lunes, 19 de mayo de 2014

"Quien traduce, también decide"

Traductor de Jonathan Swift, Charles Dickens, Robert Louis Stevenson, Henry James, Edith Wharton, Willa Cather y John Banville, entre muchísimos otros, en la siguiente columna de opinión, publicada el pasado lunes 12 de mayo en El Trujamán, el español Ismael Attrache, reflexiona sobre las razones de lo que hace.

Por qué traduzco

Todas las profesiones afectan profundamente a quien las practica, informan su existencia, la condicionan, permiten que ésta crezca en unos aspectos y hacen que se atrofie en otros; de forma inevitable, el ejercicio diario al que sometemos nuestras mentes y nuestros cuerpos tonifica, desarrolla o agarrota ciertos músculos, y hay oficios cuyos practicantes solo parecen tener los bíceps muy desarrollados, pero poco sostén en las piernas para aguantar tal exceso de masa superior; no creo que existan muchos trabajos que, bien ejercidos, puedan dar equilibrio a toda una vida y no causar desajustes interiores que, a la larga, acaban manifestándose de un modo u otro. Trabajos que obliguen continuamente a cuestionar todo lo conocido y que, al mismo tiempo, ofrezcan la libertad de inventar una solución nueva para resolver lo imposible, todo ello sustentado (y menos mal) por las intrincadas y cambiantes leyes y límites de la gramática y del texto original. Hablo de la traducción, evidentemente.

Seguramente todas las personas que, por un motivo u otro, viven una relación particularmente intensa, o tensa, u obsesiva, o cercana con las palabras sienten de forma cotidiana una insidiosa sensación de frustración que en muchos momentos puede convertirse en verdadero malestar. Las palabras nos acosan, nos asedian, nos cautivan y también nos prometen cosas que jamás cumplen, se erigen en definidoras de un mundo tan desesperante y complejo que será mejor no seguir abundando ahora en estos rasgos; de forma que, si nos hemos dado cuenta íntimamente de que tenemos una relación con las palabras que resulta interesante, problemática, estimulante y cargada de deseos insatisfechos que a la vez nos empujan a la acción y también, siempre, a cierto desencanto, a la imposibilidad de conseguir lo anhelado (sí, precisamente como una relación amorosa; de hecho, creo que podría definir todas las relaciones amorosas que he vivido en función del particular estado de mi relación con las palabras en ese período), también acabaremos dándonos cuenta, tarde o temprano, de que, al decidir construir nuestra vida, o al menos una parte muy importante de ella, en torno a nuestro vínculo con el lenguaje, esa herramienta tan característica y contradictoria de la condición humana, también nos estamos abocando, sin que nadie nos incite a ello, a una lucha cotidiana en la que nunca va a haber un vencedor ni un vencido, en la que tampoco se va a producir una batalla que arroje un desenlace demasiado nítido ni en la que se pueda proclamar un resultado definitivo. Nos estamos abocando a vivir en una incertidumbre continua e irresoluble mientras manejamos, manipulamos y forzamos el instrumento que justamente, en teoría, servía para borrarla.

Hay algo que quizá se intuye al empezar a traducir, al notar ciertas mareas de pensamiento que, de forma inopinada, conectan unos pensamientos con otros, que crean instantes de significado allí donde el significado no existía, un fenómeno que, con el paso del tiempo, no sólo se confirma (y que seguramente constituye una de las pocas certezas a las que puede asirse un traductor), sino que crece y también adquiere reflejos y densidades nuevos a medida que el ejercicio de la traducción progresa y se sostiene en el tiempo. Y es que (y aquí nos adentraríamos en el ámbito de la psicología, en la cuestión de por qué determinados individuos eligen dedicarse cotidianamente a una labor para la que no hay mapas y que casi parecería condenada a un eterno fracaso) quien traduce también decide, diariamente y porque le da la gana, que no hay nada imposible. Traducir es un acto de resistencia frente a lo imposible.


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