domingo, 1 de febrero de 2015

Más sobre Paco Porrúa, por Elvio Gandolfo

Como para empezar bien el año, lo que publicó el escritor y traductor argentino Elvio Gandolfo, en el suplemento ADN, del diario porteño La Nación, el 26 de diciembre pasado, con motivo de la muerte del editor y traductor Paco Porrúa.

Una fuerza de la naturaleza

No pude evitarlo: me sorprendió la muerte de Paco Porrúa, aunque tuviera ya 92 años. Mi hermano Sergio, que vive en Barcelona, lo expresó bien en un mail: "¿Viste?, se murió Porrúa, no lo podía creer". Como otras fuerzas de la naturaleza, era algo que no se veía, pero esencial y eterno. El editor apasionado por su trabajo tiene algo cercano al traductor, en su invisibilidad para la masa de lectores, incluso para la "intellligentsia". Sobre todo si no se ha dedicado a batir su propio parche. Pasaba con Boris Spivacow en Eudeba y Centro Editor de América Latina, con Jorge Lafforgue en Losada o Legasa. A todos los conocí primero sin conocerlos, ni siquiera por el nombre, a través de los libros que editaron y que me alimentaban mi propia pasión de lector. Con todos terminé colaborando. La colaboración con Porrúa fue, por lejos, la más breve y, por un momento fugaz, la más traumática para mí.

A esas alturas ya sabía desde hacía tiempo que Porrúa editaba la mejor colección y revista de ciencia ficción en español, por leerla y coleccionarlas (aún tengo completa la primera época de la revista Minotauro). El contacto fue Marcial Souto, que también primero lo admiraba, y después colaboró (aunque él durante décadas), con Minotauro, primero con traducciones de J. G. Ballard, Ray Bradbury o Cordwainer Smith, después con tareas diversas, como la corrección de traducciones, y en su propia época dorada (la de El Péndulo) con una colección de autores argentinos y una segunda época de la revista, muy ilustrada y con mucha información.

Yo había traducido varios cuentos para distintas revistas, y para la colección en la que Marcial había publicado a Mario Levrero en Montevideo, antes de mudarse a Buenos Aires. Solíamos hablar de Porrúa. Un día me dijo algo que yo no pude creer: podía presentármelo y traducir un libro para Minotauro. Era el primer libro entero (y largo) que iba a traducir. El primer encuentro, cuando me dio el libro en inglés, fue tan breve que nunca pude recordarlo. Hice el trabajo dificultosamente, empezando a odiar al autor original (me daba la impresión de que escribía difícil solo para fastidiarme) y al fin lo entregué.

El segundo encuentro fue más largo y más terrible y por lo tanto inolvidable. Después de los saludos de rigor, me invitó a sentarme frente a él, sacó la traducción, y con total ecuanimidad, sin el menor subrayado, con una voz pragmática y sintética, me fue mostrando las primeras páginas. En cine la cámara habría avanzado sobre mi espalda y después el zoom mostraría en detalle que esas pocas páginas que Porrúa había corregido estaban cubiertas de errores marcados con birome roja, que las cubrían como una red. Quedé demudado, atónito. "Si corrigiera todo", pensé, "deben de ser como tres mil errores". Sin dejar de ser ecuánime, sin juzgar nada fuera del trabajo en sí, Porrúa me hizo notar que tenía que dársela a otro traductor, y por lo tanto me proponía no que me retirara de inmediato de su presencia, sino pagarme menos. Acepté de inmediato. Ya estaba a punto de irme, tal vez envuelto en un silencio sepulcral de su parte, cuando me dijo:

-Mire, los problemas que usted tiene son estos.

Habrá hablado durante media hora. La voz era tranquila, segura, otra vez ecuánime. Fue un curso relámpago que equivalía a varios años de curso formal, o simplemente a años y años de experiencia. Meses después traducía mucho mejor, y libros enteros con un poco menos de vergüenza, tarea que seguí ejerciendo hasta hoy.
Evité mencionar la relación de Porrúa con Cortázar y Rayuela, y con García Márquez y Cien años de soledad, por repetida hasta el hartazgo en estos días. Subrayé en cambio la colección Minotauro porque me acompañó siempre en el disfrute de la ciencia ficción, y lo sigue haciendo, ya convertida en otra cosa al desaparecer su demiurgo, hace ya unos cuantos años, cuando la vendió al sello Planeta.

