jueves, 2 de noviembre de 2017

Una versión española del canon (4)


Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es un poeta, cuentista y novelista español, ganador del Premio Biblioteca Breve en 2003 y del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en 2014. Verdadero erudito en cuanto a la literatura de ambas márgenes del Atlántico, es también un importante periodista cultural y traductor. Entre sus últimas versiones, destacan las de la obra de Edward Abbey. 

Ésta es mi lista

Casi todos los libros importantes que leí en la adolescencia o juventud (entendiendo por importante aquello que se importa, aquello que uno no produce por sí mismo y necesita buscar fuera, y entendiendo por adolescencia o juventud ese espacio de tiempo en que uno rastrea en pos de un gusto propio, no impuesto por academias o dogmas heredados) se publicaron, se tradujeron en América, por americanos. Ahora miro la lista y me digo: qué horror. Porque muchos de estos libros no los he releído, pero tengo la sensación de que si los releyera no encontraría en ellos ni la mitad de la magia que mi memoria les asigna. La verdad es que lo que sí encontraría en ellos es el joven que fui, alguien agradecido de alcanzar esas provincias de la felicidad, el desasosiego o el misterio gracias a traductores del lado de allá (a quienes tantas veces se fusiló con complacencia del lado de acá mediante el muy profesional criterio de cambiar una palabra aquí, cuatro expresiones allá). Esta es mi lista:

Lolita. Vladimir Nabokov. Traducción de Enrique Pezzoni, con el nombre de Enrique Tejedor
Pezzoni tradujo la obra maestra del siglo XX en mi opinión. Pero es que además tradujo nimphette por nínfula y consiguió que esa palabra se colara hasta en páginas porno y en el Diccionario de la lengua. No sé si hay algún otro traductor que llegara a tanto, a pesar de lo cual recientemente se editó una nueva traducción de Lolita que era un claro fusilamiento de la versión de Pezzoni –ábrase por cualquier página para comprobarlo– sin que nadie citara en esa edición firmada por Francesc Roca a Pezzoni. 

La linterna sorda. Jules Renard. Traducción de Genaro Estrada.
 Compré la edición por lo bonita que era la cubierta, publicada en México en los años veinte. Me encantó Renard, su ingenio, la maravilla de sus bocetos y aforismos, la manera de definir a alguien con una sola frase: "Eres de los que piden café hirviente y deja que se enfríe antes de tomarlo". El traductor era un poeta al que luego descubrí en el pelotón de los vanguardistas.

La escuela de las mujeres. André Gide. Traducción de Antonieta Rivas y Xavier Villaurrutia. 
También en México, ni idea de quién era Gide antes de zambullirme en aquella obra que sin ser la mejor de las suyas sí fue la obra en la que lo descubrí. LOs traductores también eran personajes imponentes del populoso mundo cultural mexicano.

Hojas de hierba. Walt Whitman. Traducción de Jorge Luis Borges. 
Yo ya había caído hipnotizado por Borges y buscaba cualquier cosa en la que hubiera puesto la mano. eL CONTENGO MULTITUDES de Whitman es un eslogan que si tuviera ese vicio me hubiera tatuado en alguna parte.

Trópicos, Henry Miller. Traducción de Mario Guillermo Iglesias. 
Casi me avergüenza reconocer que Henry Miller fue durante mucho tiempo mi escritor de cabecera, pero es la verdad, yo era adolescente y él el perfecto novelista para un adolescente de la España de los ochenta...aunque lo hubiesen traducido en el Chile de finales de los cincuenta. Una de las magias de la literatura, abolir el tiempo y el espacio.

Poemas, Emily Dickinson. Traducción de Silvina Ocampo. 
Ni idea de cuándo se publicó la primera edición de estas versiones. Yo las leí en 1985 en una edición española. Luego he leído ocho o diez versiones más de los poemas de Dickinson, y hasta los originales: ni siquiera estos me parecen tan verdaderos como aquellos en los que la descubrí. 

Cantos de Maldoror, Lautreamont. Traducción de Aldo Pellegrini. 
Creo que es el libro que más tardé en encontrar de todos los que buscaba. Desde que leí un texto de Ruben Darío diciendo que era el gran libro del malditismo necesité asomarme a sus aguas, pero en la época encontrar un libro no era tan fácil como hoy, mucho menos viviendo en provincias como yo vivía. Por fin en una librería de Cádiz, di con un ejemplar preparado por el gran antólogo de los surrealistas. La leyenda del libro me gustó más que el propio libro, del que sin embargo no he podido en todos estos años sacudirme unas cuantas imágenes terribles.

Las uvas de la ira, John Steinbeck. Traducción de Hernán Canevaro. 
Me bebí esas seiscientas páginas, el ritmo, la fuerza del dolor, la plaga de la injusticia. Ni idea de quién era el traductor pero gracias.

Cuentos, Edgar Allan Poe. Traducción de Julio Cortázar.
Era uno de los pocos libros que había por mi casa. Ni reparé en quién era el traductor hasta mucho más tarde. 

Simiente japonesa. Francisco A. Loayza. 
Publicado en Japón, en el español de un peruano instalado en Buenos Aires, el libro es de aquellos en los que el traductor pasa a ser autor: versiones preciosas de cuentos tradicionales japoneses que son una maravilla de principio a fin.


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