienes no conozcan el libro El hobbit, podemos resumir que se lo considera un clásico moderno de la literatura infantil. Para mí, sin embargo, no acaba de tener un sabor moderno ni tampoco infantil. Solo concuerdo cien por ciento en lo de clásico. Estamos hablando, pues, de la traducción de un clásico, o sea, de una traducción con potencial para ser todo lo eterna —o, por lo menos, todo lo perfecta— que puede ser una obra humana. Es por eso que nos detenemos en estas minucias, porque realmente pensamos que una obra como esta amerita una revisión más esmerada. Aunque por momentos creo escuchar en mi cabeza la voz de maese Pedro diciendo a don Quijote: «No mire vuesa merced en niñerías, ¿no se representan de ordinario mil comedias, llenas de mil disparates, y con todo eso siguen felicísimamente su carrera, y aún son oídas con admiración?». Sean pertinentes o no estos comentarios, prometo que serán breves.

En  El hobbit, hay un pasaje en el que Bilbo, Thorin Escudo de Roble, y los demás enanos, están cruzando un arroyo en medio del Bosque Negro. De repente se oye un sonido de cascos corriendo, y acto seguido se distingue la figura de un ciervo volador —en inglés, «flying deer»— que arremete en dirección a ellos, desbandándolos. El ciervo toma impulso y salta hasta la orilla opuesta, pero no llega indemne a ella, pues Thorin lo intercepta en pleno salto con un flechazo certero.

Mi humilde opinión es que nunca hubo ningún ciervo volador en este pasaje. Sino solo un ciervo fugitivo, un ciervo que huía a toda velocidad —que en inglés se dice, también, «flying deer»—. Mis argumentos a favor de esta tesis son:

1-El ciervo viene corriendo, se escuchan sus cascos, carga desde la tierra, no desde el aire, contra los protagonistas. Y luego toma impulso y salta, no vuela.

2-En el resto de la obra de Tolkien no vuelve a mencionarse jamás una criatura tan portentosa y llamativa, ni ninguna otra semejante.

3-Una amiga traductora y editora, Maia Barreda, traduciendo del inglés un libro de mitología griega, tropezó con un problema muy parecido: una vaca voladora «flying cow»— que tampoco lo era en absoluto, sino que se trataba tan solo de una vaca que huía, corriendo. Por lo visto, algunos traductores, y muchísimos lectores, suponen que la mitología y la fantasía lo aguantan todo, en especial vacas o ciervos voladores.

Quiero comentarles, sin entrar en detalles, que la traducción española de El señor de los anillos de Tolkien, sin negarle sus virtudes ni ocultar nuestro rendido agradecimiento como fieles lectores, está plagada de cientos de errores de diverso calibre, que en su inmensa mayoría no han sido enmendados en ninguna de sus diecinueve ediciones impresas. Y es posible que no sean enmendados nunca, en tanto no se demuestre matemáticamente que la calidad de las traducciones tiene algún efecto sobre los índices de ventas.

Hay sitios web dedicados a enumerar los cientos o tal vez miles de gazapos de traducción y edición que ha sufrido la obra de Tolkien, pues, naturalmente, semejante volumen de errores no podía escapar a la atención de los fanáticos acuciosos, y muchas veces doctos, del universo de este autor, quien, dicho sea de paso, fue en vida uno de esos caracteres escrupulosos y minuciosos que padecen la necesidad de «hacerlo todo bien», linaje que entre nosotros ilustra la obra y la persona de Eliseo Diego, y en España, por ejemplo, un Juan Ramón Jiménez.

Para no aburrir en exceso a quienes no estén tan vivamente interesados por esta cuestión —en cierto sentido, minúscula— de los errores de traducción, voy a citar solo un par de ejemplos que aparecen en todas las ediciones españolas de El señor de los anillos. A diferencia del ciervo volador de El hobbit, del que nadie parece extrañarse, salvo yo, estos que citaré son parte del millar de errores que también han sido detectados por otros lectores, según puede comprobarse en Internet.

