martes, 1 de diciembre de 2020

La distribución de las ganancias en la cadena del libro: ¿no será hora de volver a discutir las cifras?

Durante la parte más dura de la cuarentena, cuando las editoriales no producían libros y las librerías permanecían cerradas, hubo muchos artículos en los que se hablaba de que, en razón del desastre económico que ello significaba, unas y otras eran la parte más débil de la cadena. Pocos se acordaron en ese entonces de autores y traductores, sin los cuales, como si hiciera falta aclararlo, no hay libros. 

En una entrada anterior de este blog, dedicada a comentar cómo se determinaba el precio de los libros –14 de julio de 2020– se explicaba que el 100% de la eventual ganancia que produce un libro se reparte entre librerías y distribuidoras (alrededor de un 65%) y editoriales (alrededor de un 25%), quedando para el autor, con suerte, entre un 10% y un 8% (en oportunidades deducido del 25% con que se queda el editor, cuyo margen de ganancia oscila así entre el 15%y el 13% real) y, en el caso de ser obras traducidas, para el traductor entre un 4% y un 1%. 

No leí en ningún artículo que esos porcentajes fueran cuestionados, aunque, hablando con editores y libreros amigos, me explicaron que las editoriales y las librerías tenían alquileres, impuestos y servicios que pagar (como si los escritores y traductores no tuvieran que hacer lo mismo) y empleados a los que mantener (acaso la única diferencia notable), por lo que los porcentajes de las ganancias eran realmente bajos. En síntesis, parece ser que los libros no son un negocio para nadie, salvo para aquéllos que manejen un volumen lo suficientemente grande (los grupos multinacionales, como Penguin Random House o Planeta), que publican, pero con otros fines, entre los cuales debe mencionarse la desgravación impositiva de otras empresas que forman parte de los mencionados grupos). 

No satisfecho con las respuestas obtenidas, opuse que los “gastos empresariales” de las editoriales, distribuidoras y librerías no contemplaban lo que podríamos llamar “gastos existenciales” de los autores y traductores, que además de comer y dar de comer a sus hijos, costear su educación, etc., están obligados a investigar, seguir formándose y mantenerse con vida. Eso nos lleva a considerar que una empresa sin ingresos quiebra, pero una persona sin ingresos se muere de hambre.

También les señalé a los amigos editores y libreros que un libro a veces se escribe o se traduce a lo largo de varios años y, con suerte, sólo se cobra un anticipo inicial, mientras que librerías y editoriales pueden vender sostenidamente a través del tiempo. Se me retrucó entonces que un libro exitoso supera el anticipo. Eso sí: se cobra según liquidaciones que se hacen entre una y dos veces al año, que se pagan 90 días después de informadas, lo cual, en países con una inflación como la argentina, resulta en cifras tan devaluadas que la “ganancia” se convierte en un chiste. 

Qué son los libros 
Ahora bien, ¿de qué hablamos cuándo hablamos de libros? Está claro que se trata de objetos que incluyen palabras que traducen cosas Y esas otras cosas, ¿son todas importantes? Tal vez aquí convenga desligar la idea de los libros en general de la de los libros de las bellas letras, la filosofía o la historia, y limitarnos a pensarlos como cosas que se venden en un mercado. Y cuando aparece esta última palabra, todo cambia y la discusión deja de ser elegante. Como me dijo una vez una amiga librera: por más que sea más agradable vender libros que papas, la lógica es más o menos la misma. 

Quien lo dude, puede recurrir a los múltiples ejemplos que ofrece la realidad. Algunos son más claros que otros. Por caso, todo esto se puso de manifiesto una vez más a partir de la cobertura mundial producida por la curiosa manera en que Louise Glück, por intermedio de su agente Andrew Wylie, les “agradeció” a sus editores españoles de la editorial Pre-Textos el apoyo sostenido en la difusión de su obra en castellano. El escándalo puso en evidencia, entre muchas otras cosas, lo poco que saben autores, traductores, editores y, fundamentalmente, periodistas culturales sobre las distintas alternativas de la llamada “cadena del libro” que, por cierto, involucra a muchos intervinientes. 

Asimismo, a esos datos habría que sumar otros, muy mentados, pero raramente definidos, que suelen denominarse “malas prácticas”. ¿Qué es una mala práctica editorial? ¿Qué es una mala práctica por parte de un agente, de una distribuidora, de una librería? Antes de discutir esta última cuestión –que quedará para otra entrada–, vale la pena especificar quiénes son los protagonistas de la llamada “cadena del libro”. 

Acá hay que hablar de los editores (palabra poco específica en castellano), del resto del personal de las editoriales, eventualmente de los traductores, de los agentes literarios, de los scouts literarios, de las distribuidoras y de las librerías. Cada cual cumple una función específica y recibe una parte desproporcionadamente grande de lo producido por escritores y traductores. Cabe entonces preguntarse si hay realmente una justificación para que así sea. 

Los editores 
Uno de los problemas que presenta la palabra “editor” en castellano es que en ella confluyen al menos dos términos propios del inglés: publisher y editor. El primero suele ser el dueño de la empresa editorial y no necesariamente se ocupa de la gestión de derechos ni del trabajo con los autores, mientras que el segundo se relaciona con una multitud de funciones a las que la consultora editorial Mariana Eguaras les ha dedicado todo un artículo Copiamos los párrafos más pertinentes: “El título de ‘editor’ es amplio y más aún en la traducción del inglés al castellano. En inglés podemos encontrar denominaciones como acquiring editor, commissioning editor, copy editor, line editor, managing editor, production editor, project editor y el más genérico book editor”. En consecuencia, “distinguir entre los distintos tipos de editores de libros no suele ser sencillo, ya que no existen límites nítidos que determinen dónde comienza y dónde acaba la labor de cada uno de ellos”. 

