viernes, 30 de junio de 2017
"Manuel de la Escalera siempre vivió de su trabajo de traductor. Incluso, increíblemente, desde la cárcel, desde las cárceles"
Aníbal Malvar publicó el 23 de junio pasado, en Público, de España, la siguiente nota
sobre Manuel de la Escalera, un
traductor nacido en México, detenido por los franquistas y condenado a muerte, que pasó 23 años traduciendo en las cárceles de Franco y que
murió a los 99 años, al cabo de una vida llena de alternativas.
El escritor que
tradujo Tarzán
en una cárcel
franquista
Los que lo conocieron
lo recuerdan como un tipo tranquilo, apacible... “El mejor ser humano que he
conocido”, dice Ramón Akal, su más reciente editor. Será cierto si coincide
todo el mundo. Manuel de la Escalera (1895-1994) forjó su placidez existencial sobre
una biografía ciertamente tormentosa:
nacido en México casi por accidente, después criado en Santander, fue
presidiario, escritor, traductor, escultor y cineasta. Estudió de adolescente
Bellas Artes en México DF mientras Madero, Pancho Villa y Emiliano Zapata
hacían la revolución; trató a Picasso en los felices 20 parisinos; aprendió el
oficio del cine en los míticos estudios de la Paramount en Joinville-le-Pont,
donde rodó sus películas Carlos Gardel; durante la Guerra Civil española,
recorrió el frente cántabro proyectando películas para los milicianos y rodando
documentales bélicos como oficial a las órdenes del Estado Mayor republicano;
fue detenido por los franquistas en el 39 y
recorrió las cárceles de Alcalá de Henares, El Dueso, Burgos y algunas más como condenado a muerte; en
prisión, escribió clandestinamente un libro que relata la vida de los
sentenciados a pena capital, manuscrito que logró evadir de forma prodigiosa
para que un amigo lo mantuviera 17 años oculto en la caja fuerte de un banco;
tras serle conmutada la condena por cadena perpetua, salió de la cárcel en
1962, pero la publicación en México y bajo pseudónimo de sus memorias
carcelarias le obligó huir de la policía político-social y exiliarse al país
azteca en 1996... La monocorde biografía de cualquier hombre plácido y
tranquilo, ya se apuntó arriba. Murió a los 99 años en la cama de una
residencia de ancianos de Santander, traduciendo hasta el final para completar
su magra pensión y pagarse los cuidados.
Salió estos días a
las librerías la novela memorialista de Manuel de la Escalera Mamá Grande y su tiempo, en la que un viejo
revolucionario español caligrafía su infancia y adolescencia. “Esta
autobiografía no llegó a consumarse. Iniciada en la clandestinidad, los
trabajos del parto siguieron durante varios años en varias cárceles, hasta que llegó
un momento en el que el aborto se impuso”, escribe Escalera en el
colofón de este texto que acaba de publicar Akal. Esta Mamá Grande no había sido reeditada desde que en 1980 la
distribuyera una pequeña firma santanderina. Como toda la obra de Escalera,
amarillea en la marginalidad.
El editor Ramón Akal
está empeñado en desempeñársela al olvido. Escalera fue su amigo y traductor en
los años 70, al poco de regresar el ex condenado definitivamente a España.
Fruto de su colaboración es la primera obra de John Berger editada en España: Ascensión y caída de Picasso (Ed. Akal,
1973). “Hizo una traducción que para mí aun es la canónica. De hecho, ese mito
de que pasó dificultades al volver a España o en su vejez no es tan cierto,
creo yo, aunque durante los últimos años perdimos el contacto. Tenía un montón
de encargos de las mejores editoriales. Era uno de los traductores españoles
mejor considerados”, recuerda Akal. “Además, colaboraba habitualmente con
revistas y periódicos, Papeles de sor Armadáns, Triunfo, Informaciones...”,
añade.
Manuel de la Escalera
siempre vivió de su trabajo de traductor. Incluso, increíblemente, desde la
cárcel, desde las cárceles: Alcalá de Henares, Burgos, El Dueso. “En la cárcel
de Alcalá de Henares, Manuel de la Escalera escribió un diario impresionante y
de una alta calidad literaria y humana”, aseguró hace años Marcos Ana tras leer
Muerte después de Reyes, que Akal
recuperó en 2015. Es quizá la obra cumbre de Escalera. Un libro escrito a
escondidas de sus carceleros, sacado de prisión clandestinamente y custodiado
durante casi dos décadas en la caja fuerte de un banco.
Siguiendo su periplo
carcelario, Escalera conoció y selló amistad en el Dueso con otro condenado a
muerte, un tal Antonio Buero Vallejo. El dramaturgo calificó así el libro
carcelario de su compañero de celda cuando lo leyó muchos años después: “De
cuantos libros he podido al fin leer de aquellas tremendas experiencias del
dolor hispano, el tuyo es, sin menoscabo de su punzante veracidad, la más
admirable conversión en bella y honda literatura, merecedora de perduración, de las terribles
vicisitudes padecidas por nuestro pueblo cuando quiso edificar una España
liberada de la agresión republicana”.
Y en la cárcel fue
también donde el editor Josep Janés (el abuelo de Plaza&Janés) le encargó
su primera traducción profesional: el Tarzán del
escritor norteamericano de pulp Edgar
Rice Burroughs, pater intelectual del
hombre de la selva. Más tarde, el editor le iría asignando traducciones menos
cuadrúpedas: Katherine Mansfield, Saroyan, Sommerset Maugham, Joyce… Antes de
enviar sus manuscritos a la imprenta, estos eran supervisados por los
capellanes de las distintas penitenciarías. Aunque se sabe que algún que otro
libro tradujo y sacó de forma clandestina, sin pasar por la censura del
capellán.
Próximamente, Akal sacará a las librerías el volumen Cuentos de nubes, aparecido
en 1981 y que trae a un Escalera que vive la transición española, según escribe
Álvaro del Amo en la contracubierta, “con una sabiduría de santo plácido, de
elegante socarrón. Porque mirar al cielo tiene, nos advierte, sus peligros”.
jueves, 29 de junio de 2017
De cómo hace Tabarovsky para llegar a Sergio Sant'Anna
Chismoso y digresivo como de costumbre, Damián Tabarovsky publicó la siguiente
columna en el diario Perfil, del 11 de junio pasado. Trata sobre la traducción
de dos autores brasileños, aunque se centra en uno de ellos: Sergio Sant’Anna (foto). O no tanto. Aunque, vaya uno a saber, ¿no?
Un autor traducido
El otro día, M.C. me pidió, con cordialidad y delicadeza,
que dejara de escribir sobre política en esta columna. Implícito, se le notaba
un cierto “no entendés nada” o “te estás equivocando”, que probablemente sea
cierto. Hecho curioso, ya que más de una vez le sugerí lo mismo a S.B. Curioso
para mí, digo, encontrarme ahora en esa situación. No obstante, he tomado al
pie de la letra el consejo de mi amiga, y les ahorraré a mis hipotéticos
lectores, al menos por hoy, mis digresiones sobre tal candente actualidad.
Dispuesto entonces a cambiar de tema (cambiar de tema es un arte como todo lo
demás, y yo lo hago particularmente bien) recuerdo pues una anécdota que me
contó un entonces joven editor, que recibía en la calle República Arabe Siria.
A poco de entrar en la editorial, pensó en traducir a, según él –opinión con la
que coincido–, los dos mejores escritores brasileños contemporáneos, ambos ya
muertos, pero entonces aún inéditos en castellano: Sergio Sant’Anna y João
Gilberto Noll.