Los hobbits han abandonado la comodidad de su hogar y viajan, en medio de grandes peligros, hacia un sitio llamado Rivendel. Al pasar por la posada de Bree, en tierras de Eriador, reciben una carta del mago Gandalf, en la cual aparecen unos versos que se refieren veladamente a un aliado con quien habrán de encontrarse. Este aliado es Aragorn, alias Trancos, un personaje de aspecto extraño e inquietante, pero que en realidad es, como se revela luego, el legítimo rey de todas aquellas tierras.
Los famosos versos dicen:

All that is gold does not glitter,
Not all those who wander are lost;
The old that is strong does not wither,
Deep roots are not reached by the frost.
From the ashes a fire shall be woken,
A light from the shadows shall spring;
Renewed shall be blade that was broken,
The crownless again shall be king.

No es oro todo lo que reluce,
ni toda la gente errante anda perdida;
a las raíces profundas no llega la escarcha;
el viejo vigoroso no se marchita.
De las cenizas subirá un fuego,
y una luz asomará en las sombras;
el descoronado será de nuevo rey,
forjarán otra vez la espada rota.

La traducción española (labor conjunta de Matilde Horne, Luis Domenéch y Rubén Masera) contiene un error de concepto grave en el primer verso: Tolkien altera intencionalmente el refrán «All that glitters is not gold» (lit. «no es oro todo lo que reluce») por «All that is gold does not glitter» (lit. «no todo lo que es oro reluce»), dándole el mismo sentido de que las apariencias engañan, pero desde un punto de vista distinto, destacando que lo que es bueno puede estar oculto bajo una mala apariencia; mientras que el refrán no alterado significa que lo aparentemente bueno puede, en el fondo, no serlo. La traducción correcta sería, pues: «No todo lo que es oro reluce».

Un poco después, mientras huyen de sus perseguidores, Aragorn tranquiliza a los hobbits diciéndoles que no cree que los Jinetes Negros ataquen Bree esa noche, «not while all the long leagues of Eriador still lie before us» («no mientras tantas largas leguas nos separen de Eriador»). La realidad es que no hay leguas que los separen de Eriador, porque Bree está en Eriador. La frase correcta es «no mientras aún tengamos ante nosotros todas las largas leguas de Eriador»; es decir, que los Jinetes podían tomarse el ataque con calma, pues había mucho Eriador por recorrer antes de llegar a Rivendel o a cualquier otro lugar seguro.

La tarea de presentar errores no nos parece especialmente grata. Por eso les he traído un mínimo de ejemplos para ilustrar el problema. Y ya para terminar, quisiera decir algo acerca de un comentario de la señora Matilde Horne, destacada traductora de El señor de los anillos; comentario que apareció publicado hace unos años en el diario El País. Dice así: «Nunca vi mucha poesía en Tolkien (…) Definitivamente debí haberlo leído con veinte años y no con sesenta».

Este tipo de juicios no se pueden sustentar, ni refutar, con argumentos. Y al no poder ser rebatidos, adquieren el peso visceral de un absoluto. Al escuchar tales juicios en boca de otros, especialmente amigos o especialistas respetables como Matilde Horne, no podemos hacer otra cosa que quedar inermes, y aceptar la saludable diversidad de las almas; mas no sin repetir mentalmente algunos fragmentos favoritos; como este, con el que quisiera terminar. La traducción, en este caso, es mía.

Tras el acabamiento del reinado de Sauron, en El señor de los anillos, leemos que en medio de la majestuosa celebración, se presentó un juglar, el cual, arrodillándose, pidió permiso para cantar.

¡Escuchad, señores y caballeros y hombres de valor sin tacha, reyes y príncipes, y leal pueblo de Gondor; y Jinetes de Rohan (…) pues cantaré la balada de Frodo de los Nueve Dedos y el Anillo del Destino! (…) El ejército en pleno reía y lloraba de puro deleite, y en medio de la alegría y de las lágrimas se alzó la voz de oro y plata del juglar, y todas las demás voces se acallaron. Y él les cantó, ora en la lengua de los elfos, ora en el idioma del oeste, hasta que los corazones se desbordaron, traspasados por la dulzura de sus palabras, y la alegría de todos centelleó como espadas, y los pensamientos volaron a las regiones donde el dolor y la dicha fluyen a la par, y las lágrimas son el vino de la bienaventuranza.

La grandeza de una obra literaria jamás está segura: pende siempre de un hilo inmaterial, que es el amor de los lectores; y el traductor puede ser, o bien la Parca que lo corte, o bien la que determine el plazo de su destino, o bien la que hile por siempre su hebra de vida.



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