Alguna vez tendría que escribir un relato largo que se llamara "Los Porrúa". Porque en un momento empecé a colaborar con una revista que sacaba en Mar del Plata una tal Ana Porrúa, de quien me hice amigo en seguida. Una vez le pregunté, y sí: era la hija de Jesús Porrúa, hermano de Paco. En una ocasión me invitó a ir a Mar del Plata (que yo no conocía) a la presentación de su revista con un nuevo nombre. Cuando llegó el fin de semana me dijo que el padre nos había invitado a comer un asado en su casa. Quedaba en El Tejado, un "paraje" de Camet, un pueblo pegado a Mar del Plata. Agregó dos ganchos: ese sitio boscoso tenía unas 250 variedades de árboles, y Jesús contaba con una biblioteca de ciencia ficción con rarezas especiales.

Recuerdo todo ese largo día con la misma claridad que la media hora de aprendizaje con el Porrúa editor. El sitio era increíble, como el clima: soleado y fresco, entre árboles que en algunas zonas parecían de un bosque encantado. El asado perfecto, el vino tinto muy bueno, la charla distendida. En un momento el hombre amable, sonriente y sereno con el que estaba hablando me invitó a ir a la casa. "A usted también le interesa la ciencia ficción. Venga que le muestro algo". Mientras caminábamos, me contaba que al principio, por un tiempo muy breve, él había formado parte de Minotauro. La biblioteca era más bien pequeña, prolija, y tenía libros muy buenos, muchos del sello. Extrajo uno. "A ver si sabe qué es esto", dijo. Le dije que sí: era la primera edición de Crónicas marcianas, la del prólogo de Borges. "Eso es", dijo. Y agregó: "Ábrala". Al verme vacilar un poco extrañado, agregó: "Ábrala, ábrala." La abrí. Tenía todas las páginas en blanco. Ahora él me miraba con una sonrisa de oreja a oreja. Gracias a mis años de imprenta yo sabía de qué se trataba, pero me lo explicó antes de que se lo dijera. "Es el ejemplar ficto que armamos para ver cómo encajaba el lomo." El resto del día fue redondo, perfecto. Hasta cierto punto me sentía como un hobbit pequeño y satisfecho, en pleno bienestar.

El grado extremo en que Paco Porrúa fue humilde (uno sospecha que, sobre todo, para trabajar tranquilo) está en que casi no se han publicado cartas de él. Pero queda un testimonio largo y prolijo, en que se deducen sus cartas por reflejo. Son los tomos de la correspondencia de Julio Cortázar. Sobre todo el segundo y el tercero, entre 1955 y 1968. Al principio Cortázar lo trata con un respetoso "usted". Después pasa al tuteo, y a partir de la aparición de Rayuela los dos caen en una vorágine de actividades cruzadas. En una carta de 1965 le pone los puntos sobre las íes (algo muy difícil de hacer con un amigo) cuando Porrúa (según se deduce) insiste en que acepte ser jurado de un concurso de novela para una revista argentina, pensando en "lo que ha hecho esta gente por tus libros".

Cortázar considera que no le debe nada a quienes se limitaron a cumplir con su deber. Y recuerda en contraposición el primer encuentro entre ellos: "Yo te estoy profundamente agradecido a vos por infinidad de motivos, que empiezan desde los tiempos en que fuiste capaz, con una generosidad e inteligencia muy grandes de guiar los siempre inseguros criterios editoriales de la calle Alsina. Tu dirección, tu manera casi secreta de decirme de pasada algunas cosas -en nuestra primera chala en el café de la esquina de Bolívar y la Plaza de Mayo-, tu colaboración incansable con alguien que, por andar tan lejos, representaba la fatiga de una correspondencia incesante. Vos no tenías nada que ganar con todo eso, vos lo hiciste porque mis libros te gustaron y los apoyaste." Que son las dos tareas esenciales de un gran editor.


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