Les escribió a los dos, pero con la mala
suerte (mala suerte para él: buena para los escritores) de que ya habían sido
contratados por otras editoriales argentinas (los contratos ya habían sido
firmados pero los libros aún no habían sido publicados, por eso el joven editor
pensó que esos autores estaban disponibles). Entonces el editor pegó un
volantazo y decidió publicar la recién salida primera novela de un joven autor
brasileño que le gustó mucho, Daniel Galera (la novela se llama Manos de caballo), antes de que la obra
de Galera pasara luego a ser publicada en castellano por un megaholding transnacional.
Volviendo a la anécdota, Noll encontró
editorial en Adriana Hidalgo, donde publicó cinco libros. Y Sergio Sant’Anna en
Beatriz Viterbo, donde publicó dos. Noll tuvo entre nosotros una gran recepción
crítica, se volvió un autor imprescindible para la mejor crítica literaria. A
Sant’Anna también le fue bien, aunque tal vez algo menos, más allá de que sus
libros fueron traducidos por César Aira, algo poco usual (no el hecho de que
Aira tradujera –actividad a la que se dedicó por décadas– sino que lo hiciera
del portugués, a un colega contemporáneo, y no por encargo profesional –por
dinero– sino como intervención literaria). No obstante, Sant’Anna tiene de todas
maneras sus fieles lectores. Y seguramente tendrá más si algún día se
distribuye en Argentina El vuelo de
madrugada, magnífico libro de relatos, publicado en Chile por la buena
editorial Hueders, traducido por Ariel Magnus (en la reciente Feria del Libro
vi que se lo metían en la mochila a un editor ya casi veterano, en alguna
actividad seguramente ilícita de compraventa de la que prefiero no enterarme).
En El
vuelo de madrugada, Sant’Anna logra hacer bien eso que en general hace daño
a la literatura: ser virtuoso. El estilo de Sant’Anna lo es, pero en su caso,
en sus cambios de registro de cuento a cuento, o incluso en los cambios de
ritmo interno de cada párrafo, en ese eclecticismo que caracteriza su obra,
sale victorioso. Sant’Anna puede pasar de una narración acerca de la vacilación
sexual, escrita en un tono casi clásico (como en Un error de cálculo), a la
metaficción (como en el par Un cuento abstracto/Un cuento oscuro), de un estilo
a otro bien distante, y siempre ser fiel a sí mismo: único.
miércoles, 28 de junio de 2017
Un espléndido Seferis publicado en Chile
Y hablando de editoriales chilenas, corresponde destacar la labor que está llevando adelante Tajamar Editores. A los volúmenes clásicos que ha ido integrando a su catálogo –una nueva edición de los Ensayos literarios, de Ezra Pound, traducidos por Tal Pinto y Julia J. de Latino; otra, de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, en traducción de Óscar Luis Molina, etc.–, suma ahora un fundamental Seferis íntegro, que reúne la totalidad de la obra del poeta griego Giorgos Seferis (1900-1971), Premio Nóbel de Literatura en 1963.
La traducción del volumen estuvo a cargo de Miguel Castillo Didier, a quien también se debe el magnífico volumen que Tajamar Editores publicó años atrás dedicado a la obra completa de Constantino Kavafis.
martes, 27 de junio de 2017
La omisión de los traductores le resta seriedad a la editorial de la Universidad Diego Portales
Una
parte del prestigio de la Universidad Diego Portales tiene que ver con su
editorial. Pese a las muchas críticas que recibe esa editorial chilena –por apostar siempre sobre
seguro, por rozar el snobismo en la elección de los títulos contemporáneos, por
los precios de los libros, etc.–, el tiempo va revelando un catálogo muchas
veces interesante (cfr. http://ediciones.udp.cl/catalogo.pdf), al que vale la
pena consultar.
Con todo, al hacerlo, uno descubre que el nombre de los
traductores brilla por su ausencia. Así, por caso, nos enteramos de la
existencia entre las novedades de Biografías selectas, de
Thomas de Quincey, o de Vidas de Spinoza,
de Jean Colerus, Jean Maximilien Lucas y Pierre Bayle, pero nada sabemos de
quiénes tradujeron esos libros que no existen en castellano porque así lo haya
decidido ningún espíritu santo, sino porque hubo un traductor que pasó muchas
horas de su vida, detrás de un escritorio, traduciéndolos. Omitir su nombre en
un catálogo no es un detalle menor: habla de la mentalidad de quien edita y le resta seriedad al emprendimiento.
lunes, 26 de junio de 2017
Convocatoria de la Casa de Traductores Looren
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Esto veía desde su ventana el Administrador de este blog el año pasado en Looren |
Estimadas y estimados colegas, amigas y amigos de la Casa de Traductores Looren:
La Casa de Traductores Looren y el Ministerio de Cultura la República Argentina, con
el apoyo de la fundación Avina Stiftung y el auspicio de la Embajada de Suiza
en Argentina, convocan a 2 (dos) becas de residencia en la Casa de
Traductores Looren(Suiza) para
traductores literarios profesionales de nacionalidad argentina.
Cada beca contempla una
estadía de un mes en la Casa de Traductores Looren, en Suiza, del
22 de enero al 21 de febrero de 2018 (las fechas son ligeramente
flexibles), pasaje ida y vuelta y un subsidio de 1500 francos suizos.
Las becas se dirigen a traductores literarios profesionales argentinos que
estén traduciendo una obra literaria de cualquier idioma al español y que
cuenten con un contrato editorial para la traducción.
La convocatoria
estará abierta del 3 de julio al 31 de agosto de 2017.
La selección se realizará
de común acuerdo entre el Ministerio de Cultura de la Nación y la Casa de
Traductores Looren. Se tomarán en cuenta, entre otros, los siguientes
aspectos: el proyecto de traducción presentado, la trayectoria del postulante,
su lugar de residencia y la valoración de la estancia en el exterior para su
formación, desarrollo profesional y/o para una posible actividad de
transferencia una vez de regreso en Argentina (charla, taller, participación en
actividades de networking, capacitación profesional de traductores,
etc.)
Agradecemos su ayuda
en la difusión de esta convocatoria y saludamos cordialmente,
Carla Imbrogno
Coordinadora Looren América Latina
Übersetzerhaus Looren / Casa de Traductores Looren
Wernetshausen, Suiza
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Becas Looren,
Looren América Latina
viernes, 23 de junio de 2017
Con lugares comunes, incorrecciones políticas y errores, Juan Cruz presenta a Aurora Bernárdez
“Un libro recopila textos
de la mujer de Cortázar, junto a una larga entrevista con el músico y cineasta
Philippe Fénelon. A la sombra del escritor, nunca publicó su obra”: así dice el
copete de la nota que publicó en el pasquín El
País, de Madrid, el pasado 15 de junio. el español Juan Cruz, un
tipo dedicado a comentar chismes de la farándula literaria, que siempre se
ocupa de relatarnos sus estados de ánimo (como si nos fueran a interesar)
cuando se encuentra con tal o cual, informándonos de paso que trata por su nombre de
pila o apodo al objeto de su artículo, para que sepamos que los conoce en la intimidad. Puede que
para la lógica de consumo editorial haga falta gente así: petimetres que se dan
aires y que viajan con salero de una feria literaria a otra como si tuvieran alguna
importancia. Pero lo que no corresponde es que cometan errores u omisiones, como
le han hecho saber al coso éste los lectores que comentaron su nota on line. Préstese especial atención a la
eterna confusión entre los gentilicios “porteño” y “bonaerense”, algo en que no
debería incurrir alguien que viene todos los años a Buenos Aires, y, sobre
todo, al inteligente comentario de Paco Morillo. Algún día, Aurora Bernárdez también escapará de la estupidez.
