lunes, 17 de diciembre de 2018

Los gallegos de la RAE (con perdón de los verdaderos gallegos)

Proto académico con
escupidera en la cabeza

Doctor en Historia por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, de la misma casa de estudios), Fernando Alfón envió la siguiente columna de opinión al blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, el cual suscribe todo lo dicho por el académico e invita a los lectores a que hagan circular este texto como para ir preparando el debido recibimiento al futuro Congreso de la Lengua que se realizará en la ciudad de Córdoba (Argentina) en marzo próximo.

La RAE y sus antagonistas:
notas para un armisticio

Las críticas que a diario afligen a la Real Academia Española se dirigen a su obra emblemática, el Diccionario, a causa de su sesgo español y prescriptivo. Las primeras ediciones, en el siglo XVIII, no adolecían de ese sesgo, porque no se solapaba. La Rae se jactaba de su españolismo, de su vocación rectora y floreaba su condición nobiliaria. Un diccionario panhispánico, en cambio, crea malos entendidos y estimula la querella. El problema consiste en que diccionario y panhispánico es un oxímoron; no se puede registrar en un volumen la diversidad de una lengua hablada por 500 millones de personas (la populosa cifra es de la Rae). No se puede y temo que la Rae ni siquiera lo intentó: siguió haciendo un diccionario para españoles, lo adobó un poco de americanismos y lo salió a vender urbi et orbi como lexicón de «todos». El resultado no los avergüenza, pero muchos espeluznamos ante la pesada criatura.

¿A qué se debe que la Rae haya apurado la invención frankensteiniana del panhispanismo? La respuesta está a la mano. Temió que América anhelara una soberanía idiomática, tomara conciencia de su lugar en la lengua y gestara su propio diccionario. No era tanto el horror a que la judía se dijera frijol, poroto o habichuela, del otro lado del océano. Era que el parámetro idiomático se mudara de capital. España ostenta el monopolio del diccionario, de la gramática, de la ortografía; define el patrón de pureza y capitaliza la enseñanza del español en el mundo; hegemoniza las traducciones y lidera la hechura completa del libro en español. Las cifras que eso representa para su economía son siderales.Temió que, al ceder la centralidad, perdiera los réditos que derivan de ella.

¿En qué consiste este panhispanismo fabuloso? Mencionaré un ejemplo. Desde que asumió como director de la corporación, en diciembre de 2014, Darío Villanueva Prieto (oriundo de Galicia) no dejó pasar oportunidad para confesar que, lejos de hacer política, la labor de la Rae se limita a una inofensiva labor descriptiva. Para ejemplificar el saneamiento de la institución, fue siempre al mismo ejemplo: la rápida incorporación del neologismo mileurista. Era una voz muy joven, pero bastó que se acuñara en España para que la Rae la sumara con premura al Diccionario. No la mandó al Purgatorio, desolado desván donde dormitan muchas voces americanas. Desde el Golfo de México hasta Tierra del Fuego, no oímos nunca la palabra mileurista (nadie cobra en euros), ni tenemos especial necesidad de saber qué significa, pero ahí la tenemos estampada en el diccionario «de todos». Ahora bien, si era una palabra que se impuso sólo en España, lo lógico hubiera sido que la mandara a un Diccionario de españolismos, así como las que son exclusivas de algún país americano, las arrinconó en un Diccionario de americanismos. La razón es inconfesable, pero es ésta: España no se siente una región más de la lengua.

Los argentinos hace rato que tenemos abrochadora, aguinaldo, bostero, chizito, concheto, fibrón, mazo (baraja), micro (bondi), pochoclo, telo, ténder, zurdo (de izquierda). Cualquiera de estas palabras hubiera merecido un lugar en un diccionario «panhispánico» —por antigüedad, por uso, por extensión geográfica— antes que la tierna mileurista. Y hay más. Así como la Rae retarda todo aquello que no sea español, desdeña todo aquello que no sea católico. ¿Cómo se explica, si no, que ignore las voces cajeta, choto, manuela, orto, polvo, sorete, trolo? ¿Acaso nos está sugiriendo que son voces indecentes, que ella no consciente que se digan, o cuanto menos no está dispuesta a registrarlas? Villanueva Prieto razona que muchas palabras no ingresan al Diccionario debido a que se trata de un libro, esto es, un número finito de páginas. Augura que una próxima edición de la obra, en soporte digital, no tendrá el límite de espacio. Pero ahí el problema se agravará a mega dimensiones virtuales. Veamos.

