jueves, 1 de mayo de 2014

Para leer con mucha atención y sin sonreírse (I)

Bernat Ruiz Domènech es, por formación, Diseñador Industrial de la Escuela Superior de Diseño Elisava (1998). Tras unos años dedicados al diseño industrial y de interiores, en marzo de 2005 se incorporó a la agencia de publicidad Sintagma donde ejerció de Director Creativo hasta diciembre de 2007. Allí, entre otros proyectos, desarrolló revistas y otras publicaciones corporativas. A partir de enero de 2008 desempeñó las labores de Editor de Publicaciones Corporativas en Abertis Infraestructuras S.A., puesto que ocupa actualmente, adscrito al departamento de Gestión de Marca. En el blog Verba volant, scripta manent (scriptaverba.worpdpress.com) escribe sobre la edición digital, con vocación crítica y divulgativa. Allí, el pasado 28 de abril, publicó un largo artículo, dividido en dos partes, sobre la gigantesca crisis que está sufriendo el mercado editorial español.

Esa crisis que está sufriendo España, nos permitimos agregar nosotros,  no sucede por designio divino (Franco, dicen, sigue muerto), sino por las malas políticas de sus políticos –tanto de izquierda como de derecha– y la mala administración de sus administradores. Ese baño de realidad, que le crea a la Península la necesidad de cercanía con la despreciada Latinoamérica, y que la aleja nuevamente de la rubia Europa, obliga a su gente a empezar a reflexionar, por primera vez en mucho tiempo, no sólo sobre qué deben hacer, sino también sobre quiénes son. Afortunadamente, con todos nuestros errores (que son muchos y, en oportunidades, terribles), desde este lado del charco, eso siempre lo tuvimos claro. 

Ocaso en el imperio editorial español (I): 
Una situación imposible 

 España perdió la hegemonía económica y política europea durante los siglos XVI y XVII, y su imperio de ultramar durante todo el siglo XIX. El desastre de 1898 no fue el final del camino. Todo parece indicar que el siglo XXI verá el ocaso de la hegemonía editorial española en América latina y, con ella, perderá la centralidad cultural hispánica. Aquellos que deberían evitarlo, no pueden hacer nada. 

 Immanuel Wallerstein, en su obra El moderno sistema mundial (1974; Ed. Siglo XXI, 2010), mostró cómo y por qué el Imperio perdió la centralidad económica en favor de las que, en aquella época, eran potencias menores como Inglaterra y los Países Bajos. Aunque entre el principio del fin y la pérdida de Cuba y Filipinas transcurren más de trescientos años, las decisiones tomadas durante los reinados de Carlos I y Felipe II sitúan al Imperio en una posición estratégicamente imposible. Sólo las enormes posesiones ultramarinas y sus aparentemente inagotables recursos permiten mantener la ficción imperial durante tres siglos de derrotas, retrocesos, bancarrotas, renuncias y honra sin barcos. El motor económico imperial se rompió –lo rompieron– ya durante el siglo XVI y luego no hubo quien supiera repararlo. 

 Tres siglos dan para mucho y permiten construir un enorme imperio cultural. A lomos de los caballos de los conquistadores y las biblias de los misioneros el Imperio impuso y propagó el castellano, devenido español en América. Culturalmente hablando, América Latina no se perdió durante el siglo XIX, aunque la influencia del gigante del norte empezó a erosionar la herencia –amada u odiada, ese es otro tema– ya desde las batallas de Cavite y Santiago. 

 Los procesos de descolonización británico y francés no fueron un crucero de placer; hubo guerras y sangre pero en comparación con el trágico siglo XIX fueron breves y permitieron a sus respectivos imperios salvar los muebles. La Commonwealth y la Francophonie, cada una a su modo y por motivos muy diversos, son buenos ejemplos de cómo se puede reinventar una relación provechosa con las antiguas colonias. 