Aurora
Bernárdez escapa del silencio
Aurora Bernárdez (Buenos Aires, 1920-París, 2014) era como de papel,
frágil, y era de una potencia increíble, dotada de una memoria implacable. Ese
fue su espíritu de traductora: ni una palabra ni un dato fuera de lugar. Ella
decía que estaba hecha “de papel”, pero era también de hierro. Descendiente de
emigrantes gallegos, en 1952 conoció a Julio Cortázar, un joven larguirucho de
aspecto adolescente con el que hablaba de libros y de gente en el London bonaerense. Se casaron un año más tarde y se separaron en 1968, pero
regresó a su lado y hasta su último suspiro vivió junto a él.
Aurora
Bernárdez acompañó a Julio Cortázar en excursiones profesionales –eran
traductores de la ONU– por todo el mundo y fue su musa. No fue La Maga de Rayuela; La Maga, en realidad,
parece que fue mucha gente. Pero sí fue, por ejemplo, la mujer que le dijo en
la India que hay escaleras que solo sirven para bajar, y esa ocurrencia dio de
sí el relato Instrucciones para subir una escalera, incluido en Historias de cronopios y de famas. En 1968, ella volvió a Buenos Aires,
pero regresó pronto a París, su centro del mundo. Volvió junto al escritor
cuando este cayó enfermo y se quedó solo –había muerto el último amor del autor
de Rayuela, la escritora y fotógrafa
Carol Dunlop–. Lo acompañó en ese dolor final. Era 1984. Luego se convirtió en
su albacea.
Aurora nunca habló en público, ni de Cortázar ni de nada
que sintiera que era secreto. Acudía a homenajes al escritor bonaerense –como
el que se celebró para relanzar su obra en la Fundación March de Madrid en 1993–
y permanecía silenciosa, como una efigie. En privado, era un torrente de
memoria y datos. Hizo una excepción a aquel silencio público: mantuvo una larga
conversación con su amigo Philippe
Fénelon, músico y
cineasta, su amigo desde principios de los años ochenta.
La casa de París
Ella
conocía el trabajo de Fénelon. La admiración por lo que este había hecho, en el
cine y en la música, la llevaron a ponerse ante la cámara para una charla
insólita que se realizó entre 2004 y 2005 y que ahora forma el núcleo de El libro de Aurora, que publica
Alfaguara, editado por Fénelon y por Julia Saltzmann, la editora argentina que
durante años ha sido la responsable de la edición de las obras de Cortázar.
El
cineasta encontró suficiente material que ahora junta en la casa parisiense de
Aurora, la misma en la que Cortázar escribió Rayuela. Ahí había, también, “una especie de diario
que ella había empezado en los años cincuenta; estaba escrito en distintos
cuadernos, algunos de escritura casi inexistente porque ella había utilizado
unos lápices verdes que se fueron difuminando con el paso del tiempo”.
Esa casa, histórica también por haber sido vivienda de Rayuela, sufrió un gran desorden, dice Fénelon,
en la década previa a la muerte de Aurora, en 2014 en París. “Y fue muy
complicado recomponer las decenas de versiones que había sobre un mismo texto”.
Al final, ha recuperado para El libro de Aurora esos escritos descompuestos, las
poesías –“que no están nada mal”– y los diarios, algunos de los cuales se
refieren a vivencias con Cortázar o a discusiones que suscitaba la personalidad
del autor.
“Escribía sus sueños, sus lecturas y sus agendas
diarias”. Destruyó agendas anteriores al año 1979. ¿Por qué? “Por la misma
razón por la que destruyó las cartas de Julio cuando se separaron: eran 60
cartas. Luego se arrepintió”.
Al final, volvieron juntos en circunstancias dramáticas
para Cortázar. “En realidad, nunca hubo una separación oficial; ella regresó a
Buenos Aires y se reinstaló con una relación previa, que siguió sin funcionar.
Y volvió. Como trabajaba en la Unesco, como Julio, se seguían viendo”, señala
Fénelon.
Tras una conversación en la que ella está con Octavio Paz
y otras personas relacionadas con la cultura, se habla de la personalidad de
Cortázar, Aurora anota: “Las virtudes personales de Julio, bien conocidas por
quienes lo estimaban e ignoradas por los demás, no son lo importante: lo que
cuenta es la obra. En lo otro hay más posibilidades de duda. E incluso, ¿quién
puede meterse a decir, con certeza, cómo era un hombre? En el caso de Julio,
sus actos fueron a veces contradictorios: muchos de ellos te sorprenderían. No
es el caso de convertirlo en paradigma. Le hubiera repelido. De lo que hay que
hablar es de la obra. Para lo demás: silencio”.
Ella no quería hablar de todo lo que había pasado en su relación.
Imagino que fue muy triste para los dos, seguro. Se liaron con problemas de los
que ella no quería hablar.
El
libro de Aurora es lo más lejos que ha estado esa
mujer tan privada y tan hacia adentro de mostrarse también como una mujer para
afuera.
Algunos comentarios a la nota de Juan Cruz
Adalberto Carbos Agozino:
La confiteria o bar "La London" donde escribía
Cortazar se ubica en la esquina de las calles Av de Mayo y Perú. En el centro
de la ciudad de Buenos Aires, a 500 metros de la Casa Rosada, sede del Gobieno
Nacional. Por lo tanto, no es bonaerense sino "porteña". Los
bonaerenses son los nacidos o residentes de la Provincia de Buenos Aires. Los
nacidos o residentes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires reciben el nombre de
"porteños". Gracias.
Edgar Allan:
¿No
quedamos en que ya no había "mujeres de"...? Se puede hablar de
Aurora Bernárdez como traductora, y los que nos interese ya sabemos que era
esposa de Cortázar, y muy buena esposa por cierto, pero a ver si se aclaran
ustedes con ustedes mismos.
Guillermo de
Ockhan:
Todos los
que leíamos a Calvino en español conocíamos y valorábamos el trabajo de
Bernardez.
Paco Morillo:
Otra vez el
rollo políticamente correcto de "gran mujer tapada por gran hombre".
Ni J.C. tapó a nadie, ni A. B. era una desconocida. Fue una traductora muy
buena y prestigiosa, y sus traducciones son su obra. Si no publicó literatura propia
fue porque no le dio la gana. Es más, aunque no fuera conocida por sus
traducciones, si hubiese querido publicar cosas suyas, lo habría tenido muy
fácil, precisamente por estar casada con J. C.
Rasi Nari:
Los
españoles siempre tendremos que agradecerle a Aurora sus maravillosas
traducciones en una época oscura de nuestro país en la que el acceso a los
idiomas extranjeros por parte de la mayoría de la población era problemático y
a determinados autores solo los podíamos leer en aquellas ediciones argentinas
de Losada que luego fue adaptando y publicando Alianza. Mi mayor respeto y
admiración para esta verdadera dama de la literatura.
Nicolás Bianchi:
"El País" sigue, sistemáticamente y sin
acusar recibo, confundiendo 'bonaerense' (gentilicio de la PROVINCIA de Buenos
Aires) con 'porteño' (lo propio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires)....dos
entidades territorial, política y jurídicamente distintas. Además de que
Cortázar nació en Bélgica, un detalle menor en este caso...
