martes, 3 de marzo de 2015

Una historia de cuando los políticos estaban alfabetizados

El 25 de febrero pasado, el cuentista y crítico argentino Fernando Sorrentino publicó en El Trujamán la siguiente columna sobre Bartolomé Mitre. Para los muy jóvenes y los extranjeros, las referencias del principio son para el líder sindical Herminio Iglesias y para Carlos Menem (que, como todo el mundo sabe, fue dos veces presidente de la Argentina, aunque ahora resulta que nadie lo votó), ambos representantes del justicialismo, partido fundado por el general Perón.

El perenne amor de Bartolomé Mitre
por la traducción poética

En 1983 cierto político argentino suscitó el general regocijo de los televidentes cuando, prefiriendo la analogía a la etimología, afirmó que, en las próximas elecciones, su partido «triunfaría conmigo o sinmigo». Aunque en esa ocasión su bandería cayó derrotada (consigo o sinsigo), años más tarde conoció la victoria y llevó a la presidencia a otro docto varón, que cumplió las proezas bibliográficas de leer las memorias de Sócrates y las novelas de Borges, según declaró con visible orgullo. En los días de mayo de 2003, obedeciendo el consejo evangélico (Haceos como niños), el mismo expresidente nos impartió una lección de humildad al conjugar el pretérito perfecto simple del verbo andar  como lo haría un párvulo de tres años: evitando el pedantesco anduvo y sustituyéndolo por el simpático andó (en sintonía con otro rival —gobernador, abogado, plutócrata, siempre arregladito como pa' ir de boda— que escribió petrolio por el codiciable hidrocarburo que suele desencadenar la filantropía de Anglosajonia).

Hombres, en fin, menos entusiastas del estudio o del conocimiento que de la insensatez y de la rapacidad, la lectura más compleja que la mayoría de los actuales políticos argentinos logra alcanzar son las revistas deportivas o de chismes televisivos, cuya exégesis puede derribarlos en un surmenage rayano con la catatonia y acaso con la muerte por estallido cerebral.

Pero no siempre sucedió así.

La carrera política del general Bartolomé Mitre (1821-1906) encontró panegiristas y detractores. En tal sentido, yo no estoy en condiciones de emitir juicio alguno, pero sí estoy seguro de que fue una persona en extremo inteligente, ilustrada, laboriosa y capaz.

Si no hubiera cumplido otro trabajo intelectual que documentarse con la máxima escrupulosidad y componer la Historia de Belgrano y de la independencia argentina y la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, tendría asegurado un lugar de honor entre los próceres de la cultura. Aunque de modestos méritos, asimismo escribió poesías, dos dramas históricos (Cuatro épocas y Policarpa Salavarrieta) y dos novelitas sentimentales (Soledad  y Memorias de un botón de rosa).

También le alcanzó el tiempo para ser presidente de la Argentina entre 1862 y 1868, para desempeñarse como generalísimo de la Triple Alianza en 1864 y para fundar en 1870 el diario La Nación, que aún perdura con excelente salud.

Pero, paralelamente a tantos afanes políticos, militares, historiográficos y literarios, durante toda su vida lo acompañó el amor por la traducción poética.

Ricardo Caillet-Bois nos dice que Mitre:

“Conocía el latín y poseía a fondo el italiano, el francés y el inglés. Desde los veintidós años, al mismo tiempo que aumentaba sin cesar el bagaje de su cultura histórica, se preocupaba por perfeccionar su estilo. «Me sobra facilidad para expresarme en verso —escribió en [su] Diario […]—, pero encuentro dificultad para hacerlo en una prosa que me llene, porque me falta un estilo propio».”

El drama Ruy Blas, de Victor Hugo, se estrenó en Montevideo a mediados de 1840, en traducción en verso del bisoño Bartolomé, de apenas diecinueve años.

Un año antes había traducido la «Elegy Written in a Country Churchyard», de Thomas Gray, tarea en la que lo había precedido su también joven compatriota José Antonio Miralla en 1823 (trujamán «Al Parnaso por medio de la traducción»).

Veinticuatro años más tarde (1863), siendo presidente de la República, vierte al español «A Psalm of Life» («Salmo de la vida»), de Longfellow.

En 1888 traduce, de Victor Hugo, «Oh! n'insultez jamais une femme qui tombe!» con el título, más tranquilo, de «La mujer caída», y en 1889 «La prière pour tous» («La oración por todos»).

Escribe don Rafael Alberto Arrieta:

“Pero hacía cuarenta años que La divina comedia era uno de sus libros de cabecera y lo incitaba, aunque sin decidirlo. Pensando al fin que «es uno de esos libros que no pueden faltar en ninguna lengua del mundo cristiano, y muy especialmente en la castellana, que hablan setenta millones de seres, y que a la par de la inglesa —como que se dilatan en varios territorios— será una de las que prevalecen en ambos mundos», y convencido de que la versión del conde de Cheste, única española, traicionaba el buen gusto y el buen sentido, comenzó la suya, «iniciada por vía de solaz y continuada con un propósito serio.

En 1889 se conocieron cuatro cantos del «Infierno»; en 1893 Mitre dio por concluida la traducción total de la obra. Como no podía ser de otra manera, su versión recibió elogios y objeciones; también generó algún cuentecillo satírico (que me permití recordar en el trujamán «De gringos, perjuicios y traducciones»).”

Por último, llegando ya a sus ochenta años (1900) y utilizando el seudónimo de «Un Arcade de Roma», publicó la versión definitiva de sus traducciones de las odas de Horacio: Horacianas. Ad litteram versæ (con notas y nuevos comentarios).


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