¿Tiene España una Hispanofonía? 
España nunca ha tenido una Hispanofonía o una Comunidad de naciones hispánicas, ni ha tenido nunca ningún interés en crear nada parecido. La única forma que tuvieron las colonias españolas de independizarse fue la guerra; una vez pasado el desastre del 98, España fue incapaz de mantener ni una sombra de su papel económico y quedó reducida a Estado paria durante las décadas más negras del siglo XX. España debe mucho de su preeminencia cultural al exilio republicano y a las estructuras culturales que les dieron cobijo allende el Atlántico, mucho más que a la labor de la mayoría de gobiernos españoles durante el pasado siglo.

La diferencia entre perder un imperio –el español– y desmontarlo a tiempo –el francés y el británico– está en lo que puedes hacer luego con tus antiguas posesiones pero llegados a cierto punto eso tampoco importa mucho; lo importante es qué haces y cómo tratas a tus antiguas colonias, aquellas con las que compartes un idioma común y un montón de supuestos referentes culturales. 

Aunque la propaganda cultural española siempre ha hablado del castellano como de lengua común, en realidad ha tratado al español, a los dialectos americanos, como variantes de segunda. De otro modo no se entiende el rancio empecinamiento de la Real Academia Española en regir los pasos del idioma cuando las variantes peninsulares son tan minoritarias y en cierto modo exóticas en comparación con las americanas. Esta actitud ha soliviantado a la Academia Mexicana que ha empezado a cuestionar seriamente la autoridad de la RAE. México, con 120 millones de habitantes, es el país con más hablantes de español. Otras academias también han mostrado cierto enojo. 

Si el trato lingüístico es imperial, lo del libro español en América Latina toma tintes coloniales: los grandes y medianos grupos editoriales españoles hace décadas que venden espejitos y abalorios de colores a los que consideran unos parias culturales. Siguiendo la carpetovetónica costumbre de parasitar el poder político, nuestra muy extractiva industria del libro se ha dedicado a construir un emporio educativo (sic) en español en connivencia con los gobiernos de turno; a nuestros próceres culturales e industriales les ha dado igual que lloviera, hiciera sol, brillaran las democracias o camparan las dictaduras. 

La cosa literaria no nos deja mucho mejor. Nuestros grupos llevan décadas instalados en los países más rentables de América Latina; antaño abrieron sucursales para mantener mercado y abrir el que se pudiera. Con honrosas excepciones han inundado el mercado latinoamericano de best–sellers. Se podría objetar que así creaban industria editorial en dichos países; siento decepcionarles: su política industrial ha empujado a la pequeña industria gráfica local a bajar los precios hasta niveles insostenibles, hundiendo a aquellos que no han podido seguir el paso e ignorando, en general y salvo escasas excepciones, a los autores locales. Inundando las librerías con títulos de alta rotación han impedido el normal desarrollo de editoriales autóctonas. No han reinvertido lo ganado, lo han repatriado a España. 

Esos grandes grupos no lo imprimen todo allí; lo que sobra de lo que imprimimos aquí lo mandamos allí cuando ya ningún peninsular lo quiere, lo vendemos a precio de saldo o a precio de lujo si tenemos en cuenta la diferencia de rentas y los costes de exportación al otro lado del Atlántico. Vender lo que la metrópoli (sic) no quiere a precios de derribo, o vender a precios de metrópoli aquello que sólo las élites podrán comprar, es típicamente colonial y distorsiona gravemente los mercados locales. 

En la Península tenemos parte de culpa, no crean. ¿Cuántos editores españoles ponen mala cara cuando ven un manuscrito o una traducción mexicana, colombiana o argentina? Salvo en contadas ocasiones, un libro escrito o traducido en México DF, Bogotá, Buenos Aires o Santiago de Chile será normalmente legible en España, así como un libro escrito en Ciudad del Cabo, Canberra o Detroit lo será en Londres o Nueva York. Aún así, muchos editores se muestran remisos a editar o importar obras provenientes de Latinoamérica sin darle un buen repaso con el cepillo castizo por miedo a que algún lector les llame la atención. 

