lunes, 27 de julio de 2020

Más sobre la naturaleza oculta de los traductores literarios


Una segunda reflexión autocrítica de Andrés Ehrenhaus, esta vez orientada a las asociaciones de traductores y sus muy limitados alcances.





Asociacionismo, enfermedad adolescente de la traducción.
Una autocrítica (2)

Soy traductor. Eso ya lo dije, me repito. Pero no me considero un misántropo, ni siquiera un solitario. Me gusta trabajar a solas, por mi cuenta, pero no recluirme en mi torre de plastilina a renegar contra el prójimo. Soy un ser sociable, incluso gregario, con un umbral fóbico muy alto (eso que antes llamábamos paciencia y afabilidad) y pulgas más muchas que pocas. Me gusta juntarme con mis iguales, colectivo que incluye casi a la totalidad de la humanidad a excepción de los hijos de puta (que es una de las pocas categorías sociales con carácter absoluto), con fines de ocio o negocio y compartir momentos gratos, horas tristes y años complicados. Ese gregarismo natural y mi inherente optimismo nihilista me ha llevado a sumarme a numerosas iniciativas de índole laboral con entusiasmo y entrega, y no lo digo en balde. Donde hubo que arrimar el hombro, lo arrimé como el primero y el último. Donde hubo que embarrarse las patas, me las embarré hasta la verija. Donde hubo que exprimirse el cráneo, lo entregué sin dudarlo a la batidora o el minipimer. Donde hubo que morder el polvo, perdí en la volada varios dientes. No lo lamento, es parte de una concepción de vida; tampoco lamento la cretinez de las insidias (como dice L.A. Spinetta, “las habladurías del mundo no pueden atraparnos”), porque son parte de la concepción de vida de los que silban alto y vuelan bajo.

Cuestión que me asocié, y más de una vez. Y no contento con formar parte del club de mis semejantes y codearme con mis colegas (“ponerles cara a los nombres” es el eslogan yogurtero de las asociaciones), me encaramé a los puestos de mando. Es cosa sabida que estuve varios años en la junta directiva de ACEtt, que vendría a ser la precuela española de AATI, y que participé en los dos grupos impulsores de la Ley de protección de la traducción en Argentina, entre otras aventuras por el estilo. Ojo, digo aventuras sin la menor ironía o menoscabo: era un sinecuanon poner grandes dosis de aventurerismo en el empeño. Cosa que ya perfila cierta sombra adolescente sobre el panorama, porque no hay héroes clásicos que no sean o se sientan jovencitos y, por ende, justicieramente omnipotentes. Lo que no sabe o prefiere ignorar el aventurero juvenil entrado –en mi caso– en años es que, en el terreno en el que nos movemos, que es el de la ciénaga laboral de la traducción de libros para la industria cultural y editorial, las mieles del triunfo, los laureles de la gloria, la ovación de las multitudes, las prebendas, bulas y franquicias no existen apenas y por supuesto no pueden ni compararse al sobresfuerzo que implica la responsabilidad del cargo asociativo; por no haber, no hay ni descanso del guerrero. Se trabaja ad amorem y se pierde tiempo de traducción que es un horrorem.

O sea que conozco el paño como una bola de billar. Invertí gran parte de mi energía post adolescente en hacer carambolas sobre la mesa verde durante años. Y puedo decir sin el menor pudor que el esfuerzo valió la pena a nivel individual (e incluso intelectual), porque gané experiencia, perdí ingenuidad (no inocencia, espero), hice mejores amigos que peores enemigos (que los hice, y con reciprocidad, como es de recibo) y lo bailado siempre es lo bailado, pero no a nivel colectivo. Ese esfuerzo invertido no se tradujo en las grandes mejoras avizoradas, en el beneficio sectorial prometido, en el crecimiento profesional del conjunto; fue un esfuerzo estéril y supersticioso, como el del poblado que arroja sus doncellas púberes al monstruo en la creencia de que este se calmará por un tiempo. El monstruo no se calma, el monstruo siempre querrá más y más doncellas. No hay que dárselas, sencillamente. Insisto, no tengo nada contra las asociaciones: son amenos lugares de sociabilización, como las iglesias, los asilos de ancianos o las cofradías de bridge, y uno se siente hermanado fácilmente bajo su exiguo techo e incluso hasta ingenuamente protegido, como si el mal quedara puertas para afuera. Así funcionan, sin ir más lejos, los grupos adolescentes, que imbuyen al integrado de un aura barata pero especial y desfiguran al externo hasta no reconocerle un rostro (y no querer ponerle un nombre). Una asociación seudo gremial, como las mencionadas y muchas otras, hace mil cosas, todas bienintencionadas sin excepción. Todas sin excepción, también, les sirven –en el plano de los bifes, por supuesto– a quienes las organizan bastante más que a quienes participan en ellas. La parte alegórica está cubierta y mucho más la decorativa, pero la real, que es la que nos da de comer y debería garantizarnos ese derecho con largura y continuidad, se disuelve en la fórmula del triple genoma post adolescente: omnipotencia imaginaria, prepotencia simbólica e impotencia real.

