viernes, 2 de mayo de 2014

Para leer con mucha atención y sin sonreírse (II)

Segunda parte del artículo de Bernat Ruiz Domènech publicado en el día de ayer, tomado del blog Verba volant, scripta manent.



Ocaso en el imperio editorial español (II):
Perdiendo público, idioma y contenidos

Hay grandes grupos –en su mayoría anglosajones– que disfrutan de un tamaño óptimo, sus mercados interiores y exteriores gozan de relativa buena salud, tienen acceso a suficiente financiación y, habiendo ordenado su patio digital, han decidido mirar por encima de la cerca para ver qué sucede en otros mercados y en otros idiomas. Esos grandes grupos ya se han dado cuenta que, en un mercado digital, quedarse los derechos en inglés y vender los de otros grandes idiomas a editoriales de otros lugares es una tontería.

Alguien me dirá que esto no es nada nuevo y que el acuerdo entre Bertelsmann y Pearson que ha dado a luz a Penguin Random House refuerza precisamente esta política. Es cierto. Pero este acuerdo demuestra que las cosas están cambiando y que, poco a poco, ya no serán las sucursales de grandes grupos en España las que se dediquen a la traducción y comercialización en castellano de los títulos en inglés, la matriz podrá hacerlo por si misma. Por cierto, la promesa que hizo Penguin Random House de asegurar la independencia de los sellos recién adquiridos ya sabemos dónde podemos archivarla. Nadie compra una empresa para que ésta siga trabajando como siempre.

Los mismos que en su día encontraron insustituibles el olor del papel, de la tinta y de la cola me dirán que no, que ninguna editorial de la pérfida Albión, que ningún entertainer norteamericano, es capaz de producir un buen producto en castellano. Y puede que tengan razón, pero es que ellos no van a editar en castellano, editarán en español.

Hacia una España culturalmente periférica
La edición española camina hacia la periferia del mercado cultural latinoamericano. A medio plazo –suelo equivocarme en el calendario y no voy a concretar más– nuestra descentrada posición geográfica se corresponderá con la futura posición de nuestra industria cultural y de nuestra variante lingüística.

Pongámonos en la piel de los directores editoriales, financieros y de marketing de algunos grandes sellos norteamericanos. Han hecho los deberes –disruptores como Amazon les han obligado– y en los EEUU la industria editorial digital es una realidad que copa el 30% del mercado y, aunque ha moderado el ritmo, sigue creciendo. La convivencia y transición entre el libro digital y el analógico deberá gestionarse con tino, pero el proceso está encarrilado.

El actual mercado internacional de venta de derechos sólo tiene sentido si el libro es de papel. Editar un libro en inglés es tan barato como hacerlo en castellano o en cualquier otra lengua. Cuando los libros sólo eran de papel la distribución y la comercialización eran las grandes pesadillas que aconsejaban ceder derechos a aquellos que pudieran editar las traducciones en otros mercados. El idioma de un libro es una barrera comercial cuando su explotación implica imprentas, camiones, contenedores, barcos, almacenes y furgonetas.

El libro digital acaba con todo esto. Da igual si edito el libro en Barcelona, Nueva York, Addis Abeba o las Seychelles, no importa si lo edito en castellano, inglés, ruso o swahili, lo importante es contar con una buena conexión a Internet y la capacidad de leer, evaluar, editar y vender los libros en cada idioma. Todo eso, hoy, se compra. Y se compra a buen precio. Encontrar talento no es un problema, ¿recuerdan?

El reto no sólo es tecnológico; tan fácil como comprar conocimiento y buenos servicios es poder vender los libros digitales. Aquí también es indiferente la localización del servidor donde se aloje el archivo del libro digital, lo importante es que sea capaz de satisfacer las órdenes de compra de todo el mundo. Ya no importa el color o el origen del gato: lo importante es que cace ratones.

Si puedo editar desde donde quiera, en el idioma que quiera y puedo vender desde donde me apetezca, también puedo publicar lo que yo considere oportuno sin que el idioma en que haya sido escrito sea un problema: puedo contratar en origen la obra de escritores que escriben en otros idiomas. El único criterio será la rentabilidad.