La Rae se niega a quitar de su Diccionario la acepción «trapacero» para la voz gitano, argumentando que esa acepción existe y no hay nada que hacer. La respuesta parece «científica», pero nos obliga a la filosófica pregunta de ¿qué es existir para la Rae? He aquí una respuesta. En Argentina, una de las acepciones de gallego es bruto. El Diccionario registró ese sentido recién en su 22ª edición, como quinta acepción, y de uso exclusivo en Costa Rica. En la 23ª edición lo retiró. Se ve que algún vecino de don Villanueva Prieto le hizo llegar la protesta y la Rae supo, en esta oportunidad, escuchar el enojo de una noble comunidad. Si la hubiera definido mejor, en el efímero momento de su existencia, hubiera informado a los lectores que gallego es la forma coloquial con que, en varias regiones de América, llamamos por igual a todos los españoles.

La Rae debería dejar de simular y actuar como su nombre lo requiere: una institución nobiliaria. Al fundarse, allá por 1713, entre los lemas que se propusieron para representarla estuvo el «Aprueba y reprueba». Si no triunfó, acaso fue porque confesaba sin ambages su tarea más enfática. Debería reivindicar ese lema y salir a campear con ese estandarte. El traje de institución democrática y científica le queda muy holgado. Si se lo quitara y volviera al jubón y al cuello de lechuguilla, volvería a encontrarse consigo misma. Su diccionario debe restituir el prólogo de 1726, dejar de llamarse de la lengua española y preferir uno más verosímil como de autoridades. Al fin y al cabo, si blanquea la naturaleza de su labor, no tiene más que esperar una tregua en la guerra que terminará por horadar sus cimientos.

A partir de la crisis de 2008, el Estado Español recortó un 60% el presupuesto destinado a la Rae; el principal problema que atraviesa la institución, sin embargo, no es económico. Revistas especializadas, institutos de enseñanza y universidades de todo el mundo reprochan a diario la forma en que la Rae trata a la lengua. La institución suda por sus finanzas, pero se desangra por la herida de sus sesgos. Trabaja un rato en temas lexicográficos y se fatiga el resto del día conteniendo el desplome de su imagen pública.

¿Por qué oculta su naturaleza monárquica?  Debería dejar de esconder ese sesgo, pues al común de los hablantes no le interesa si la autoridad proviene de muchos o de unos pocos; les basta con que se perciba como autoridad. A nadie le importa saber si una palabra es correcta porque lo impone el uso o porque lo impone la Rae. Se cree en lo «correcto», tanto como se cree en Dios. La Rae siempre dictamina y a menudo logra imponer su criterio. A muchos nos puede parecer sesgado; pero ¿acaso no vale por eso mismo, por sesgado? Muchos hablantes quieren saber qué piensa el Rey, con respecto a tal o cual neologismo, y solo estarían dispuestos a usarlo si el Rey lo consciente. Pues bien, al César lo que es del César. La Rae debería decir: estas son las palabras que nosotros autorizamos, estas son sus definiciones. Por ejemplo, «no incorporamos la palabra youtuber, porque no  nos parece casta; exhortamos a que se diga youtubero. Punto». ¿Qué sentido tendría combatir esa preferencia, si lleva la firma de quién la consiente? No es el anónimo pueblo quien lo ordena, son los explícitos académicos

A la Rae no le iría mal con esta restauración del antiguo régimen. No puede irle mal, porque una buena cantidad de hablantes cree que la lengua debe tener una autoridad que la regule. En 2017, la media mensual de consultas en línea del Diccionarioascendió a 70 millones. Esta cifra también la estipuló la Rae, pero no hay que dudar de ella. En la lengua española, la tradición tutorial de la Rae está muy afincada; es dable pensar que, por lo pronto, esa tradición no será reemplazada.

Ya es tiempo de que la Rae vuelva a su raíz y se confiese como una corporación, destinada a dictaminar, según sus criterios ilustres, qué es bueno y qué es malo para la lengua española. Ya es tiempo de que abandone el gesto de imparcialidad científica, se desahogue y diga, a los cuatro vientos: «¡He aquí lo que Dios manda!». El que crea en Dios, que acate. Ya es tiempo de superar la fatigosa querella que lingüistas, poetas, docentes y ensayistas tenemos con la Rae. Ella debe estar cansada de ser fustigada todas las mañanas; y nosotros estamos cansados de fustigar. Si la Raecree que la lengua debe tener una custodia, si cree que España debe seguir siendo su meridiano (porque alguna vez lo fue), si cree, incluso, que los réditos económicos que provienen del comercio de la lengua deben quedar en España, pues que lo reconozca, se vuelva a enorgullecer de eso y sanseacabó. Nadie que crea en la Rae dejará de respetarla porque asuma su histórica vocación preceptiva. Me atrevo a decir, incluso, que todo su prestigio proviene de que esa vocación no ha cesado nunca.

La lengua no será mejor ni peor luego de este armisticio. Acaso estemos más descansados todos y ocupados en tareas más auspiciosas. Es tiempo de capitular. Lo que viene por delante es muy inquietante; requiere haber saldado este enorme malentendido.

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