lunes, 6 de agosto de 2018

Rafael Spregelburd escribe sobre la desidia del actual gobierno para con la educación estatal

El contexto de la siguiente columna, publicada por Rafael Spregelburd el viernes 3 de agosto en el diario Perfil es el siguiente: en una escuela de la localidad de Moreno, Provincia de Buenos Aires, el pasado jueves 2 de agosto, hubo una explosión provocada por una pérdida de gas, que mató a la vicedirectora y al portero de la institución. Inmediatamente se supo que hubo siete reclamos previos por parte de la escuela, que no fueron atendidos ni con la seriedad ni con la premura que exigía la situación. La muerte de esas dos personas llevó a que la comunidad educativa decretara un paro a nivel nacional para manifestar ante las autoridades del actual gobierno el descontento frente a la desidia con que responde a estas cuestiones. 


La bomba en las palabras

Las catástrofes delatan con su luz la brecha enorme entre las palabras y las cosas. El jueves, una garrafa explotó en una escuela de Moreno. Mató al portero y a la vicedirectora. Todas las escuelas públicas viven en estado permanente de catástrofe, porque desde los Consejos, Indaltec o el Gobierno se reemplaza con palabras lo que son cosas de una concreción aplastante y una urgencia explosiva. A los padres de los niños que se cobijan como pueden en estas escuelas nos es difícil desentrañar en qué parte de esas palabras se ha perdido la razón. Las directoras de escuela suelen ser designadas por un sistema que las usa de escudos de una política insostenible: la del abandono. Los padres cooperadores chocamos con ese falso entusiasmo de palabras: dennos más tiempo, se están tomando medidas, no clausuremos la escuela. Hasta que la bomba explota. Ayer, los integrantes de la comunidad del jardín Margarita Ravioli tomamos la calle. Nuestros hijos están sin gas por la desidia de dos años de promesas. Indaltec también retiró un tanque de agua y lo reemplazó por una bomba que fue destruyendo los baños, una bomba a presión para succionarle el agua a Caballito, agua que, como todo el mundo sabe, se acaba por la construcción desregulada de cientos de torres. No hay cosas –desde hace dos años catastróficos– para ninguno de los demás reclamos de los padres, preocupaciones todas muy reales acerca del estado de las cosas. Luz Rodríguez Carranza me recuerda en un artículo sobre la angustia que Jacques-Alain Miller propone una clínica universal del delirio que admita que la angustia surge de la desaparición de la ley. Esta clínica de una razón partida debe empezar por entender que todos nuestros discursos son solo defensas contra lo real. La clínica lacaniana es irónica, dice Miller: a diferencia del humor freudiano, que se burla del que no se adapta a las reglas sociales, la ironía desmantela precisamente esas reglas internalizadas en el inconsciente, el “Otro”. El sujeto descubre que ese Otro no sabe nada, que el lazo social es una estafa, que no hay discurso que no sea del semblante. Hasta que una garrafa te lanza muerto contra la casa de enfrente, contra el vecino, contra el Otro, que vaya uno a saber si ha votado o no por este sistema insostenible. 

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