miércoles, 11 de junio de 2014

"La lengua francesa no es precisamente la china"


La Revista de Libros (RdL) publicó el siguiente comentario del narrador, guionista y periodista español Robert Saladrigas a propósito de diversas versiones de Marcel Proust en castellano. Tal vez resulte interesante leerla luego de revisar la entrada de este blog correspondiente al 7 de agosto de 2010, firmada por Herbert E. Craig, y la entrevista con el traductor Mauro Armiño del 7 julio del mismo año.

Los riesgos de traducir a Proust


No me parece descabellado partir de la idea de que una obra de tan colosal envergadura como A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, es, al menos en teoría, intraducible. Lo presentí ya la primera vez en que tras hacer acopio de toda mi osadía, invertí varios meses leyéndola en su lengua original. De todos modos, debo admitir que antes me había iniciado en la traducción por entonces única y hoy clásica de Pedro Salinas (los dos primeros volúmenes de la serie debidos exclusivamente a Salinas y el tercero completado a la muerte del poeta por José María Quiroga Pla), proseguida en los cuatro últimos libros por Consuelo Berges. De manera que a los esfuerzos de Salinas y sus colegas debo la fascinación por el texto endiablado de un autor que siempre ha ocupado un espacio de privilegio en mi galería de mitos literarios. Al transitar ahora por los dos nuevos y simultáneos intentos de traducción, uno a cargo de Mauro Armiño (Por la parte de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, acompañados por una cronología biográfica de Proust, tres utilísimos diccionarios sobre amistades y relaciones del autor, personajes y lugares de la obra y un copioso cuadro de notas) y el otro de Carlos Manzano (Por la parte de Swann), el somero cotejo de ambas versiones me llevó a la reflexión de que en lengua española Proust ha sido aparentemente afortunado por el interés que desde el principio desveló su obra pero al mismo tiempo, curiosamente, nunca ha conseguido el privilegio de beneficiarse de una exclusividad que según creo reclamaba a gritos. Su obra sigue desafiando la audacia de los traductores decididos a medir sus talentos fajándose, como los buenos gladiadores, con un adversario rocoso y una empresa monumental y compleja hasta estimular la paranoia, que al margen del entusiasmo, de los conocimientos que inviertan en ella, al menor descuido verán cómo su labor va a ser severamente cuestionada. Sin embargo, desde que Salinas se enfrentó por primera vez a La recherche... en 1917 (el primer volumen de la serie, Du cotê de chez Swann, había aparecido en las Ediciones Bernard Grasset de París en 1913), que recuerde se han comprometido con la obra, parcialmente o en su totalidad, José María Quiroga Pla, Fernando Gutiérrez, Consuelo Berges, Carlos Pujol, Jesús Albiñana y, por último, Mauro Armiño y Carlos Manzano, todos ellos con diferente predisposición y resultados. Lo cierto es que ninguno ha conseguido soslayar la polémica, quizás porque la perfección es sin duda una quimera o porque la tarea sea en la práctica poco menos que irrealizable. De todos modos y pese a que la versión de Salinas ha sido discutida e incluso en ocasiones desautorizada, conviene dejar sentado que marcó la pauta de las sucesivas y posteriores traducciones y lo hizo en una época en que la filología francesa todavía no se había pronunciado acerca de algunos de los problemas suscitados por el estilo de Proust; en consecuencia, no había trazada la línea maestra a seguir en el complicado trasvase de la novela a otras lenguas. Pero lo que me sorprende a estas alturas es que una obra que entraña cuantas dificultades se le quieran atribuir, en el curso del tiempo no haya motivado la devoción absoluta de algún traductor dispuesto a volcar sobre ella todo su tiempo, saberes y energías. Joyce, por poner el ejemplo de un autor también determinante y para mí aún más hermético, tuvo la inmensa fortuna de encontrar en lengua catalana a un joven filólogo, Joaquim Mallafré, decidido a dedicar ocho años de su vida a la obsesiva tarea de modelar una versión de Ulisses que sin dudarlo considero bastante superior a la francesa de Valéry Larbaud pese a que, como es sabido, éste la hizo bajo la tutela y las sugerencias del mismo Joyce. Lamento no sentirme capaz de legitimar en igual medida la traducción al castellano de José María Valverde, que, por supuesto, no invalida la primera de José Salas Subirats, aparecida en México, aunque