viernes, 22 de septiembre de 2017

"La broma se materializa en contante y sonante"

Fernando Alfón acaba de enviar al Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, la siguiente reseña en la que se ocupa de Nuestra expresión (2017), el reciente volumen seleccionado, prologado y anotado de José Luis Moure (foto; ver otra reseña, esta vez de Oscar Conde, en la entrada de este blog del 17 de agosto pasado).

Lengua y emancipación III 

La legendaria Editorial Universitaria de Buenos Aires publicó este añouna antología de textos en torno a la identidad de la lengua de los argentinos, Nuestra expresión (2017), seleccionada, prologada y anotada por José Luis Moure, actual presidente de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Por el carácter polémico de casi todos los textos que recoge, el libro se inscribe en una vastísima tradición querellante que arranca con Juan Cruz Varela en 1828 y tuvo su auge un siglo más tarde, el mismo año en que Borges publicó El idioma de los argentinos. Sorprende entonces que, en el cordial prólogo que Moure le acomoda, enfatice que «nada podría ser más ajeno a la intención de este libro que revivir animosidades y enconos anacrónicos».

A esos enconos y animosidades —forma reductora de aludir una sociología crítica del lenguaje— ya les había compuesto un epitafio el filólogo platense Arturo Costa Álvarez en Nuestra lengua (1922), un volumen precursor de Nuestra expresión. La razón, ahora, por la que Moure los considera anacrónicos —sigo siempre en el «Prólogo»— es que «Argentina ha superado doscientos años de vida independiente y no necesita reexaminar su condición de tal». ¿Qué nos quiso decir con esto de que ya no necesitamos reexaminar nuestra independencia? ¿Que declarada, allá por 1816, ya podemos despreocuparnos de ella? ¿Que es inútil seguir pensando la lengua como un terreno de disputas? ¿Que libros como los que él ahora publica son, en el fondo, anacrónicos? Quizá nos quiso decir algo más modesto: que podemos despreocuparnos por las tropelías de la Real Academia Española, porque ya escarmentó.¿Estamos nosotros, entonces, como Juan María Gutiérrez al rechazar el diploma de correspondiente, recelosos de una amenaza perimida; renegando contra una Real agiornada, que solo quiere echarnos una mano?

Si seguimos la última edición del Diccionario de la lengua española, un colombiano no se enterará que en Buenos Aires tenemos abrochadoras, aguinaldos y pochoclos; que un mazo también es la baraja; un micro, un bondi; y que también acá un zurdo, además, es alguien de ideas políticas de izquierda. Tampoco un chileno se enterará que en México el borracho del barrio es el teropocho;el haragán, el baquetón; o que apá no es solo una interjección «para estimular al caballo», sino la simple forma popular de decir papá. Ahora bien, todos sabremos,desde el Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, qué significa mileurista, aunque jamás la hayamos pronunciado. ¿Porqué este jovencito neologismo ya está estampado en un diccionario «panhispánico», burlándose del purgatorio donde envejecen centenares de voces americanas? Pues por la sencilla razón de que mileurista fue pronunciado en España. Luego cayó simpático a los académicos, que ganan por sus servicios lexicográficos un poco más que mil euros al mes.

Son picardías, lo sé, con las que se entretiene el Pleno durante las sesiones de los jueves; pero traslade usted, lector, este inofensivo pecadillo al mercado de la traducción, a la enseñanza del español en el mundo, al negocio de las comunicaciones. Ahí la broma se materializa en contante y sonante. La hegemonía que ostenta la Real para dictar la norma se traduce en una situación de privilegio para la industria cultural española que tenga a la lengua como su mayor mercancía. El Diccionario es el mascarón de proa de un enorme barco cuya tripulación son las empresas ibéricas. El Instituto Cervantes, que ha demostrado habilidad con los números y los mapas: ¿ha estudiado empíricamente el factor de aislamiento lingüístico que implica el dominio de la Real sobre las naciones americanas?Es imposible que un libro editado en Colombia llegue a Argentina o Uruguay;o uno,traducido en Paraguay o Bolivia, llegue a Venezuela. Lo que tienen en común todos estos países, es que están inundados de libros traducidos, prologados, anotados y editados en España. La «unidad de la lengua» es el eslogan en el que se festeja la desunión que se acrecienta con cada españolada. Una es elDiccionario de americanismos, que«traduce al español» las voces corrientes de este lado del Atlántico. Otra es la Asociación de Academias de la Lengua Española, cuya casi totalidad son americanas, pero radicó su máximo órgano de gobierno en la calle Felipe IV, número 4, de Madrid, justo el mismo domicilio de la sede oficial de la RAE. Nos toman por virreinatos, pero el amable nombre bajo el cual lo administran se llama panhispanismo.

Moure tiene razón al sugerir que nuestra querella soberanista ya lleva casi dos siglos y nos tiene a todos muy fatigados. También entretenidos, porque en medio de las hostilidades se gestó una nueva acepción para el verbo raer: «hacer pasar por universal lo local y viceversa». Si la Real le acomodara a su obra paradigmática el justísimo nombre de Diccionario de la lengua española de España, dejaría de raer y ya estaríamos en mejores condiciones para no necesitar reexaminar nuestra independencia. América dejó de raer cuando presentó el Diccionario del español de México (DEM), el Diccionario integral del español de Argentina (DIEA), el Diccionario del español del Uruguay (DEU). Ninguno de estos repertorios se esconde detrás de ninguna totalidad, para venderse urbi et orbi; les basta con servir a sus compatriotas. Ninguno de ellos pone en peligro la unidad de la lengua, ni agita enconos ni animosidades. Son atisbos de lexicografía soberana para entendernos un poco mejor, cuanto menos, al interior de cada nación. Son los demorados frutos de la querella que recopila, profusa y acertadamente, Nuestra expresión. Prueba del valor de la antología es la joya que agrega al final, el ensayo-pregunta del poeta Enrique Banchs, en torno a unas «Averiguaciones sobre la autoridad en el idioma».


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