lunes, 15 de abril de 2019

"Todo nombre lleva inscripta su legítima querella"


Fernando Alfón, viejo conocido de este blog, tuvo la amabilidad de enviar el siguiente texto a propósito de la discusión ¿resucitada? durante el Congreso de la Lengua sobre si lo que hablamos es castellano o español.

El nombre de la lengua

En una carta fechada en diciembre de 1917, Ramón Menéndez Pidal felicitó a sus amigos Aurelio M. Espinosa y Lawrence A. Wilkins, por el primer número de la revista Hispania, impulsada en Estados Unidos por la American Association of Teachers of Spanish. Las felicitaciones venían acompañadas de una recomendación: «puestos a escoger entre los dos nombres de lengua española y lengua castellana hay que desechar este segundo por impropio»[1]. ¿A qué se debía esa impropiedad? Menéndez Pidal sabía que llamar a la lengua española databa de la Edad Media, pero entendió que esta denominación no fue necesaria sino a partir del Siglo de Oro, cuando España contaba ya con los reinos de León, Castilla, Aragón y Navarra. Siendo Castilla el centro de esta unidad, los otros reinos (creyó) colaboraron en el perfeccionamiento de la lengua literaria. Previo a esta unidad, no hubiera sido un desatino llamar castellana a la lengua de Alfonso el Sabio o del Arcipreste de Hita; lo es ya en el caso de Cervantes. El Quijote se escribió en español. De aquí que Menéndez Pidal no haya visto bien que la Real Academia siguiera llamando castellana a la lengua, pues «induce erróneamente a creer, dado su valor geográfico restringido, que fuera de Castilla no se habla la lengua literaria [...]».[2]  

Si hasta acá el razonamiento es correcto, para principios del siglo XX, cuando Menéndez Pidal escribió esta carta, la lengua tampoco debería llamarse española, pues «induce erróneamente a creer, dado su valor geográfico restringido», que fuera de España no se la habla. Menéndez Pidal no saltea este escollo, y acomoda una respuesta: las lenguas americanas no aportaron algo tan relevante como lo han hecho, a partir del siglo XV, el leonés, el aragonés y el navarro. Como se ve, la respuesta parece de corte ideológico. A la Real Academia Española le resultó muy apropiada, dejó de llamar a la lengua castellana y, a partir de la decimoquinta edición de su libro (1925), tituló Diccionario de la lengua española. En su «Advertencia», después, confesó que el cambio radicaba en que la nueva edición ponía mayor atención al aporte de las «múltiples regiones lingüísticas, aragonesa, leonesa e hispanoamericana»[3]. Subrayo el hispanoamericana, porque el escollo (el mismo escollo) ahora es más grande. Reemplazar el calificativo castellana, por restringido, parece lógico, pero ¿no sigue siendo restringido llamarla española? O bien la Real Academia no estaba anoticiada que Hispanoamérica ya no era una región de España (ni política ni culturalmente), o bien no temieron dejar inscripto en el nombre la persistencia de un proyecto político.

Ese proyecto fue resistido en toda América, y en especial en el Río de la Plata, donde su mayor intensidad se puede trazar en una parábola que va desde los jóvenes de la Generación de Mayo, hasta los jóvenes de la revista Martín Fierro, un siglo más tarde. En 1928, para coronar esta resistencia, el lingüista Arturo Costa Álvarez llamó deslucido esfuerzo al rebautizo del Diccionario. El cambio (entendió) se presentaba como innovación lógica (no había solo voces castellanas) para aplacar los celos localistas de los provincianos españoles no castellanos. Ningún diccionario francés, inglés, alemán o portugués divide su caudal de voces en regionalismos; todo diccionario castellano hecho en España, en cambio, observa celosamente esta división, y Costa Álvarez lo atribuyó a que España persistía en la tradición de que el castellano es la lengua de la corte y de los clásicos, localizada geográficamente en ambas Castillas.

Una década más tarde (1938), acaso temiendo que la discusión en torno al nombre se desmadre, Amado Alonso publicó Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres. El ensayo postulaba que la nueva perspectiva internacional que vivió España a través de su unificación nacional y expansión imperial fue la que impulsó el neologismo español. Alonso encontró arcaica la palabra castellano, pues creyó que remitía a un estadio romancero que la lengua ya no ostentaba. Castellano sirvió para diferenciarse del romance leonés, aragonés, catalán, gallego, cuando estas lenguas estaban en situaciones similares. Sirvió cuando decir castellano remitía a lo peculiar de Castilla. Constituida España como nación unificada, el nombre español ganó terreno, no por querer decir que era la única lengua hablada en España, sino por ser la que se escucha hablar en todas las comarcas. «Por española, sin duda, y no por castellana, se hizo lengua universal [...]».[4]

Los intentos por convencer de que el nombre debía ser español persistieron a lo largo de todo el siglo XX. Siendo aún director de la RAE, también lo intentó Víctor García de la Concha en «El castellano que se hizo español», conferencia que se puede hallar en Youtube. El razonamiento era, a grandes rasgos, el mismo de Menéndez Pidal, pero el escollo se agrava aún más, pues reconoció que el español se consolidó como tal en América. Si la hipótesis es acertada, las razones que ameritaron pasar de castellano a español, ahora ameritaban pasar de español a hispanoamericano. Pero no, Don Víctor recomendó seguir llamándola lengua española. Durante el siglo XX, además de darle a la lengua los mejores escritores de su historia, Latinoamérica le aportó el 90 por ciento de los hablantes. La Real Academia aplaude de pie los aportes de América, pero los pone en cuarentena y nos concede un afrentoso Diccionario de americanismos (2010), donde aloja «todas las palabras propias del español de América», cuando un acto de justicia sería rebautizar al Diccionario que hacen en España con la aclaración de españolismos. El libro sería el mismo, pero algo más sincero.