durante bastante tiempo los ávidos lectores españoles de Joyce la consideráramos insatisfactoria. En el caso de Proust, sus traductores –exceptuando a Salinas– resulta que han llegado a La recherche... probablemente imantados por sus fulgores pero no con la vocación expresa de obligarse a sobrevivir sin mayores apremios ni ataduras en sus aguas turbulentas. Consuelo Berges se había consagrado casi por entero a la obra de Stendhal; Fernando Gutiérrez tradujo desde El doctor Zhivago de Pasternak (a partir de la edición italiana de Feltrinelli) a El Gatopardo de Giuseppe Tomasi de Lampedusa; el mismo Carlos Manzano ha desembocado en Proust tras forjar su oficio en Henry Miller primero y salvando después los terribles acantilados, por cierto paradójicamente  antiproustianos, de Céline... Ante tales ejemplos me pregunto sinceramente si es posible instalarse temporalmente en el vasto imaginario de Proust mediante un simple cambio de registro, sin tomarlo como único punto de referencia y tras haberlo explorado, desmenuzado, asimilado en sus numerosos afluentes, emprender el proyecto de adaptarlo a la lengua propia con la ineludible articulación de un estilo determinado que sea trasunto del original y, a la vez, resulte incuestionablemente veraz para quienes van a acceder a él desde otros supuestos filológicos. ¿Es acaso una idea descabellada cuando se trata de Proust, Joyce, Faulkner, Rilke o Hermann Broch, artistas copiosos que no sólo desbordan cualquier parámetro al uso sino que son fundadores de sus propios códigos lingüísticos y narrativos? Con la respuesta en suspenso, retomo el asunto que ha motivado la reflexión. Disponemos de dos nuevas traducciones de A la recherche... que al coincidir en el tiempo (por extraños azares de estrategia editorial) no arrojan luz sobre la cuestión sino que, al menos así lo considero, contribuyen a su relevancia. Para empezar, ambas versiones se muestran divergentes a partir del mismo título global de la obra. Mauro Armiño ha traducido A la recherche du temps perdu por A la busca del tiempo perdido, en tanto que Carlos Manzano opta por mantener el clásico de En busca del tiempo perdido. Por supuesto que no me siento legitimado para establecer matices en materia de filología castellana, pero tengo la impresión de que si bien el vocablo busca expresa correctamente la acción de buscar, antecedido por la preposición y el artículo, es decir, a la busca, creo que posee un significado ––¿estoy equivocado al aventurar que me suena más aplicable al terreno de la cinegética?– en todo caso distinto a la intención que Proust vertió en su A la recherche... Imagino que tal vez esa duda mía puede ser objeto de controversia. De todos modos, me parece que la sutileza a la hora de interpretar el título revela las ópticas diametrales con que los traductores han enfocado sus respectivos tratamientos del texto proustiano. Recuerdo haber leído que en el acto de presentación en Madrid de su trabajo, Mauro Armiño señaló que en la obra de Proust «las oraciones son muy largas y perversas y el español no está acostumbrado a este tipo de sintaxis». Lo que atañe a la naturaleza de las oraciones proustianas es algo archisabido. Evidentemente se refería a los culebreantes párrafos, engarzados con las célebres frases subordinadas, que han obligado a desistir a tantos lectores (españoles pero también incluso franceses) habituados a la comodidad de los estilos lineales. Sin embargo y pese a su advertencia, lo paradójico es que la versión de Armiño se caracteriza precisamente por su respetuosa fidelidad a las formas de la «más endemoniada» de las prosas francesas. ¿Más laberíntica y escurridiza que la de Paul Valéry en Monsieur Teste? Lo cierto es que en ningún momento Armiño trata de «dulcificar» o «resolver» de manera complaciente las derivas del texto. De habérselo propuesto es muy probable que hubiera desvirtuado irreparablemente el armazón estilístico que, por un lado, sostiene y por el otro substancia la obra. Por su parte, Carlos Manzano se ha decantado por la adaptación de los períodos proustianos a la sintaxis castellana, tal vez como vía para allanar en la medida de lo posible su lectura. Eso le conduce a reemplazar las subordinadas por incisos, señalados con guiones, y a echar mano de frases hechas y algunos vulgarismos para verter expresiones que en el tránsito pierden los matices originales. El propósito es sin duda loable y, en última instancia, refleja una toma de partido que