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Traductores argentinos
jueves, 22 de junio de 2017
"¿Por qué necesitamos traducir una y otra vez los mismos libros?"
Traductor él mismo, el escritor y periodista Pablo Gianera publicó, en el diario La Nación del 15 de junio pasado, la siguiente
columna motivada, probablemente, por la particularidad del premio Man Brooker,
que se otorga tanto a un escritor como a su traductor al inglés.
El
oficio más invisible
El premio de literatura Man Booker International, cuyo fallo se
conoció ayer, tiene una particularidad: además de premiar a un autor, premia a
su traductor al inglés. El premio es, por lo tanto, compartido en partes
iguales. Es un verdadero acto de justicia con los lectores que, por lo general,
dado que no podemos conocer todas las lenguas vivas y muertas, leemos las
palabras que eligió el traductor y no las del autor. Ya sabemos que,
bíblicamente, después de Babel vino Pentecostés, y la confusión de las lenguas
quedó revertida en plena comprensión.
El santo patrono de la traducción es San Jerónimo,
traductor de la Biblia al latín. Es famosa una epístola que el santo redactó en
el año 395 en la que se defiende de acusaciones según las cuales habría
traducido de manera deficiente un texto oficial. Esa defensa incluye una
definición, una profesión de fe de la traducción que no le resultará extraña a
ningún traductor: "Porque yo no solamente confieso, sino que proclamo en
alta voz que, aparte de las Sagradas Escrituras, en que aun el orden de las
palabras encierra
misterio, en la traducción de los griegos no expreso palabra d e palabra, sino sentido de sentido..."
Hace años escuché al poeta argentino Fabián Casas decir que para él la
traducción era bastante parecida al cover de una canción. Personalmente,
prefiero ver las cosas con una perspectiva un poco menos pop, aunque querría
retener de su definición la idea de una versión. El texto original (la Divina Comedia, el Fausto de Goethe, el Fedro de Platón, el que ustedes
prefieran) permanece invariable: fue escrito de una vez y para siempre. Pero
esa misma condición inmodificable puede dar lugar a una cantidad indefinida de
versiones (de sentido, según San Jerónimo) en una misma lengua.
¿Por qué necesitamos traducir una y
otra vez los mismos libros? Bueno, una primera respuesta, muy superficial, es
que porque los lectores no somos los mismos, y si bien el libro no cambia,
cambia la manera de leerlo. La lectura es histórica. Considerada de esta manera,
la traducción es una instantánea del estado de un texto en la historia.
Necesitamos nuevas traducciones porque nuestra lengua cambia y cambia la manera
en que un libro (el punto fijo) es leído.
"Hablamos de máquinas de traducir",
cuenta Adolfo Bioy Casares en sus diarios sobre Borges. "No creo que
existan", dice Borges. "¿Quién las inventó? ¿Otra máquina?" Las
máquinas de traducir existen desde hace mucho. Un amigo hizo una vez un poema
con el siguiente procedimiento: escribió el poema en castellano, lo sometió a
una traducción automática al inglés (todo era primitivo, no estaba el Google
Translate) y luego tradujo el poema del inglés nuevamente al castellano. Por
supuesto, el resultado no fue el poema inicial. El experimento era desopilante,
pero tenía un punto cierto: no hay verdad en la traducción, porque traducir es
interpretar, del mismo modo que un pianista clásico puede interpretar una
sonata de Beethoven. Del librito Sobre
la traducción, de Paul Ricoeur es oportuna la tercera parte, "Un
«pasaje»: traducir lo intraducible", justamente porque allí se refiere al
problema del sentido, definido como algo inmaterial que se hace carne en la
letra. Eso es también la interpretación.
La
traducción es también el oficio más inmaterial, el más invisible, de todos,
acaso el más refinado. El traductor trabaja para la gloria de alguien, otro,
que no es él. Traducir es pagar una deuda afectiva. Me acuerdo de un escritor
amigo que me dijo una vez que traducía para compensar los libros que él mismo
escribía. Ahí también había una deuda. Lo que uno escribe hay que pagarlo
traduciendo los libros de quienes son de veras buenos en el oficio (o el arte)
de escribir. Si para algo sigo traduciendo, aunque sea de tanto en tanto, es
para cumplir con esa obligación intelectual.
miércoles, 21 de junio de 2017
Elecciones en CADRA: Julia al gobierno, los traductores al poder
Por primera vez una traductora podría integrar la
Comisión Directiva de CADRA (Centro de Administración de Derechos Reprográficos)
si su postulación obtiene los votos necesarios en la próxima Asamblea General
Ordinaria a realizarse el próximo 12 de julio, en la que se renovarán sus
autoridades.
CADRA es una asociación civil sin fines de lucro, integrada por autores y editores de Argentina, que reconoce al traductor como autor, sin distinción. Hasta ahora, la Comisión Directiva siempre estuvo integrada por editores y por autores en su condición de escritores, pero ésta sería la primera vez que podría integrarla una traductora.
CADRA es una asociación civil sin fines de lucro, integrada por autores y editores de Argentina, que reconoce al traductor como autor, sin distinción. Hasta ahora, la Comisión Directiva siempre estuvo integrada por editores y por autores en su condición de escritores, pero ésta sería la primera vez que podría integrarla una traductora.
Se trata de Julia
Benseñor, traductora editorial egresada del INES en Lenguas Vivas, que se sumó
a fines del año 2015 al grupo de colegas que vienen impulsando un proyecto de
ley de derechos de los traductores y la mejora de sus condiciones contractuales
y laborales.
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Julia Benseñor,
Traductores argentinos
martes, 20 de junio de 2017
Tres editores hablan de sus políticas de traducción
En la sesión de ayer, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires recibió a Víctor Malumián, Julia Ariza y Anne Gauthey para hablar de qué y cómo traducen las nuevas editoriales argentinas.
A partir de 2001, cuando las empresas
multinacionales ya no se hicieron cargo de editar y traducir libros en la
Argentina, apareció un gran número de pequeñas editoriales que se cargaron
sobre los hombros la responsabilidad de editar a los autores nacionales y
traducir todo aquello que las “grandes editoriales” decidieron dejar de lado. A
esa primera ola de pequeños sellos hoy consolidados, la sucedió otra entre la
que se cuentan Godot, Fiordo y, más recientemente, Milena
París, tres magníficos ejemplos de cómo la inteligencia y la imaginación
pueden ponerse al servicio de la edición.
La charla giró alrededor de las políticas de edición de cada editorial, su forma de distribución, el armado de sus catálogos y el tipo de trabajo que privilegian a la hora de traducir.
El video respectivo puede consultarse siguiendo este vínculo:
https://www.youtube.com/watch? v=g0zYb2ovcW0&feature=youtu.be
La charla giró alrededor de las políticas de edición de cada editorial, su forma de distribución, el armado de sus catálogos y el tipo de trabajo que privilegian a la hora de traducir.
El video respectivo puede consultarse siguiendo este vínculo:
https://www.youtube.com/watch?
Víctor Malumián (Godot) es Licenciado en Ciencias de la
Comunicación (UBA). Junto a Hernán López Winne fundó en 2008 Ediciones Godot.
En el 2012 generaron la Feria de Editores que ha recibido en su última edición
más de 85 editoriales de Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, México, Uruguay y
Venezuela. En el 2016 publicó como coautor el libro Independientes ¿de
qué? a través de Fondo de Cultura Económica México.