Que es lo que las asociaciones retransmiten en definitiva a sus asociados: hacemos muchas cosas pero desgraciadamente hay lo que hay. Eso sí, ¡que no decaiga el espíritu, colegas! Viva la traducción. Qué lindo es traducir. Y qué edificante.

Pero, veamos, ¿qué es lo que hay? No voy a reincidir acá en el deplorable estado de la relación trabajo-remuneración de nuestra profesión en prácticamente todo el mundo y en especial en el ámbito de la lengua castellana, donde la seudo excepción de España es solo un espejismo que adolece, al microscopio, de los mismos problemas que exportó illo tempore a sus ex colonias. El “lo que hay” al que se refieren las asociaciones cuando rinden cuenta de resultados a sus asociados es de cariz laboral-gremial: ese lo que hay es lo que no hay. No hay fuerza gremial. No hay cohesión gremial. No hay capacidad de movilización. No hay unidad de objetivos. No hay autoconciencia madura (ergo, no hay verdadera autocrítica). No hay capacidad de lucha (pero sí, paradójicamente, de sacrificio e incluso de martirologio). No hay verdadera rabia ni un cauce que la convierta en fuerza de choque. No hay instancias colectivas que forjen herramientas eficaces de negociación político-sindical. Todo esto parece un discurso vetusto, pre sesentayochista y brumario pero lo realmente vetusto y extemporáneo es que todavía sigamos a la espera de un milagro que nos seque las lágrimas y nos haga un delivery de pan ácimo.

Así como el fin de la adolescencia social lo marca a fuego el pago del primer alquiler doméstico, el fin de la adolescencia laboral no lo marca el primer sueldo ganado sino la primera huelga ganada. Los hombres somos muy huevones pero las mujeres lo saben bien: solo la huelga corrige la correlación de fuerzas. ¿Contribuyen a formar este espíritu de madureza gremial las asociaciones? No, en absoluto. No solamente porque se escudan tras el “es lo que hay” sino porque su miedo y su ineficacia al respecto son previos. En las asociaciones impera un buenismo light que es infartante. Los discursos encendidos siempre acaban en un condicional. Los capitanejos siempre acaban corrompidos por su propia indulgencia. La asociación necesita vivir para no morir y no porque su vida sea en verdad necesaria; de hecho, sin la asociación, los traductores desaforados serían más silvestres y beligerantes, como niños con hambre privados de pronto del placebo asociativo: no vas a ganar más y vivir mejor pero qué lindo es poder llorar juntitos y, mientras, hacer batik y cerámica. Esos desaforados saldrían a morder tobillos y ganarían pequeñas, imperceptibles, huelguitas personales. Saldrían a pelear.

Así que, hasta tanto no puedan garantizar el derecho a huelga que a todos los trabajadores del planeta nos asiste, las asociaciones no tienen verdadera razón de ser. Ni siquiera prestigian la profesión. En muchos casos la deprimen, porque su buenismo igualador fomenta la pérdida de rigor profesional, la diabetes moral, el quejismo como garantía del trabajo bien hecho. satanizan la figura del editor igual que un adolescente sataniza la de sus padres, imaginando que los quema en la hoguera de su despecho pero sin perder la obsecuencia que le garantiza la semanada. Antes, mucho antes que las asociaciones son de primera necesidad los estudios y análisis críticos de la traducción, las historias rigurosas de la profesión, la creación de una bibliografía que desmitifique la práctica y la reprofesionalice, teniendo en cuenta su doble vertiente autoral y la complejidad laboral en la que se desarrolla. Son mucho más útiles los foros donde la traducción queda desmenuzada ante la mirada severa y crítica de propios y ajenos, los espacios donde se desbueniza la práctica y se la pone bajo los diversos focos de lo real que las escuderías del “es lo que hay”. Lo que hay somos, traductores. Lo que hay es lo que nos pinta en colores. Cuando peleábamos para sacar adelante los dos proyectos de ley en el congreso, los diputados y sus asesores siempre nos echaban en cara lo mismo: no hay reclamos moralmente buenos, solo una buena fuerza de choque y el rempujón eventual de la opinión pública favorable proporcionan capacidad real de negociación política; ¿ustedes los tienen? No. No tiene lobbies que los apoyen, no tienen la cohesión necesaria para detener el sector. En consecuencia, no van a tener ley que los ampare específicamente. Con suerte, un paraguas general. O sea, el milagro redivivo del maná. Recen.

Yo de rezar me cansé. De ahí no viene guita. Y no porque no la haya, que la hay, sino porque no la sabemos reclamar como corresponde, asociaciones adeolescentes.

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