Todo nombre lleva inscripta su legítima querella. En algunos casos se hace explícita. Negarla más bien la reactualiza, como hizo el Diccionario panhispánico de dudas, al dictaminar que «La polémica sobre cuál de estas denominaciones resulta más apropiada está hoy superada». (Confrontar, en ese libro, la entrada español). El nombre es un problema, cuando se lo abre como problema, pero se agrava cuando se ensayan sus soluciones. Los que proponen la restitución del nombre antiguo, a causa del tinte imperial del nombre español ¿son capaces de demostrar que el nombre castellano no lo tuvo? La ilusión del nombre prístino, sin mancha, es una vocación bíblica que deberíamos abandonar, precisamente, por la sangre que requiere derramar en su cruzada. Si el nombre español es una imposición: el nombre castellano ¿no lo fue?

Hay quienes, en cambio, proponen un nombre compuesto, del tipo castellano americano o castellano hispano americano, creyendo que a mayor volumen, más inclusión. Es otro error. Al enunciar singularidades, quedan en evidencia las exclusiones. Los que hablan español en Filipinas o en el Sahara Occidental, podrían plantear una protesta. Los nombres son abstracciones, a menudo sutiles injusticias consentidas. Pero como esas injusticias nos permiten pensar y hablar, pactamos con ellas algún grado de convivencia.

Yo no me opongo al nombre español, porque los latinoamericanos lo hemos resignificado al punto que ya no remite exclusivamente a España. Hemos hecho con ese nombre lo que en el resto del mundo se ha hecho con el inglés, que ya no se circunscribe al ínfimo territorio de Inglaterra. Allá Madrid con su vocación imperial, sus gramáticas y sus diccionarios de la duda. El español ya no les pertenece; si es un tesoro, como a muchos gusta presentar, a miles de años de su gestación, todos lo heredamos por igual, madrileños y porteños, mexicanos y uruguayos. A todos nos asiste el derecho de arrogárnoslo como propio. 


Alonso, Amado (1938) Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres. Buenos Aires, Losada, 2ª ed. con adiciones y enmiendas, 1942.
Costa Álvarez, Arturo (1928) «El último diccionario de la Academia», en El castellano en la Argentina. La Plata (Argentina), Talleres de la Escuela San Vicente de Paúl.
Menéndez Pidal, Ramón (1917) «La lengua española», carta a los señores Aurelio M. Espinosa y Lawrence A. Wilkins, en revista Hispania, Volumen I, Nº I. California, febrero de 1918, pp. 1-14.
Real Academia Española


[1] Menéndez Pidal 1917, 3.
[2] Menéndez Pidal 1917, 3.
[3] Real Academia Española 1925, VIII.
[4] Alonso 1938, 39.

3 comentarios:

  1. Por pacto o comodidad con la lengua, me viene mejor decir castellano. En la escuela nos enseñaron castellano, no español. Nos habremos apropiado del español, pero no deberíamos querer apropiarnos del castellano. Es el idioma que con aportes aragoneses, navarros,andaluces, gallegos y otros se habla en España.

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    1. Querido Jorge, a mí me parece dignísima la defensa del nombre "castellano", pero cuando se impuso como nombre de la lengua, la política imperial de España para con la lengua era más intensa. Si Andrés Bello lo defendió fue, precisamente, para no romper los vínculos con España.

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  2. la querella extra que suscita el nombre español es, salvando las distancias, la misma que estallaría de inmediato si llamamos argentino al idioma de los argentinos, porque estaríamos dejando fuera decenas de lenguas autóctonas igualmente argentinas. en españa, donde vivo, las regiones que cuentan con una lengua propia distinta del español, tienden a llamarlo castellano (así, en catalunya, decimos castellano-parlants, para diferenciarlos de los catalano-parlants), precisamente porque, aunque se reivindiquen como naciones distintas e incluso algunas aspiren a independizarse del estado español, reconocen la existencia de las diversas lenguas históricas como un hecho político insoslayable. a un catalán independentista acérrimo, pongamos, distinguir entre castellano y español le facilita la operación ideológica de quererse fuera de españa (donde se hablan otras lenguas, además del castellano, etc., etc,...). pero nosotros, los hispamericanos, qué queremos con respecto de españa? qué quremos con respecto de nosotros mismos? he ahí la cuestión –o la querella. definamos primero nuestro "imaginario" y después pongámosle el nombre que corresponda.

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