Julia Ariza (Fiordo) es Licenciada en Artes por la Universidad de Buenos Aires. Ha sido becaria del Conicet y actualmente finaliza su doctorado en la UBA. En 2012 fundó junto a Salvador Cristofaro la editorial Fiordo, que ha publicado primeras traducciones al español de obras de autores como Marghanita Laski, Anthony Powell, Riikka Pelo y Shirley Jackson.
Anne Gauthey (Milena París) es actriz, narradora y poeta.
Es diplomada en la educación popular con la especialidad
escritura-lectura-oralidad. En 2012 crea Milena Paris un
proyecto literario escrito y oral que nace de su encuentro con el editor
Matias Reck. Relaciona la edición con la creación artística. Empieza a editar
libros en bilingüe y autores argentinos exiliados en Francia. En 2014
junto con Sol Gil crea la colección Extremcontemporaneo dedicada a los autores
franceses publicados entre los años ochenta hasta ahora que designa la literatura
actual en constante devenir como Annie Ernaux y François Bon. En 2016 edita a
Pablo Nemirovsky traducido al francés con el editor Renaud Bouk.
lunes, 19 de junio de 2017
"Un modelo de neoesclavismo liberal que es la verdadera lacra de la cultura"
Motivado por el artículo
de Luciano Saliche (subido a este
blog el viernes 16 de junio pasado), Andrés
Ehrenhaus –que, a no olvidarlo, además de traductor es un excelente
narrador, con varios libros publicados y mal distribuidos, que vale la pena
conseguir– se dedica en esta entrada a reflexionar sobre los intereses
superpuestos de editores, autores, traductores y correctores.
El
tamaño de mis derechos
Vaya como preámbulo
que, profesionalmente hablando, soy o me considero, en este orden, traductor,
autor, editor, corrector y le da en el poste para que no sea librero. Hablo, en
esta ocasión, como autor pero echando mano de la experiencia común acumulada en
todos esos planos, a menudo interpuestos y solapados, del sector del libro. Podría
extender mi argumento ontológico todavía más allá: puesto a ser cosas, soy
también hijo de un minusculérrimo editor que, en los albores del misticismo
sesentista, fundó (y fundió poco después) la editorial Mundonuevo. No digo esto
para darme lustre sino porque creo que calzar o haber calzado los zapatos del
otro siempre ayuda a entender por qué y para qué lado renguea(mos). De entrada
–y sobre todo en lo que respecta al valor que se le otorga o supone a las
obras– digamos que existe poca o ninguna divergencia entre los editores (ya se
trate de grandes conglomerados, prósperas editoriales medianas o pequeños
editores a pulmón) y libreros frente a la inefable variedad de opiniones del
sector autoral, incluyendo aquí por supuesto a los traductores y al escalafón
aún más desprotegido y diezmado de los correctores. La razón es simple: las
editoriales y librerías son empresas ante todo y se inscriben claramente en la
lógica del mercado, mientras que los autores y demás generadores de contenidos
son en parte trabajadores intelectuales y en parte artistas, y su lógica es tan
confusa y varipointa como la inestable proporción de esas partes.
De donde se desprende
una evidencia. Si queremos que el debate acerca del valor real de las obras (es
decir, el valor del trabajo –o, mejor, del trabajo intelectual + la mano de
obra– de esos híbridos de obrero y artista que somos los autores) tenga una
incidencia concreta en la conciencia de todos los actores de la industria del
libro y se derive en una regulación (natural o legal, pero siempre coherente)
que garantice la pervivencia de los generadores de contenidos, no solo
tendremos que tratar de convencer a los empresarios y ofrecer argumentos
sólidos que no escapen a su lógica económica sino también –y quizás antes– a
los propios autores, que no saben bien a qué lógica adscribir. Cuando digo
empresarios me refiero a todos pero, en especial, a los bienpensantes, a los
editores y libreros vocacionales, a los que defienden, casi (o sin casi) a
expensas de su propio bolsillo la cultura del libro y la lectura y, por
consiguiente, la buena literatura.
Sin duda, lo primero
que tiene que saber un autor es que desde el instante en que decide poner en
circulación su obra la está convirtiendo, al menos en parte, en mercancía. No
querer aceptar esto es, hoy por hoy, no ya un rasgo de inocencia sino de
sinuosa ingenuidad. El editor y el librero lo saben pero no lo explicitan hasta
el final y bajo presión. En su fuero íntimo, es decir, en su contabilidad
diaria, lo tienen en cuenta desde el primer momento y calculan el impacto de
esa parte mercantil de la obra en todo el proceso de su explotación. Porque,
¿cuál es el objetivo de una empresa? Ganar dinero. En el caso del editor,
fabricando objetos para venderlos al mayor; en el caso del librero, vendiendo
esos objetos al menudeo. Da igual que esos objetos sean libros, pilares
simbólicos de la cultura universal: a la hora de hacer cuentas, tienen un costo
y una plusvalía, y si no arrojan beneficios suficientes, la empresa se funde. ¿Y
cuál es el objetivo del autor? Ah, amigos, eso es justamente lo que no está tan
claro. ¿Quiere vivir de su trabajo como cualquier otro hijo de vecino o le
basta con la sensación metafísica de que su obra trascenderá su muerte por
inanición?
Porque ahí está la
madre de dorrego. El autor trabaja duramente para conseguir que su obra reúna
las condiciones mínimas necesarias para ser algo más que un texto plano y
carente de interés literario. Pone horas de sudor en cada página, más horas de
sudor que gramos de inspiración. Pero incluso aunque solo pusiera genio, aunque
fuera un iluminado capaz de escribir como los dioses sin perlarse la frente
demasiado, la escritura igual le llevaría tiempo y esfuerzo (intelectual,
mental, integral, o como se le quiera llamar), un tiempo y un esfuerzo que para
el editor, el distribuidor, el librero y también para el usuario o lector se
contabilizan, de manera más diáfana cuando son propios y no ajenos, en dinero.
¿Por qué, entonces, ha de resultarle sucio
ese dinero al autor y solo al autor? ¿Qué kryptonita lleva dentro el dinero
para que los supermanes de la literatura le teman tanto? Por un lado, la
vergüenza o la culpa de desearlo. Al autor ese dinero quizás le de asco pero
sin duda no solo lo anhela sino que le hace falta. Para vivir. O sea, para
vivir de su trabajo. Como vive el taxista del taxi, el empleado del empleo, el
profesor de la docencia. Por otro lado, el temor de que ese anhelo –y no la
inspiración etérea– sea el verdadero motor de su arte. El autor teme que el
interés económico sea la cadena que lo sujete al tártaro –o al mercado– y no el
medio para comprar las herramientas con las que romper esa cadena. Lumpenizado
se siente más libre. Prefiere morir de hambre que envenenado por la kryptonita.
Es decir, seguirá poniendo su trabajo y su esfuerzo al servicio del
enriquecimiento de otros antes que asumir su lugar real en la estructura
económica a la que ni siquiera lumpenizándose podrá escapar.
Gracias a este
dilema prefeudal del autor (el dinero es sucio, yo me debo al arte, etc.), el
empresario puede aplicar su discurso neocapitalista con la eficacia de un
trueno. El doble rasero moral no lo impone la industria cultural, ya viene de
la mano de los propios lumpenizados, como un hijo bífido. El editor solo tiene
que apretarle las tuercas: el negocio del libro es difícil, los márgenes son
estrechos, apenas se gana nada, todo se lo lleva el distribuidor, o el librero,
o los costos fijos, o los impuestos, yo me juego entero con cada apuesta nueva,
si la editorial pierde perdemos todos y ustedes los autores los primeros, etc.
