viernes, 17 de abril de 2020

¿Y si la crisis nos permitiera discutir seriamente?


A medida que avanza la pandemia, uno lee todo tipo de cosas referidas a los daños que, por el parate obligado, está sufriendo la industria editorial argentina. Sin embargo, por difícil que sea la situación, vale la pena sacar de ella algunas conclusiones:

1) En reiteradas oportunidades se ha hablado de las librerías como "el eslabón más débil de la cadena del libro". Digamos que, aun considerando que tengan que pagar alquiler (lo cual no es el caso de todas), empleados (con sus correspondientes cargas sociales) y servicios, generalmente ganan entre el 35% y el 40% sobre el precio del libro. O sea, más que las editoriales y, por supuesto, mucho más que un autor, que gana entre el 8% y 10% del precio de tapa del libro (que recordemos, no se escribe en un mes, sino en muchos y, a veces, incluso en años). Ese dato serviría ya para imaginar que las librerías no son las más perjudicadas. Pero si lo que gana un autor es poco, lo que gana un traductor es todavía menos, para no hablar de lo que ganan los correctores. No se trata aquí de ver quién es más miserable, sino de señalar el nivel de adscripción automática de la prensa a la idea del mercado que es lo que rige al mundo editorial, ya se trate de grandes grupos o de pequeñas editoriales artesanales. Que cuando las papas queman se pretenda imponer un discurso general y se nos invite a cantar "We are the world" tomados de la mano es apenas una de las tantas fealdades a las que nos somete el dinero o, como en este caso, su ausencia.

2) Hace unos años, un amigo que comenzaba con una pequeña editorial, decidió llamar a la suya XXX Grupo Editorial. Cuando le pregunté por qué había tomado esa decisión, me dijo que su editorial era, justamente, "un grupo" (expresión que antaño se empleaba en la Argentina para señalar "una mentira"). Mi amigo, convencido de ello, se había inspirado en el Grupo Editorial Planeta, una suerte de aspiradora que, como otros grupos editoriales, se dedicaba a comprar sellos medianos y pequeños y vaciarlos de sus contenidos específicos (cfr. Paidós, Ariel, etc.) con el afán de conquistar el famoso mercado. Hoy ese mercado (en este caso, el de la lengua castellana) está en manos de dos grupos editoriales que ostentan el 70% del total de libros vendidos. El 30% restante corresponde a medianas y pequeñas editoriales que, a su vez, suelen reproducir usos y costumbres comerciales de los grandes grupos, pero, claro, con mucho menos poder. La mayoría de esas editoriales medianas y pequeñas publican un mínimo de dos novedades mensuales. Si se suman las treinta que nos infligen cada uno de los grupos mayoritarios el resultado, incluso en un mercado modesto como el argentino, es inabarcable. La pregunta, en todo caso, es si esa cantidad de títulos es una necesidad de los lectores o simplemente lo que precisan las editoriales (grandes, medianas y chicas) para justificarse como empresas.

3) También hace muchos años, el editor José Luis Mangieri, quien tuvo en su haber La Rosa Blindada, Ediciones Caldén y Libros de Tierra Firme, editoriales que hicieron historia en el país, sostenía a quien deseara escucharlo que, cuando quien publicaba libros empezaba a ser una "empresa editorial”, invariablemente la parte empresaria se comía a la parte editorial. Y lo decía consciente de haber publicado, a lo largo de más de cuarenta años, algo más de 1.000 títulos. Su oficina estaba en cualquier bar de Buenos Aires, sus medios eran un portafolios rotoso siempre lleno de originales y una computadora (manejada por su esposa). El resto eran imprentas y encuadernadoras que establecían con Mangieri una relación donde se mezclaba la militancia, eventualmente la amistad y las cuestiones comerciales, en ese orden.