Para terminar este collar de perlas bastará fijarse en la cantidad de autores latinoamericanos que editamos en España últimamente. Si anduviéramos ocupados publicando un raudal de genios patrios la cosa tendría su excusa, pero a la burbuja editorial española no la ha acompañado ni la calidad ni la inquietud en editar a autores del otro lado del charco. ¿Para qué estar implantado en varios países de Latinoamérica si uno no aprovecha para descubrir talento? ¿Debemos creer que son tan pocos los que escriben bien entre cuatrocientos millones de habitantes tal como Peio H. Riaño muestra en un reciente artículo? 

Uno piensa en todo esto, uno se acuerda del Boom de autores latinoamericanos y entiende muchas cosas. El imperio editorial español se asienta sobre una parte fundamental del genio latinoamericano del siglo XX, trágico espejo histórico; lo que se conoció como el Boom, fabricado por algunos editores y agentes españoles avispados tal como reconoció en su momento Carmen Balcells en una entrevista, se basó en aquellos autores que aquí gustaban, haciendo las Españas a lomos de nuestra intelectualidad de la época, tan afrancesada, tan izquierdosa, tan divina ella. El Boom tiene tanto de operación de marketing como de operación colonial: traigamos de ultramar unos tipos de cálido acento, calidad literaria tan contrastada como domesticada y posiciones políticas fácilmente defendibles; estamos en los años sesenta y setenta del siglo XX, ya no vienen con pintorescos atuendos pero, en si, el hecho es pintoresco; también es efímero, lamentablemente, porque más allá de los autores del Post–Boom, nacidos en los años cuarenta, poca cosa. ¿Dónde están los grandes autores latinoamericanos actuales? Puede que en Alfaguara o Anagrama tengamos algunos pero, ¿qué edad tienen? Decir que la muerte de Gabriel García Márquez nos deja un poco más solos no es sólo poesía. 

La debilidad estructural de la gran edición española 
Nuestros grandes grupos editoriales lo están pasando entre mal y peor. El Grupo Planeta da beneficios, no así el conjunto de sellos editoriales, que ya arroja pérdidas. Hace años que el Premio Planeta dejó de ser un gran negocio. Las inversiones digitales del Grupo pueden calificarse de dispersas; una cosa es diversificar el riesgo y otra muy distinta jugar todas las fichas a todos los números de la ruleta en su obsesión reverticalizante. Nubico sufre lo indecible para que los sellos del propio grupo le cedan contenidos. Cual perro del hortelano, en Planeta han enredado todo lo posible para retrasar el libro digital en España con la colaboración ocasional –¿en el papel de saboteador?– de Bertelsmann y algunos medianos; pronto empezaremos a ver que esta decisión estratégica, tan coherente como equivocada, les ha dejado en una posición industrial y comercial imposible. 

Santillana bien, gracias. Prisa vendió sus sellos literarios por un plato de lentejas –72 millones de euros, cuando en otoño se barajaban doscientos– a Penguin Random House y con dicha operación cambió el equilibrio en Libranda; es cuestión de tiempo que los sellos educativos de Santillana –lo que queda de lo que fue el vigesimoquinto grupo mundial– también se vendan a saldo. Sospecho que antes de fin de año tendremos nuevas noticias. 

El resto de grandes grupos españoles… bueno, no hay más grandes grupos españoles. Con el derrumbe de Prisa sólo queda Planeta en una muy insegura séptima posición mundial en volumen de ingresos. Se supone que sólo disponemos de un gran grupo para liderar (sic) la edición española en América Latina. Personalmente no me gusta el capitalismo de matones basado en unos cuantos gigantes con los que amedrentar los mercados al estilo de ladiplomacia de las cañoneras del siglo XIX, pero puestos a jugar a esto, veamos en qué situación estamos: 

Grupo Planeta, un enano entre gigantes: que Planeta es un gran grupo es algo que nos creemos porque lo comparamos con otros grupos editoriales literarios españoles y con algunos extranjeros; el panorama cambia trágicamente si la comparación la establecemoscon los conglomerados a quienes pertenecen esos grupos editoriales y con otros grupos editoriales no literarios. 