El discurso encaja a la perfección en la nebulosa ética del autor, más aún si
es novel y su primera obra le tiembla en las manos. Cada argumento del editor,
que es un joven emprendedor lleno de sueños y buenas intenciones, reverdece la
kryptonita y convence más aún al autor de que la industria editorial colapsaría
si los autores tuvieran la osadía de querer cobrar por su trabajo. Gracias que
alguien se lo publica. O sea, gracias. Gracias.
Pero apliquemos la
lógica inversa. A esta altura estamos de acuerdo, imagino, en que una
editorial, una librería, son empresas, negocios, y que su salud y pervivencia
depende de los beneficios que extraigan de la actividad que desarrollan. Como
el tamaño sí que importa y no es lo mismo un gran conglomerado editorial que un
sello de una sola persona, digamos que una gran editrial es un negocio grande y
una editorial pequeña es un pequeño negocio –o minúsculo, si se quiere. Con su
minúscula contabilidad, su minúsculo trajín, su minúsculo rendimiento, pero
negocio al fin. Ruinoso… tal vez. Pero negocio. Nadie ha obligado al minúsculo
editor a dedicar su tiempo, esfuerzo y dinero al miserable e improductivo
negocio de la edición.
El pequeño editor suele
ser lo que se dice vocacional: siente el llamado del libro, quiere aportar algo
nuevo a una industria cultural caduca y mezquina, tiene proyectos innovadores,
ideas frescas, una concepción del negocio menos sujeta –quiere creer– a los
beneficios inmediatos que al bien simbólico que su labor genera. Para eso
necesita savia nueva, gente, autores que compartan su visión de la literatura,
que estén dispuestos a apostar, como él, antes por proyectos culturalmente
coherentes que por inversiones defensivas y seguras. Autores que entiendan de
la enorme dificultad del negocio del libro, de la estrechez de los márgenes,
etc., etc, y que entiendan que su minúsculo negocio vocacional e innovador no
podría soportar el costo de tener que pagarles, pero que a cambio los tratará
bien, como si fueran de la familia, como si el negocio fuera también de ellos,
aunque no los beneficios, por supuesto, porque eso equivaldría a la ruina,
etc., y nadie quiere que eso suceda, todos estamos juntos en este barco, etc.,
etc., y el arte y la cultura están en juego, sobre todo en estos tiempos de
salvajismo neoliberal.
El autor acepta el
reto encantado. ¿De qué vivirá mientras tanto? Eso es harina de otro costal. No
puede agobiar al pobre pequeño, minúsculo incluso, editor vocacional con sus
miserias personales. Rimémber: la kryptonita acecha, el dinero acaba con la
inspiración. Vivirá… de instalar baños. Ahí no hay un futuro de gloria quizás
pero al menos sí un presente de porotos en la olla. O eso cree él. Aprende el
oficio (dedicándole tiempo y esfuerzo) y al tiempo consigue su primer cliente.
Va a la casa. Es un departamento lindo pero modesto, decorado con buen gusto,
lleno de libros y macetas con plantas de interior. Hasta hay uno o dos gatos.
Sin embargo, lo que más le llama la atención al neoplomero obligado es la
cantidad y, sobre todo, la calidad de los libros que ocupan paredes, rincones, repisas,
mesas. El cliente es un tipo joven, simpático, agradable, educado, conversador.
Le ofrece un té, o un café, o quizás un mate, y se ponen a charlar un poco de
todo pero más que nada del baño, que es el motivo de la ocasión. El baño no
está mal del todo, es chico pero funcional –o digamos que funciona– y lo más
grave que tiene es que desentona con el estilo de la casa. Es un baño insípido,
oscuro, triste incluso. Y el cliente quiera algo luminoso y de onda, dentro de
lo que cabe. Así que se ponen más o menos de acuerdo en cuanto a los materiales
(que no sean caros ni los mejores, le pide el cliente, pero dignos, modernos si
cupiere) y los tiempos y ahí mismos, relajados y mateando, hacen números.
Aproximados, pero números al fin y al cabo.
El presupuesto, que
el neoplomero, sufrido y sufridor donde los haya (no en vano es autor, o lo
era), apretó todo lo que pudo, provoca en el cliente una serie de muecas de
contrariedad y fruncimientos de ceño. Hum, dice, esto para mí es demasiado.
Entiendo que haya que pagar los materiales, el transporte, etc., porque de eso
no se escapa nadie… Fijate, le dice en un repentino improntu de sinceramiento,
yo estoy más o menos en la misma, entendés, yo también estoy atado a la cadena
implacable de los costos tangibles, ahí no hay quien zafe, el papel, la
imprenta, la luz, internet… porque yo soy editor, sabés, capaz que te diste
cuenta por la cantidad de libros; pequeño, modestísimo, pero voy tirando como
puedo, y entiendo que hay cosas del presupuesto que son inamovibles, pero
otras, cómo te voy a decir, hay otras partidas o conceptos que son mucho más
variables, flexibles, entendés, y vos lo sabés bien, porque ahí, en ese
presupuesto a grosso modo que hiciste, está el margen que vos le sacás a tu
laburo y, no sé, creo que es exagerado, máxime porque no entendiste, quizás, la
idea, el planteo que hay detrás de todo esto, porque yo te estoy dando total
libertad para que rehagas el baño a tu manera, para que actúes con total
libertad, como si fueras un artista y no un simple plomero, un trabajador que
asciende a un plano superior de creación y de libertad que, en cualquier otra
casa, sería impensable, entendés, y acá, en cambio, podés dejar tu firma, que
también te serviría de promoción, porque yo le diría a todos que el baño es
obra tuya, que sos un crack, un genio, el leonardo de los plomeros y
azulejistas, y eso a vos te conviene mucho más, en todos los planos, ojo: no
solo para tu orgullo personal sino, a la larga, para tu negocio, que sacarme a
mí unos mangos de más, cuando podríamos entendernos porque ya veo que vos sos
un tipo sensible, la cacé de entrada, con vos se puede charlar, no como con los
otros plomeros que vinieron y no entendieron nada, viste. Lo que te propongo es
un poco como lo que yo hago con mis autores, los nóveles sobre todo, que
entienden que hay que compartir el riesgo de la apuesta si todos queremos que
esto flote y no se hunda, me entendés.
El neoplomero, que
lo estuvo escuchando con atención, le da una última chupada al mate y se lo
devuelve. Está frío y lavado, dice. Es interesante lo que contás, sigue, porque
yo antes era autor, escribía relatos breves, novelas cortas, conseguí que me
publicaran alguna cosa, sin pagarme, por supuesto. Ni adelanto ni regalías,
nada. Todo con la mejor onda, eso sí. Pero guita, nada de nada. Por eso me hice
plomero, azulejista, instalador de baños, de aire acondicionado, lo que sea. Y
vos sos mi primer cliente. Pero el que no entendió nada sos vos. Si no podés
pagarte un baño nuevo, bancate el que tenés. Nadie te lo va a hacer gratis, ni
siquiera tu mejor amigo o tu papá. Y yo menos. Cuando puedas pagar todo,
incluyendo mis horas de trabajo y mi formación, por ahí te lo hago. Y otra
cosa: si no podés pagar el trabajo de tus autores, no pongas una editorial. Una
editorial es una empresa y vos como empresario sos un desastre: querés
sacar beneficios de un modelo de neoesclavismo liberal que es la verdadera
lacra de la cultura. Sos capaz de agachar el lomo frente a las imposiciones de
las multinacionales de la comunicación, que te meten doblado el precio del
hardware, el software, la conexión, la electricidad, etc., sin siquiera darte
cuenta de tu obsecuencia y no dudás en extraerle hasta la última gota de
plusvalía al que te hace editor: el autor. Si no hubiera obras, ¿qué
publicarías?
