lunes, 13 de noviembre de 2017

Una versión española del canon (11)

La poeta, ensayista y traductora Ana Franco Ortuño (Ciudad de México, 1969) obtuvo los grados de licenciatura y maestría en Literaturas hispánicas en la UNAM, donde se especializó en poesía mexicana. Como poeta, recientemente publicó El libro de las ideas (Ciudad de México, Ediciones Sin nombre-SCGDF, 2012), la plaquette Peligro de extinción (Barcelona, Carmina in minima re, 2012), y participa en el libro colectivo Enemies/Enemigos. Poesía de la Ciudad de México y Londres (EBL-conaculta, 2014). De 2007 a la actualidad ha sido Coordinadora editorial y Subdirectora del Periódico de Poesía de la UNAM (publicación mensual): www.periodicodepoesia.unam.mx. También coordinó el festival Poesía en Voz Alta en Casa del Lago, del que en 2015 fue también programadora. Como antologadora hizo la selección de poetas argentinos en Animales distintos, muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas, (Ciudad de México, Arlequín-CONACULTA, 2008); la selección de poetas jóvenes de México para la revista Fórnix 8-9, Lima, Perú, 2009; ha publicado en revistas nacionales como Punto de Partida, P.D., Parteaguas y Blanco Móvil y en España ha publicado en Quimera y Paraíso. Como poeta participado en encuentros y festivales en México, Argentina, España y Portugal. Sus poemas han sido traducidos al inglés, portugués y mixteco. Recientemente ha publicado Inestibilidad: poesía contemporánea de Francia y México (Veracruz, Intersticios/Universidad Veracruzana, 2016) y coordinado y editado la serie de ensayos Cocina y literatura. Ensayos literarios sobre gastronomía y ensayos gastronómicos sobre literatura (Santiago de chile, LOM, 2017). 

Sobre la traducción, lo canónico y otras inocencias

He escuchado y leído muchas posiciones y debates acerca de las necesidades, características y posibilidades de traducir; sé bien el apasionamiento de los traductores para hablar de lo suyo, probablemente porque los antecede una historia cargada de metáforas morales, como la idea del traductor traidor (que hay quien cita con un envejecido aire de dignidad todavía), o como la ensombrecida posición en ediciones que siguen sin referir el nombre de quien hace tal o cual versión de un clásico.

En nada de esto hay inocencia: detrás de una edición hay una economía, detrás de una lengua hay siempre la jugosa posibilidad de un imperialismo.

El estado oculto de los traductores fue, como el de tantas otras sombras humanas, el de un doble inexistente; hasta que importó, y los traductores ahora se organizan como cualquier otro gremio, y aparecen, discuten, cobran y legislan.

Como hemos visto en esta serie de entradas de Una versión española del canon, Librotea celebró el 30 de septiembre (Día Internacional del Traductor), con una lista de traducciones recomendadas por la ACETT, de España. Desde luego, cualquier institución puede hacer su lista de favoritos y cualquier lista de favoritos es válida, como lo es cualquier antología, en el entendido de que la propuesta o la reunión es ésa y no otra (es decir, ese universo, en tanto código de selección trata de los incluidos y no de los faltantes). Con todo, las listas tampoco son inocentes y los lectores confían en la recomendación, a sabiendas de que la hace un experto (o una asociación de expertos, en este caso, no sólo en traducción, sino evidentemente en lengua y literatura).

El artículo de Matías Battistón (décima entrada de esta serie), nos deja bien clara la definición de la palabra ‘canon’, y su autor articula algunas de sus posibilidades para entender las sugerencias de Librotea y la ACETT. Los nueve autores que lo preceden problematizaron la situación de América Latina frente a España en tema de la traducción, y han demostrado con un montón de razones la malintencionada sordera de una publicación tan prestigiada como el diario el País y su recomendador de libros.

Pensemos que el supuesto error se encuentra entonces en el título de la lista. Sin embargo, al avanzar en la propuesta (el elogio) que justifica a los títulos y traductores elegidos, la lectura continúa en su enrarecimiento:

1) cuando se refiere a las versiones de las ‘señoras’ Daloway y Bovary, la sorprendida ACETT afirma la idea (“bastante absurda”, dice, con una sonrisa) de que las posibilidades de una traducción entre géneros (hombre-mujer, por supuesto), sí existen, y lo demuestra con las menciones de López Muñoz, quien no solo logra esa odisea de traducir la voz de una mujer (aunque sea un personaje), sino ¡de dos!, en Mrs. Dalloway, en osada intuición de la sensibilidad del Otro (históricamente indecodificable); y de Gallego Urrutia, quien encuentra el “vocabulario adecuado” para traducir a Flaubert (autor), aunque sea un hombre. Es decir, la ACETT no distingue entre autores y personajes para maravillarse con el arrojo de sus traductores favoritos, quienes viajan con éxito al enfrentar el evidente opuesto humano.

2) otra sorpresa que se llevan estos lectores profesionales es la de la “rabiosa actualidad a pesar de los años que tienen” los poemas de Amor, duelo, contradicciones, de Erich Fried, en traducción de Jorge Riechmann “pese a que su traducción no es nada fácil”. El libro data del final de los años 70. La actualidad de Homero debe congelar a quienes escribieron el artículo; la dificultad de Joyce, ni se diga.

3) una tercera maravilla es la de la credibilidad del lenguaje en Mi padre es mujer de la limpieza, de Saphia Azzeddine, en traducción de Begoña Díez Zearsolo.

¿Qué decir? Es posible que quien escribió este artículo, a nombre de una institución que dice “defender los intereses y derechos jurídicos, patrimoniales y de cualquier otro tipo de los traductores de libros”, sea más bien, un entusiasta. Pero, como dije, a estas alturas (y a esos niveles) no creo en inocencias. Retomar la discusión del lenguaje propio de lo masculino y lo femenino, o recomendar libros por su credibilidad y su rabiosa actualidad pese a los años, resulta indignante, en el mercado de la imposición simbólica y económica de idiomas y de ventas millonarias.

El anticuado pero efectivo adueñamiento de una lengua y sus formas será siempre un modo del fascismo. Debiera ser ya innecesario luchar contra estupidez tan evidente y, no obstante, estamos aquí, empezando de nuevo a clamar que todas las palabras tienen alma.


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