Pongamos que somos alguno de los directivos mencionados y que vemos el mundo desde nuestra mesa de trabajo en algún punto de la costa este norteamericana. Pongamos que hacemos el mismo análisis que estamos haciendo aquí, aunque el suyo puede ser mejor porque disponen de más y mejor información que un servidor. Tienen el dinero, el conocimiento, el mercado y el talento. Por mucho que le pese a Antonio Maria Ávila, tienen una cantidad colosal de buen contenido en inglés. Y tienen la capacidad de comprar, en origen, cualquier contenido en cualquier otro idioma. Ahora están mirando hacia el sur y viendo un mercado en crecimiento, desatendido, cuyo consumo de información se digitaliza a marchas forzadas y con unas economías que despiertan tras décadas de letargo. Un par de detalles más: en España traducimos uno de cada cinco títulos y la mayoría viene del inglés, mientras que en mercados como el británico o el norteamericano sólo traducen uno de cada cincuenta. Sufrimos una balanza cultural muy negativa.

Ante este panorama, tres cuestiones van a marcar el futuro próximo: público, idioma y contenidos

¿Dónde está la gran masa de público hispanohablante? 
En Latinoamérica. El último tercio del siglo XX fue nefasto para buena parte de los países latinoamericanos, pero hace ya varios años que hay claros síntomas de recuperación en muchos de ellos y de algunos puede decirse ya que han alcanzado un crecimiento económico sostenido, como Chile o Colombia. Países como Perú y Bolivia están reduciendo rápidamente sus altas tasas de analfabetismo y la lectura digital será más importante que la lectura en papel, pues en esos remotos lugares donde nunca han visto una librería ya hay telefonía móvil e Internet y, con ella, el libro digital en cualquiera de sus formas. Lo mismo sucederá en lugares más poblados pero dejados de la mano del mercado, donde nadie se ha ocupado nunca de abastecerlos con una variada oferta editorial.

¿Qué hablan en Latinoamérica? 
No hablan castellano, hablan español. Lo primero que harán –ya lo están haciendo– los grandes grupos norteamericanos es buscar un estándar lingüístico que puedan aceptar los más de cuatrocientos millones de hispanohablantes americanos. El español de México y especialmente el de Colombia son dos buenos candidatos a ser la base de este español estándar para la confección del cual no se está contando –ni se contará– con la intervención de la Real Academia Española. La elaboración de esta variedad de español se hará con criterios comerciales e industriales para que pueda ser aceptado por el público hispanohablante y utilizado sin problemas por los traductores, porque este español estándar se utilizará para la traducción directa de las obras en inglés. Que ese español coincida más o menos con las variedades peninsulares es algo que tendrá más que ver con el azar que con el pequeño volumen de negocio que podamos aportarles. Nuestro dialecto castellano no importará porque demográficamente hablando somos prescindibles. Que nos hayamos creído –nos hayan hecho creer– que nuestro castellano era el ombligo del mundo no implica que tuviéramos razón.

¿Qué se necesita para comprar directamente los derechos en origen? 
Un agente comercial local y dinero suficiente. El resto de estructura, como por ejemplo los lectores profesionales y el adecuado asesoramiento legal, puede ser free–lance. Con un noqueado Grupo Prisa y un Grupo Planeta en graves dificultades financieras, es cuestión de tiempo que empiecen a comprar los derechos de nuestras mejores plumas. Ya hay algún agente literario husmeando el mercado a cuenta del otro lado del Atlántico.

Ignoro cuánto tardaremos en ver todo esto; puede que la venta a saldo de los sellos literarios de Santillana sea uno de los primeros síntomas –quien compra sellos compra derechos–, pero la imposible situación estratégica de la gran edición española nos aboca a perder el público, el idioma y los contenidos y, con todo eso, la industria editorial entendida como hasta ahora. De aquí a fin de año nos aguardan sorpresas y 2015 será todavía más interesante.

¿Será mejor para los ecosistemas editoriales latinoamericanos quedar en manos norteamericanas? 
No lo sé. No creo que sea peor y, desde un punto de vista lingüístico y de acceso a una gran oferta cultural en su idioma, sí puede que sea mejor; las grandes editoriales anglosajonas, al menos una parte sustancial de ellas, ya están trabajando con criterios totalmente digitales, con las ventajas que eso reporta a unos países con las complejas circunstancias económicas y geográficas –póngase usted a distribuir libros de papel en el Altiplano andino o la Pampa argentina– como los latinoamericanos. El libro digital garantiza un acceso a la cultura realmente universal a cambio de inversiones relativamente modestas y a un precio mucho más acorde con las posibilidades económicas de ciertas economías. Nadie les vendrá con las monsergas del “encuentro de culturas” o del “acervo común” y los norteamericanos, que no son unos corderitos, son suficientemente listos como para ahorrarse la versión 2.0 del clásico “América para los americanos” aunque sigan teniendo igual de claro su “destino manifiesto”. Incluso puede que la incipiente industria editorial de algunos países latinoamericanos tenga alguna oportunidad de prosperar. A corto plazo no es para tirar cohetes, pero creo que algo mejor les puede ir.