Se puede vivir sin
literatura, así que se puede vivir perfectamente sin edición. Sin baño es más
difícil, ¿cierto? Por eso tarde o temprano vas a acabar pagándole al plomero la
factura y al autor, en cambio, vas a tratar de seguir recortándole el tamaño de
sus derechos. Sobre todo si le tiene pánico a la kryptonita y acepta sin
pestañear el doble discurso de la mercancía.
Etiquetas:
Andrés Ehrenhaus,
Derechos de autor,
Editores,
Libros y librerías
viernes, 16 de junio de 2017
Un debate que se impone y que debe darse
La bajada de la nota que Luciano
Sáliche publicó
en Infobae el 14 de junio pasado dice:
“La Feria de Editores concluyó su 6ª edición superando
sus expectativas, con gran concurrencia del público. En paralelo, varios
escritores iniciaron un debate en las redes sociales: ¿hay desigualdad en la
relación entre editor y autor, aun dentro de las editoriales independientes?
Opiniones cruzadas, discusión en marcha”.
Disparos al corazón de la edición independiente:
un debate sobre políticas culturales que faltan
Sábado de
junio por la tarde. Hay sol, pero hace frío. A pocas cuadras de Chacarita,
sobre la calle Santos Dumont, una cola larga de personas llega hasta la
esquina. Se trata de la VI Feria de Editores, que
duró todo el fin de semana pasado y agrupó a más de 140 editoriales
pequeñas y medianas de Argentina, Chile, Ecuador, Venezuela, Uruguay, Perú
y Brasil. Pero detrás de esa fachada de abundancia, resistencia y organización
hay una evidencia: nadie gana dinero en este rubro, o bien se gana muy
poco. Hay una idea de amor al arte fuertemente
instalada que hace que lo recaudado alcance apenas para sostener lo invertido, reproduciéndose
así las condiciones de precariedad que, muchas veces, confunden la buena fe con
la estafa. Sobre este asunto, en las redes sociales circularon algunos
cuestionamientos que dieron pie al debate. Más allá de la desigualdad de
calibre de las editoriales, ¿hay una desigualdad en la relación entre
editor y autor, incluso dentro de las editoriales independientes? ¿Por qué no
hay una regulación formal que establezca, como sí la hay en otras ramas del
arte, condiciones y derechos para todas las partes?
Tres días antes de que comience la
Feria, la primera piedra la lanzó Julián López. “Queridas editoriales
independientes, ser independientes no habilita a manejos poco claros y
abusivos. No se enojen, las quiero a todas, pero tenemos que hablar”, escribió
en su cuenta de Facebook el autor de Una
muchacha muy bella. Con esa
sutil ironía desató una oleada de comentarios, por ejemplo, el de Claudia
Piñeiro –autora de la recién salida Las
maldiciones–, que aseguró que “de
alguna manera habría que poner en valor que se debe pagar anticipo aunque seas
una editorial independiente y se debe liquidar correctamente con periodicidad
razonable en un país de alta inflación. ¿Por qué naturalizamos que al autor no
se le pague o se le pague último pero a los otros involucrados en la producción
de un libro sí? (…) Es como que le pidas a un empleado que espere a cobrar el
sueldo porque antes tenés que pagar el alquiler. No me parece que la variable
de ajuste sea el autor”. La discusión ya estaba en marcha.
“Creo que el
pedido de pago de derechos a las editoriales pequeñas de parte de los autores
es una hipocresía”. El que habla es Hernán Vanoli, autor de libros como Cataratas y Pinamar, y co-autor del reciente ¿Qué
quiere la clase media? También es editor
en Momofuku, editorial que estuvo en la Feria. Como muchos, observó el debate
por las redes sociales con paciencia y pasividad. Ahora, en diálogo con Infobae, explica su posición: “Cuando
un autor publica un libro tiene derecho a pedir un contrato, a firmarlo, y
tiene herramientas para hacerlo cumplir, sea la editorial del tamaño que sea.
Cuanto más pequeña es, más desprotegida se encuentra frente a los autores y a
los reclamos. Por eso, si un escritor se queja de que una editorial pequeña no
le paga, yo le preguntaría primero qué contrato firmó. Si no firmó contrato, ya
estamos en el ámbito de la buena fe, y en las microculturas sin retribuciones
simbólicas ni materiales de envergadura, como el de la edición mal llamada
'independiente', es obvio que la buena fe va a ser escasa, y que van a primar
los abusos. Todos sabemos que Interzona paga mal y ha hecho firmar contratos
irrisorios a los autores de Factotum, que la librería de Mansalva no paga las
pequeñas editoriales, que la librería del Conti tampoco, etc.”.
“Con China
Editora estamos dentro de las editoriales que no cobran a los autores por
publicar sus libros. Eso significa que asumimos el riesgo económico de invertir
en su obra. El mayor costo es el de la imprenta”, cuenta Caterina Gostiza, que
además, con su editorial, forma un conglomerado llamado La Coop: una forma de
colectivizar y aunar fuerzas. En diálogo con Infobae, explica los principales gastos y costos del
proceso de publicación: “También está el costo de la distribución (20% del
precio de venta al público), la librería (40%), el diseñador, el corrector, la
prensa. En nuestro caso, salvo la impresión de los libros, hacemos todo
nosotros. No tercerizamos nada. En parte porque nos interesa tener ese vínculo
con las librerías y los periodistas, y también por una cuestión económica. Entonces, es mucha la inversión y alto el riesgo
económico que se corre cuando uno decide incorporar un nuevo título al
catálogo. Eso no quiere decir que el autor tenga que hacerse cargo de las
decisiones de la editorial. Cuando un editor apuesta por un libro y un autor,
es porque ya hizo las cuentas y decide hacer la inversión. Por lo tanto, la
editorial se compromete también con el autor”.
Fernando Pérez
Morales de la editorial Notanpuán tiene una posición equilibrista, podría
decirse. “Es una discusión donde todas las partes tienen razón, los escritores
quieren cobrar anticipo y que se les pague en tiempo y forma, los editores
independientes en su gran mayoría no pueden pagar anticipos y doy fe que es así,
en mi caso también es cierto que trabajo con autores jóvenes y con primeras
novelas o primer libro de cuentos y en ese caso la apuesta tiene que ser
compartida. El editor se la está jugando por un autor nuevo, desconocido y no
es fácil instalar en el mercado a nuevos escritores. Tampoco ayuda que las
multinacionales, apenas un nuevo autor de editorial independiente se instala,
vengan a llevárselo con sus hermosos anticipos”, le dice a Infobae.