naturalmente conlleva sus riesgos. Porque si bien no voy a negar que el texto se hace algo más próximo a la sensibilidad del lector español, tampoco negaré que la escritura de Proust, al ser alterado el orden que la sustenta, ve cómo su tensión interna se relaja. Me pregunto si en definitiva el trueque resulta verdaderamente rentable para alguien. O dicho con otras palabras: desde el apriorismo de que toda traducción comporta pérdidas irreparables, en lo que se refiere a la novela de Proust cuando uno decide entrar en ella sabe de antemano a lo que se expone –lo mismo sucede con las obras de Faulkner, Musil o Broch– y, una vez aceptado el reto con todas las consecuencias, quizás no sea aconsejable que nos alivien de sus escollos. Al fin y al cabo vencer por cuenta propia los obstáculos de la lectura forma parte del compromiso con la obra y el genio de su autor. Veamos gráficamente reflejado lo que acabo de señalar, mediante el cotejo de un fragmento cualquiera de Du cote de chez Swann que elijo dejándome guiar más por el azar que en función de su esencialidad. He aquí cómo fue construido por Proust: «Destiné à un usage plus spécial et plus vulgaire, cette pièce, d'où l'on voyait pendant le jour jusqu'au donjon de Roussainvill-le-Pin, servit longtemps de refuge pour moi, sans doubte parce qu'elle était la seule qu'il me fût permis de fermer à clef, à toutes celles de mes occupations qui réclamaient une inviolable solitude: la lecture, la rêverie, les larmes et la volupté. Hélas¡ je ne savais pas que, bien plus tristement que les petits écarts de régime de son mari, mon manque de volonté, ma santé délicate, l'incertitude qu'ils projectaient sur mon avenir, préoccupaient ma grand'mère au cours de ces déambulations incessantes de l'après-midi et du soir, où on voyait passer et repasser, obliquement levé vers le ciel, son beau visage aux jouès brunes et sillonnées, devenues au retour de l'âge presque mauves comme les labours à l'automne, barrées, si elle sortait, par une voilette à demi relevée, et sur lesquelles, amené là par le froid ou quelque trîste pensée, était toujours en train de sécher un pleur involuntaire.» En la versión de Mauro Armiño queda así: «Destinada a un uso más específico y más vulgar, esa habitación, desde donde de día se veía hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió mucho tiempo de refugio, sin duda porque era la única que me estaba permitido cerrar con llave, para todas aquellas ocupaciones que me exigían una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y el placer. ¡Ay¡, ignoraba que mi falta de voluntad, mi salud delicada, y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro entristecían más a la abuela que los leves descarríos del régimen de su marido, durante su incesante deambular de la tarde y de la noche, cuando se veía pasar una y otra vez, oblicuamente alzado hacia el cielo, su hermoso rostro de mejillas morenas y arrugadas, vueltas con el paso de los años casi malvas como los campos arados en otoño, cruzadas, si salía, por un velo recogido a medias, y en las que siempre estaba a punto de secarse una involuntaria lágrima puesta allí por el frío o algún pensamiento de tristeza». Y por último, desde el prisma de Carlos Manzano: «Aquel cuarto, destinado a un uso más especial y vulgar y desde el que durante el día se llegaba con la vista hasta el torreón de Roussainville-le-Pin, me sirvió por mucho tiempo de refugio –seguramente porque era el único que me permitían cerrar con llave– para todas mis ocupaciones que reclamaban una soledad inviolable: la lectura, la ensoñación, las lágrimas y la voluptuosidad. Por desgracia, no sabía yo que –mucho más tristemente que los pequeños incumplimientos del régimen por parte de su marido– mi falta de voluntad, mi delicada salud y la incertidumbre que proyectaban sobre mi futuro preocupaban a mi abuela, durante aquellos paseos incesantes de la tarde y de la noche, en los que veía pasar y volver a pasar –con el perfil alzado hacia el cielo– su hermoso rostro de mejillas morenas y surcadas de arrugas –que con la edad se le habían vuelto casi malva, como las tierras labradas en otoño– y cubiertas, cuando salía, con un velito a medias alzado y en las cuales había siempre, secándose, una lágrima involuntaria, provocada por el frío o por un pensamiento triste». Hay otra cuestión que sí me produce desconcierto. Es de dominio público que la tradición concede suma importancia a la frase con que Proust arranca el ciclo. Los más