Una oportunidad para los editores independientes y las lenguas minoritarias
Cuando en el siglo XX se hundía una industria importante –como le pasó a la industria textil catalana o a los altos hornos del País Vasco– se hundía todo el entramado que la conformaba, desde las grandes empresas hasta los pequeños talleres y servicios auxiliares porque toda la cadena de valor caía por efecto dominó. La lógica digital, afortunadamente, es diferente; aunque el Götterdämmerung de papel al que se enfrentan Planeta y otros grupos medianos españoles dejará a mucha gente en la calle –ya está sucediendo– eso no arrastrará en su caída a toda la industria, sólo aquella que no haya sido capaz de reconvertirse.

Los editores independientes y aquellos que trabajen en lenguas minoritarias como el catalán, el vasco y el gallego, están en una muy buena posición estratégica para salir fortalecidos, siempre que den los pasos adecuados y trabajen bajo la lógica digital del público y los contenidos; es muy importante tener esto presente: dependen de sí mismos. Los públicos de los editores independientes son y serán siempre modestos –por eso incluyo las otras lenguas del Estado– y es el trabajo al detalle sobre esos públicos lo que un gran grupo no puede hacer por cuestiones de economía de escala.

La cercanía con el público y su profundo conocimiento también será otra baza importante, pero no como hasta ahora, de forma anecdótica y a través de terceros, sino de forma sistemática y con las herramientas digitales adecuadas. Hay que ser capaz de construir los públicos con nombre y apellidos siempre que sea posible y hay herramientas que ya lo permiten. Hay que fidelizar a una profundidad imposible para cualquier gran grupo.

Tras el público vienen los contenidos y eso invierte la lógica del libro de papel. Sólo el conocimiento profundo del público –dónde está, qué le gusta, qué busca, qué dinero invierte en libros, etc.– permitirá armar un plan editorial coherente y a largo plazo, capaz de ofrecer un catálogo rentable. También ahí se puede superar la competencia del gran grupo, porque hay contenidos a la escala de los pequeños públicos que nunca serán rentables para un gigante pero sí pueden serlo para los independientes.

Finalmente, las lógicas digitales trascienden fronteras y permiten vender allí donde antes era imposible llegar. Esa es una realidad que justo ahora empezamos a ver: pequeños y medianos editores vendiendo sus libros digitales en América Latina. Nadie ha dicho que los pequeños públicos deban ser los de tu pueblo. Nadie dijo, tampoco, que dichos públicos no pudieran contarse por miles.

La cultura española se enfrenta a una grave crisis de la que saldrá más diversa y, a largo plazo, puede que fortalecida. Perder los últimos trapos del Imperio será muy sano para nuestro ego –¿acabaremos con vacuidades como la Marca España y con ciertas mentalidades imperiales?– y para nuestro entramado cultural, aunque el precio a pagar sea convertirnos en un país sin grandes grupos editoriales que produzcan los productos culturales industriales en su idioma. En realidad la situación actual ya es precisamente esta: nuestras propias multinacionales culturales se han mostrado incapaces de renovar la industria del país, incapaces de basar su oferta en la calidad e incapaces de adaptarse a las nuevas realidades, incapaces de sobrevivir mientras nosotros nos hemos mostrado incapaces de controlarlas. La mayoría de países del tamaño de España no tienen gigantes culturales y no les va tan mal.

Este será el Santiago y Cavite de nuestra generación. Puede que nos convenga que otras multinacionales, con otras lógicas, desde otros lugares, nos traten de otro modo. No será muy diferente, pero quizás sea mucho más realista. Puede, incluso, que como sociedad, como ciudadanos, nos lo tengamos merecido. Otra forma de editar es posible y dentro de poco no va a ser una opción, será la única alternativa disponible. A sus botes salvavidas, las editoriales independientes primero.



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