4) Mangieri nunca tuvo tarjeta, ni se asesoró con scouts, ni trató con agentes; tampoco fue reconocido en la Feria de Guadalajara, ni lo invitaron a la de Frankfurt. Hoy, prácticamente nadie publica como él en la Argentina. Su herencia sobrevive como puede en algunas editoriales de poesía porteñas y en mínimos sellos de provincia. Pero no todo está perdido. Hay otras instancias, como lo demuestra el poeta y traductor Juan Arabia, en la entrevista que ayer le hiciera Silvina Friera en el diario Página 12 (https://www.pagina12.com.ar/259625-buenos-aires-poetry-libera-parte-su-catalogo). Luego de liberar gratuitamente una parte sustantiva del catálogo de Buenos Aires Poetry, su editorial, Arabia comentaba que tuvo unas 50.000 descargas de libros, correspondientes a unos 40 países. Esos mismos libros muchas veces fueron mal recibidos y peor pagados por las librerías porteñas, y ahora los lectores, luego de leerlos digitalmente, se los compraban en papel. Y añadía: "La circunstancia actual de la pandemia del Covid-19 ha generado, según mi opinión, una contradicción fundamental entre la estructura económica del sistema capitalista y su superestructura cultural, ideológica (biopolítica, poder sobre la vida, etcétera)", Luego sumaba un punto de vista que ojalá se convierta en tema de polémicas: “En lo que respecta al campo cultural, la edición de libros en este caso, se ha visto que la opción de muchas grandes y pequeñas editoriales fue apostar por el formato digital, y de implementar ofertas y descuentos por diversas plataformas. Pero en última instancia, lo que rige, es el propio interés y beneficio económico, con el objetivo último (siempre invisible) de sostener una cadena armada y monopólica de la industria editorial: imprentas, distribuidoras, librerías, todos obstructores de la palabra”.

5) ¿En qué medida la lógica del mercado no es, como señala Arabia, obstructora de la palabra? Más allá del problema lógico (y por cierto penoso) que representa tener un negocio (una editorial, una librería, una verdulería, una ortopedia) está el público. ¿En qué medida éste debería ceñirse a los problemas de quienes deciden manejarse en términos comerciales? Llegados a este punto, convengamos que hay siempre un tufillo a chantaje al equiparar sin más un hecho comercial (la producción y venta de libros) con un hecho cultural. ¿Un libro de Pilar Sordo es equivalente a uno de Borges? Si no es así, ¿por qué la lógica comercial con que se comercializan uno y otro es la misma? 

6) Si se quisiera realmente debatir sobre algo más que sobre la famosa Ley del Libro, impulsada por las cámaras que reúnen a las editoriales (vale decir,  empresas comerciales de distinto porte), ¿no sería ésta la ocasión de discutir también otras cosas? Por ejemplo, ¿necesitamos los lectores tantas novedades mensuales? ¿Son infalibles los editores cuando eligen lo que van a publicar? Ante una situación de emergencia como la actual, ¿debe el Estado hacerse cargo de esas elecciones? Y en otros órdenes, ¿agotaron los lectores los catálogos completos de las editoriales para necesitar continuamente novedades, muchas veces inferiores a los libros publicados en otros momentos de la historia editorial? ¿La novedad es un valor en sí mismo? 

7) También, valdría la pena sincerarse sobre otras cuestiones. ¿El mundo editorial es homogéneo y, por lo tanto, merece una única respuesta a todas sus necesidades? ¿Las necesidades de una empresa editorial son las mismas que las de una pequeña editorial? ¿Por qué las grandes editoriales cobran mes a mes, de manera automática (tienen aparatos legales armados para eso), y las pequeñas editoriales deben esperar para recibir luego cheques a 60 o 90 días de las mismas librerías que hoy piden auxilio al Estado y al público? Si los títulos que distribuyen las multinacionales ya vienen traducidos desde España, ¿deberían esos libros. que además llegan con dumping, competir en igualdad de condiciones a la hora de una licitación con los libros traducidos en la Argentina y en otros países de la región? ¿Cuánto venden en realidad los autores argentinos (en Francia, por caso, es muy fácil saberlo), como para justificar que siempre sean los mismos los que rebotan en las páginas de los diarios? ¿Qué importancia tiene los suplementos culturales? Las tarifas que se pagan a los distintos participantes de la cadena, ¿son justas?  

Entiendo que se trata de muchos temas muy distintos, pero, ¿no tendría sentido que empezáramos a hablar de ellos más abiertamente y no dejarlos exclusivamente en manos de los especialistas a la violeta?


Jorge Fondebrider


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