Grupo Planeta ocupa la séptima posición y facturó 2.597 millones de dólares en 2012. Por delante, las cuatro primeras son gigantes por derecho propio (entre paréntesis la facturación en 2012, en millones de dólares): Pearson (9.158) en el campo de la educación, Reed Elsevier (5.934) en el de revistas y publicaciones académicas, Thomson Reuters (5.386) propiedad de The Woodbridge Company y en cuarta posición Wolters Kluwer (4.766). Penguin Random House es propiedad de Bertelsmann (53%) y de la ya mencionada Pearson (47%). Hachette Livre factura algo más que Planeta (2.833) pero pertenece a Lagardère, un coloso mediático . Corrección: Lagardère vendió su participación del 7,5% en EADS en 2013. 

El resto de grandes sellos literarios son modestos en comparación, pero no así los grupos mediáticos e industriales a los que pertenecen. Por citar sólo un par de ejemplos conocidos: Harper Collins (1.189) no aparece hasta el puesto nº19, pero pertenece a la News Corp. de Rupert Murdoch. Simon&Schuster (790) se sitúa en la posición nº29, pero pertenece a la CBS. Aparecen multinacionales de todo pelaje, nacionalidad y condición –se repiten especialmente los grupos norteamericanos, británicos, alemanes y franceses– pero la única española es Planeta. No es recomendable sacarla para ver quién la tiene más grande. 

El español, un mercado atrasado y en retroceso: los sellos literarios de Planeta se nutren, esencialmente, del público español. El total agregado de facturación en Latinoamérica es apreciable, pero la mayoría de la facturación en términos tanto cuantitativos como cualitativos se genera en España y eso es todavía más cierto en el caso de las editoriales medianas. Nuestro país se encuentra en una crisis económica que ha contraído el consumo hasta magnitudes de finales de los años noventa del siglo pasado. El libro, aunque no ha retrocedido tanto, no ha sido una excepción. 

Al retroceso económico y comercial se une el atraso tecnológico y conceptual del sector. Ya he mencionado cómo los errores de los grandes grupos que operan en España han postergado la aparición y el crecimiento de un mercado digital en castellano digno de tal nombre. También es más que sabida la obsesión de nuestra nomenklatura editorial con la piratería y cómo este debate ha asustado a muchos pequeños y medianos que, de otro modo, hubieran hecho antes los deberes. Tampoco es necesario extenderse mucho en la perniciosa defensa numantina del actual modelo comercial del libro en España, blindado por nuestra obsoleta legislación. Para terminar de alegrarles la tarde les recordaré la cortedad de miras de la intelligentsia que gobierna las principales instituciones de la edición, empezando por los gremios regionales y terminando por la Federación de Gremios de Editores de España. Atención a lo que su director ejecutivo, Antonio María Ávila, dijo en la comisión de cultura del Senado español (pág. 21, primer párrafo) en junio del año pasado: 

En lo que sí somos muy buenos es en los contenidos. En los contenidos sí podemos ganar. Obviamente, si —entre comillas— estas empresas [se refiere a Google, entre otras]parasitan los contenidos es porque ellos no son capaces de hacerlos y nosotros sí. Ese es un dato importante que tenemos que tener en cuenta. Nosotros lo que podemos desarrollar y en lo que podemos ser líderes es en el software; olvídense ustedes del hardware, el retraso es demasiado grande; pero en el primero podemos ganar. Ellos no son tan buenos como nosotros; y no hablo solo de España sino de Francia o de los editores alemanes. 

¿De veras, señor Antonio Maria Ávila, dijo usted en sede parlamentaria que las empresas estadounidenses no son capaces de hacer buenos contenidos? El problema no es de inteligencia, ni de preparación, ni de formación: el problema es de aquello a lo que algunos llaman Weltanschauung o, si lo prefieren, cosmovisión o, todavía mejor: enterarse del asunto. Sobra mentalidad imperial y falta pragmatismo. 

Nos falta tamaño, nos falta un mercado interior que tire del carro, al mercado exterior lo hemos maltratado durante décadas, nos faltan grandes grupos, nos falta dinero y nos falta visión de la jugada. Lo único que nos sobra es talento –como en cualquier sociedad occidental– pero no está donde debe. La gran edición española está en una situación estratégica insostenible. ¿Y ahora qué?

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