miércoles, 4 de septiembre de 2019

José Luis de Diego y una mportante contribución a la historia de la edición en la Argentina


El escritor y periodista argentino Mauro Libertella publicó en el diario Clarín, del pasado 28 de agosto, la siguiente entrevista con José Luis de Diego, a propósito de su último libro, recientemente editado por Ampersand.


Los días de gloria del libro argentino


Los autores no escriben libros es la nueva entrega de la serie ensayística a partir de la cual José Luis de Diego está investigando la historia de la edición en la Argentina y otros países del continente. El título, por supuesto, remite a un problema que atraviesa al libro más o menos desde que forma parte de una industria: desde que el autor termina el texto, intervienen decenas de elementos que, si las cosas discurren con una cierta felicidad, desembocarán en ese objeto que hemos acordado en llamar el libro. En el medio, están los editores, los catálogos, la mutación de los sellos, los agentes, la concentración editorial, la historia cultural de los países, las crisis económicas... Toda una serie de satélites que orbitan alrededor del texto y que constituyen una historia en sí, aquella en la que de Diego se ha especializado.

–En su libro marca dos momentos de esplendor de la edición argentina: el período 1938-1953 y los años sesenta. ¿A qué se debieron esas eras doradas?
–Son esplendores totalmente distintos. El primero es un esplendor de la industria; el segundo, de la literatura. El que va del ´38 al ´53 se debe al colapso de la industria editorial española, que después de la Guerra Civil se cae a pedazos y no se recupera hasta los 50. Para la Argentina, eso es una bonanza notable. En esos años, los catálogos de Espasa Calpe y Losada tenían mucho autor español y abastecían ese mercado. Esa bonanza termina cuando se recupera España. La segunda bonanza es literaria. La hipótesis que sostengo es que el latinoamericanismo de la época fue también una posibilidad comercial, que supieron ver muy bien tipos como Paco Porrúa en Sudamericana. Supieron editar para el mercado local y producir una serie de combinaciones, al mismo tiempo culturales y comerciales. Sudamericana empezó a apostar por autores argentinos en cierto momento, porque no podía exportar más, y se dio cuenta de que les iba bien. En 1948 El túnel, en 1951 Bestiario, en 1951 Misteriosa Buenos Aires. En los años sesenta, hay una expansión impresionante de la matrícula universitaria, que posibilita el nacimiento de Eudeba, de Jorge Álvarez, y las editoriales pequeñas de los sesenta. Confluyó ahí toda una agenda nueva: los movimientos de emancipación en América Latina, la Revolución Cubana, el sexo, las drogas, la violencia política, la revisión del marxismo, el antiimperialismo. Eso impactó muy fuerte en la historia del libro. Jorge Álvarez en la Argentina, Monte Ávila en Venezuela y Oveja Negra en Colombia fueron algunos de los sellos que modernizaron el mercado de libro.

–De esa época son también las editoriales de fuerte tendencia ideológica, de intervención. ¿Eso cayó también con los años noventa y el muro de Berlín?
–Habría que distinguir entre las editoriales de fuerzas políticas o directamente partidarias –Lautaro, Claridad– y otras que podían tener líneas muy claras –Galerna, Corregidor, De la Flor, Jorge Álvarez– que eran progresistas y abonaban a un clima de época. Tenían dos marcas fuertes: la modernización teórica y literaria y la radicalización política. Hoy, la izquierda se ha debilitado muchísimo, así que eso prácticamente se perdió. Podés tener editoriales que privilegian temáticas más progresistas o de izquierda –Siglo XXI, por ejemplo–, pero hoy es otro mundo.

–¿Qué rol cumple el Fondo de Cultura Económica en ese contexto?
–Ahí habría que distinguir entre el americanismo y el latinoamericanismo. El americanismo tiene como hitos fuertes la revolución mexicana del 1910, la reforma universitaria argentina del 1918, la fundación del Apra en Perú. Un ideario de cierto pacifismo y de socialismo reformista. Fondo de Cutura es la editorial más emblemática de ese movimiento. Pero luego, Fondo quiere pegar una curva hacia el latinoamericanismo, hacia una posición más de izquierda. No diría, en ese sentido, que es una editorial de la izquierda clásica: es una editorial fundada por un grupo de ilustrados mexicanos que querían actualizar el pensamiento y desprovincializar al país.

¿Qué se puede decir de las grandes editoriales estatales? ¿Fondo de Cultura sería eso?
–El modelo del Fondo es uno de los más elogiados:el Estado pone dinero pero no decide el catálogo. Hay una especie de empate político-cultural que le ha permitido seguir vigente. Ahora, la pregunta es: ¿si no hubiese sido un fideicomiso del Estado, hubiera durado? Probablemente no. Es un gran lujo que se dan, tener ese catálogo. En otros lugares, las apuestas del Estado no han sido tan exitosas. La Biblioteca Ayacucho tuvo una producción muy importante mientras vivió Ángel Rama, pero con la muerte de Rama decayó muchísimo. En Chile, estuvo la experiencia corta durante el gobierno de Salvador Allende, la editorial Quimantú. En Venezuela está Monte Ávila, que tiene parte estatal y parte privada, y pervive al menos como sello. Y Eudeba sería nuestro caso, que también es distinto, porque no se trata del Estado sino de una universidad, que tiene autonomía y autarquía.

–¿Qué modelos de editor reconoces a lo largo del tiempo?
–En la Argentina hubo un modelo fuerte que es el patriarcal: Antonio López Llausás, Orfilia Reynal, Gonzalo Losada. El tipo que era el dueño y se jactaba de su red de contactos, pero jerarquizaba su poder sobre la base de su invisibilidad: no tenía una aparición pública importante. No hablaban de empresa, sino de “casa” editorial, y así se creaban lazos fuertes con los autores: Cortázar fue toda su vida autor de Sudamericana y Borges de Emecé. Luego, sucedió que aparecieron los agentes y trajeron como novedad los contratos a término: si en 5 años hay un mejor postor, me voy con otra editorial. Los escritores se vuelven nómades, y eso cambia también la figura del editor. Pasamos del editor patriarcal al editor activo: no espera el manuscrito, sino que sale a buscar el libro sobre la base de la agenda de medios. Al mes de haber sido elegido papa Bergoglio, tenías una mesa llena de libros. Los nuevos editores vienen de los medios.

–¿Hasta dónde puede llegar la concentración editorial, que parece no tener techo?
–Bueno, el límite de eso es cuando un grupo compre a otro. Pasó en Francia y la corte tuvo que intervenir. ¿Qué puede pasar si Random House compra a Planeta? Una empresa va a controlar más del 75 por ciento del mercado. Berlusconi en Italia controlaba el 90 por ciento del mercado. Alguna vez, Divinsky dijo que esto va a implosionar. Es posible. La excesiva concentración en cierto sentido es anticapitalista, porque no genera competencia. Si hay que encontrarle algo positivo, es que cuanto más se agrandan, más resquicios aparecen para las pequeñas. La cultura tiene muchas vías para hacerse ver.

–¿La última gran era dorada de los editores fue la ola europea previa a los años 90?
–Fue un momento significativo, sin dudas. Calasso en Adelphi, Einaudi, Barral en España, Christian Bourgois en Francia, Unseld en Alemania. Era un lujo. Pero el mundo se fue complicando mucho.

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