lunes, 27 de mayo de 2019

Apostilla a la entrada sobre la destrucción de libros como práctica editorial

La última entrada de este blog –un artículo de Patricia Kolesnicov publicado en el diario Clarín y subido aquí el pasado 24 de mayo– trataba sobre la destrucción de libros, por parte de las editoriales, en razón de una lógica perversa que lleva a publicar más de lo que se va a vender para poder estar en más bocas de expendio y en la complicación que significa almacenar los ejemplares devueltos al cabo de la consignación, lo que, de acuerdo con los propios editores, implica trabajo y dinero.

Hubo diversos testimonios de uno y otro lado del mostrador y también un inteligente comentario de Jorge Aulicino en el que decía que “el capitalismo sabe que el contenido de un libro no se destruye, porque el libro es reimprimible (reproducible como objeto diría Walter Benjamin)”. Y más abajo agregaba que la quema de libros, en ciertos contextos –el nazismo, nuestra propia dictadura, etc.– asume un valor simbólico que el humanismo reconoce.

Ahora bien, el “libro” –vale decir, el conjunto de hojas de papel, pergamino, vitela, etc., manuscritas o impresas, unidas por uno de sus lados y normalmente encuadernadas, formando un solo volumen, según la definición más repetida– no existe con independencia de su contenido. Lo cual nos lleva a considerar que hay libros y libros. Por un lado, digamos, están los libros de Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzche, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein, y, por otro, aquellos de Paulo Coelho, Jorge Bucay, Pilar Sordo y Bernardo Stamateas. O, ya en terreno literario, los Gustave Flaubert, Joseph Conrad, Henry James y James Joyce y, del otro lado, los de Isabel Allende, Laura Esquivel, Coral Herrera Gómez o Florencia Bonelli. El objeto que conserva esos contenidos se llama igual. Considerados comparativamente uno se siente tentado a creer que la desaparición de unos es más importante y dolorosa que la desaparición de otros, sobre todo cuando la lógica indica que los libros de las primeras series, acaso menos vendidos que los de las segundas, han resistido mejor el paso del tiempo, aportando incluso hasta el día de hoy algo a la humanidad que los otros no tienen.

Para complicar las cosas, los libros no existen por generación espontánea, dependen de editoriales que los publiquen. Las editoriales son, salvo contadísimas excepciones, empresas comerciales que viven de sus ventas. Eso se ve sobre todo en los grupos multinacionales, como Penguin Random House y Planeta, que juntos ostentan más del 60% del mercado a través de sus numerosos sellos, a los que hoy podríamos considerar como etiquetas vacías del sentido que alguna vez pudieron haber tenido.

Luego, los libros existen en el tiempo. Lo que un joven lector leía en las décadas de 1950 y 1960 –Romain Rolland, Hermann Hesse, Alain Fournier, etc.– ya no es lo que leen los jóvenes lectores de ahora. Luego, lo que se lee –o lo que se dice que se lee– también depende de la vergüenza: hoy las modelos ya no dicen como declaraban en la revista Gente de los años sesenta que leen a Borges y a Sábato o que escuchan a Bach o a Vivaldi, sino que, si alguna vez alguien les pregunta, afirman sin el menor trauma que leen a Osho o que directamente no leen, y que escuchan cumbia o regaetón.

Los grupos editoriales tampoco tienen el menor escrúpulo en admitir que cualquier cosa que se vaya a vender es mejor que cualquier otra que se venda menos. Siguiendo esa lógica rapaz, lo que no cumpla con las expectativas de ventas numerosas e inmediatas debe ser destruido porque el concepto de catálogo, al menos en los grupos multinacionales, ya no existe y porque el almacenamiento de libros es un costo que debe ser eliminado para que las cuentas cierren.

En síntesis, el libro, como objeto simbólico, puede arrastrar alguna inercia que lo siga haciendo respetable. Pero los contenidos de los libros no son objetos simbólicos. Y todo indica que cuanto más triviales sean, más importantes son para las editoriales, que, como las cadenas de librerías, son apenas negocios a los que los valores simbólicos sólo les importan cuando los números no cierran. El resto, como decía Aulicino, es mera lógica capitalista, la misma que alguna vez nos va a dejar sin mundo.

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