severos proustianos coinciden en el criterio de que con admirable sutileza el autor condensa en su brevedad las reglas del tiempo que serán determinantes a lo largo de todo el espectro narrativo. Pues bien, he aquí la primera frase de Proust: «Longtemps, je me suis couché de bonne heure». Se establece así con absoluta claridad que el narrador rememora, desde el presente en que escribe, el hábito que explícitamente inserta en un tiempo pasado, lejano, tal vez remoto. Por alguna razón que no consigo explicarme, Mauro Armiño construye la oración de la siguiente manera: «Me he acostado temprano, hace mucho». Además de forzar la sintaxis hasta extremos chirriantes, la frase de Armiño incurre en la contradicción de situar casi en tiempo actual o se sobreentiende que muy próximo, una acción que fue llevada a cabo hace mucho. Y prosigue ya en el tiempo verbal que corresponde: «A veces, nada más apagada la vela, mis ojos se cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Estoy durmiéndome"». ¿Por qué semejante inicio forzado, absurdo, decididamente erróneo, que al leerlo produce auténtico sobresalto? Debo confesar que me asombra. Por el contrario, Carlos Manzano sí se ajusta a los esquemas bien señalados de la frase: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa que no tenía tiempo de decirme: "Me duermo"». Como puede advertirse, dejando a un lado la conflictiva oración inicial, el cotejo de la siguiente aporta sólo muy leves variaciones. Sin perder de vista la diferencia de enfoques a que hacía referencia más arriba, esta es la tónica dominante en ambas traducciones: en cualquier párrafo que elijamos para comprobarlo, los matices nos descubrirán alternativas a nuestro juicio acertadas junto a otras que por lo menos nos atreveremos a calificar de dudosas e incluso de insatisfactorias. Se ha dicho que las versiones de Armiño y Manzano no pueden aspirar a equipararse con la de Pedro Salinas, porque ninguna de las dos alcanza su altura. Opinión respetable pero me temo que no equitativa. Presumo que Manzano y Armiño emprendieron la traducción a partir de las ediciones de La Pléiade de JeanYves Tadié (1989) o las más recientes debidas a Jean Milly, ambas con un valioso aparato filológico al servicio del mejor entendimiento del texto proustiano. Salinas se vio obligado a trabajar sin soporte externo alguno, diría que a pelo, exclusivamente confiado en el dominio de los resortes de la propia lengua que no era ni mucho menos susceptible de amoldarse a los registros de Proust, origen como ahora es obvio, pero no entonces, de una nueva categoría estilística en el ámbito del francés literario. Por tanto, el esfuerzo tremendo que debe ser reconocido a los traductores de hoy –ambos siguen empeñados en la aventura de completar la obra– no es óbice para admitir que operan desde una situación en principio ventajosa respecto a Salinas, pero a la vez más comprometida por cuanto vienen obligados a asimilar los avances filológicos y académicos ya consolidados y a dotar sus respectivas versiones de la indispensable unidad de estilo que hasta ahora ninguna otra ha poseído y tanto se echa en falta. De manera que no se trata de superar lo que ya ha sido superado por el tiempo y el incesante aporte de orientaciones, sino de fijar métodos de trabajo y ajustar con la máxima precisión estructuras que, a ser posible, hicieran definitivo el trasvase a la lengua castellana de una de las más grandes obras de la literatura de todas las épocas. ¿Quiere decirse con esto que Marcel Proust acabará por ceder antes o después a los denodados intentos de quienes no vacilan en medir sus fuerzas con él a sabiendas de los riesgos que asumen? Lo considero probable, pero tampoco me atrevería a vaticinarlo. Sigo pensando que cualquier traducción realmente ambiciosa responde a un ideal de difícil alcance, aunque conviene plantearlo como un logro necesario desde la perspectiva de su utilidad. De todos modos, prefiero no olvidar las sensatas palabras que el poeta Josep Carner (extraordinario traductor de Charles Dickens al catalán) dedicó al asunto con saludable ironía y pragmatismo: «Aprendan lenguas. Eso tiene dos grandes ventajas. Una es que podrán traducir y la otra que, siendo conversadores en lenguas ajenas, prescindirán de las traducciones». En resumidas cuentas, la lengua francesa, la lengua en que Marcel Proust escribió A la recherche du temps perdu, no es precisamente la china.

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