Damián Ríos, editor de Blatt &
Ríos, también hizo su aporte en las redes: “No me parece un mal acuerdo recibir
libros por regalías, sobre todo en editoriales pequeñas o micro (…) Y, como
publicar en una editorial grande o gigantesca no me cambió para nada la vida,
más bien al contrario, los libros desaparecieron de las mesas y de las
librerías a los pocos meses, prefiero seguir publicando en editoriales chicas
que me den libros y que se pongan el libro encima y lo muevan. Respecto de
otras décadas, la situación para los autores ha mejorado mucho. Pregunten a
cualquier escritor que haya publicado en los ochenta, por ejemplo, o en
cualquier otra (…) Se trata de hacer un acuerdo de entrada. Si podés escribir
un buen cuento o un buen poema, podés discutir un acuerdo verbal o escrito, y
hacerlo cumplir. Si te estafan, vas a otra editorial o hacés otra cosa. Ahora,
si el autor está desesperado por editar, claro, hay gente que se aprovecha. Yo
creo que falta profesionalización de parte de las editoriales y también de
parte de los autores (…) No se trata de buena voluntad: preguntás cuántos
libros van a hacer, en cuántas librerías van a distribuir, cómo van a hacer con
las regalías, si va a tener prensa; esos son los aspectos básicos de cualquier
acuerdo. Lo que pasa es que es más lindo hablar de la tapa y de los lindos textos
que de estas cosas. Pero hay que acordarse de que en una edición el texto más
importante es el contrato.”
Repensar la desigualdad en todas
sus formas
Quizás pocos usuarios sepan que, además de las fotos de
gatitos, flyers de optimismo vacío y
largos textos enojados en mayúsculas, Facebook también sirve para debatir.
¿Utilizar las redes sociales para generar una discusión que haga posible
transformar la realidad? Así parece. “Si abres el paraguas y hablas
derechamente de industria editorial, el 95% de los escritores estamos
desprotegidos, porque en el mejor de los casos te sientas a negociar con una
trasnacional que, claro, te paga, pero al mismo tiempo ante cualquier
diferencia tiene abogados, contadores, un equipo de prensa que ningún escritor
tiene. Pero no sólo eso en la industria, en el gran mercado eres un número más”,
le espetó el escritor chileno Gonzalo León a López.
Selva Almada también fue tajante
con su posición e insistió con la necesidad de debatir el asunto. “Me llamó la
atención –escribió la autora de El
viento que arrasa, Ladrilleros, Chicas muertas y El desapego es una manera de querernos debajo del post de López– cómo en los
comentarios parecía que nadie sabía de qué hablabas cuando todos los que
estamos cerca de la escritura y su circulación sabemos perfectamente de qué hay
que hablar: de cómo bajo el aura de lo independiente no se firman contratos o
se firman contratos leoninos que el autor no puede discutir; de cómo la mayoría
de las editoriales independientes no pagan regalías a sus autores; de cómo los
autores no saben cuántos de sus libros se venden ni dónde están distribuidos ni
cuántos se mandan a prensa o se regalan o lo que sea… de cómo da la impresión
de que los autores deberíamos estar agradecidos de que alguien nos edite y
callarnos la boca porque con eso alcanza. Etcétera.”
Ese posteo y todo el submundo de
comentarios que allí se originó fue apenas un comienzo. Gabriela Cabezón Cámara
marcó su posición con un texto publicado en su página de Facebook: “Amamos a
las editoriales medianas y pequeñas, yo no tengo ni una queja de la mediana con
la que trabajé todos estos años, hablo de Eterna Cadencia, y soy fan de muchas
pequeñas y micro editoriales. Pero chicos, ¿por qué piensan que pueden pagarle
al imprentero y al autor no? Pregunto posta, sin ánimos de pelear sino de
pensar un poco (…) No tiene por qué ser tabú, ¿verdad?, podemos hablar de todo.
Y ver qué hacemos como colectivo. Hay tremenda crisis, es difícil para todos.
Pongámonos de acuerdo y salgamos a pelearla.”
Por otro lado, los números de la economía literaria no
cierran: se produjo una caída de la demanda privada de libros en un 12%. Este
dato, otorgado por un estudio reciente de la Cámara
Argentina del Libro, forma parte
del interrogante que dejan abierto estos otros: las grandes editoriales
representan apenas el 10%, sin embargo durante 2016 publicaron el 56% de los
títulos. Esto habla, no sólo de una diferencia de producción que es necesario
que todo el sector se ponga a repensar, también una situación desfavorable para
los editores y autores de pocas tiradas.
Cómo nos relacionamos comercialmente
Las paradojas de nuestra época son varias. Entre ellas, la
súper producción de un sector desigual. La Feria de Editores forma parte de una
respuesta a este escenario complicado. ¿Cómo organizar todas estas ganas y
voluntades sin que el Estado se ponga al frente de los reclamos y establezca
políticas públicas? ¿Hay posibilidades de generar un sindicato de escritores y
editores capaz de defender los derechos de los autores? “Debería existir un
organismo serio que medie (pagos, diferencias, etc.) entre el autor y el
editor. Simple. Si tenés una duda como autor, te acercás al lugar donde oficie
el organismo y hacés todas las preguntas necesarias y, en caso de problemas,
que tengan equipo legal a disposición. La posición del autor es débil aún
frente a la editorial más pequeña del mundo”, comentó Luis Mey, autor de La pregunta de mi madre.
“Estoy de acuerdo en que es una discusión que hay que darla
si o si. Una editorial independiente necesita unos 50 títulos para empezar a
girar y lograr un punto de equilibrio; mientras tanto es ponerla y ponerla. Hoy
la nueva literatura la encontrás en un 90% en las editoriales
independientes y eso se debería valorar”, dice Pérez Morales; mientras que
Gostisa comenta: “Es cierto que muchas editoriales pequeñas y medianas no pagan
adelanto, no llevan las cuentas de cuántos libros venden, en dónde están sus
libros, cuántos ejemplares fueron destinados a prensa, no pagan regalías, etc.
Y por ser tan desorganizados no pueden brindarle esos datos al autor. Pero es al autor al que más hay que cuidar en
este proceso. Si no valoramos su trabajo, si no le pagamos lo que le
corresponde, ni le damos el detalle de dónde están sus libros, cómo se están
vendiendo, no solo perdemos su confianza, y es muy probable que nunca más
quiera publicar en nuestro sello, sino que además bajamos la calidad de nuestra
editorial”.
¿Cuál es
entonces el rol del editor en este sentido? Para Vanoli, que insiste en dejar
de lado los planteos abstractos, “sí deberían existir mecanismos para que, si
no pagan, tengan que suspender la venta de los libros cuyo contrato firmaron,
eso me parece básico. También tendría que haber mecanismos de auditoría para
las distribuidoras y para las librerías. También debería haber un gobierno con
políticas culturales serias. Todo eso no existe. Por eso empezar haciendo
hincapié en las miserias de los miserables me parece una forma conventillera e
hipócrita de iniciar un debate. Y si además no se dan nombres, una forma
cobarde y oportunista.”
En las redes
sociales siguió la ebullición. Posteos, comentarios, declamaciones, respuestas,
ironías. ¿Va hacia algún lado esta discusión? Julián López continuó asegurando
que “tenemos que hablar del lugar de los autores, de la producción de
escritura, de la circulación y de los modos (…) Pertenezco a la escena
independiente con pasión y con conflicto, atravesado de preguntas, de
inconsistencias, de todo lo que en general compartimos. Que el debate se abra,
se haga costumbre y que nos fortalezca más allá de lo personal y en buenos
términos”.
Es necesario
que así sea. ¿Para qué serviría (justamente) la literatura si no es para pensar
y debatir los modos, incluso los comerciales, en que nos relacionamos?
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