Puesta a precisar, Eguaras señala que el acquiring editor (también llamado acquisitions editor) es el editor principal; vale decir, el director editorial, el editor sénior. “La función principal de este editor es contratar o ‘comprar’ derechos de obras y obtener contratos editoriales firmados por parte de los autores o de sus agentes editoriales”. Y continúa: “Es quien investiga y busca posibles obras para ser publicadas por la editorial para la que trabaja. Es quien negocia, quien visita las ferias de libros, quien se reúne con agentes literarios, contacta autores e idea libros por encargo. También es el editor con un perfil más ejecutivo y empresarial, con mucha libertad de acción dentro de la empresa editorial. De su criterio empresarial, su sagacidad en detectar autores que vendan libros y su capacidad de negociación depende el funcionamiento de la editorial”. 

Luego viene el copy editor, al que en castellano se llama editor de mesa y quien está a cargo de trabajar con el texto de un autor. “Es –aclara Eguaras– quien realiza el editing de un manuscrito antes de ser publicado”. Y añade: “Es frecuente que esta labor se combine con la corrección de estilo. A veces, incluso, se lo confunde con el corrector ortotipográfico o con el corrector de pruebas o (proofreader)”. 

Está también el coordinador editorial que es “quien supervisa todas las etapas de producción de un libro y se asegura que los procesos sean cumplimentados en tiempo y forma”. Eguaras amplía: “Es el tipo de editor que trata a diario con el autor, el que solicita presupuestos a los posibles colaboradores que intervienen en la edición de la publicación y a las imprentas. También es el perfil de editor que se encarga de que cada uno de los procesos se realice en el tiempo y la forma pactados. Este tipo de editor, aunque no realice algunos de los servicios editoriales que coordina, debe conocerlos lo suficiente para velar por la calidad de estos. Debe tener suficiente formación para saber que los servicios que realizan otros profesionales están ejecutados de manera adecuada”.

Como en cualquier actividad, hay de todo: desde los editores que acompañan a sus autores en los mejores términos posibles, a aquéllos que (como solía repetir un director editorial que incluso hoy pone su nombre en la página de créditos), consideran que los autores son apenas la argamasa con la que ellos trabajan para lograr un producto. También están los tarambanas que se creen Maxwell Perkins y se sienten obligados a reescribir y a adulterar lo que escriben sus editados (todavía se recuerda el caso de Juan Forn, a quien Rodolfo Fogwill puso en vereda, obligando a la editorial Planeta a pagar avisos disculpándose por las enmiendas innecesarias e inconsultas a las que habían sometido al autor de Los pichiciegos).

Pero dejando de lado estas fealdades, resulta imprescindible aclarar que en las editoriales independientes, pequeñas y medianas, menos personas se ocupan de más cosas, por lo que muchas veces el director editorial es también editor de mesa y coordinador editorial a la vez. En consecuencia, la multiplicidad de funciones lleva a desplazamientos notables que hacen que la misma persona que se ocupa de buscar autores deba a su vez editar los textos, negociar con la imprenta, comprar el papel y discutir con los distribuidores, sin olvidar la promoción ante los libreros y la prensa. Se da incluso el caso de que algunos editores son también tapistas… 

Los otros integrantes de la editorial 
Ya se trate de que la editorial cuente con ese personal o que lo contrate de manera externa, deben considerarse el diseñador del libro, el tapista, el eventual corrector (de estilo, de ortografía, o a veces de las dos cosas a la vez), alguien que se ocupe de la prensa y las redes sociales, alguien que lleve la contabilidad, alguien que atienda el depósito y el transporte, con suerte alguien que ejerza de secretario o secretaria, aunque más no sea para atender el teléfono, etc. También a los “lectores”, personal externo que lee las obras antes que los editores y que realiza informes sobre la conveniencia o no de su edición. Y todo eso, esté o no a cargo de personal propio o contratado, o incluso de los mismos editores –cuando se trata de una editorial mínima– forma parte de los gastos que sirven para ponerle precio al libro. 

Los traductores 
No forman parte de las editoriales, aunque, de tanto en tanto, por su reincidencia, empiezan a ser percibidos como parte de las mismas. Trabajan por tarifas exiguas (ya se mencionaron arriba los porcentajes, cuadro que país por país puede ser comprobado en la entrada de este blog correspondiente al 17 de julio de 2020), pero deben manejar un gran número de saberes (en algunos casos francamente complejos) y, por supuesto, la lengua de origen y su propia lengua. Las editoriales suelen sacar partido de la ignorancia que los traductores demuestran respecto de las leyes vigentes en sus países de origen, la falta de asociaciones competentes que los defiendan y lo solitario del oficio, que los lleva a considerar que lo que les dicen es algo así como la ley, aunque no sea cierto. Con todo, sin ellos no hay libros traducidos. Por lo que, considerando que el porcentaje de lo que se traduce al castellano equivale a un tercio de todo lo que se publica, son personajes indispensables. Más aún, cuando consideramos que las cifras que generan los best sellers internacionales suelen elevarse por encima de la de lo que se vende en la propia lengua. 

Los agentes literarios 
Son quienes representan a los escritores tanto ante las editoriales como ante otros posibles interesados en su obra (por ejemplo, el cine, la radio, la televisión, etc.). Sus funciones son múltiples. Por supuesto, conseguir, ya sea a nivel local o internacional, el mejor contrato posible para su representado (lo que, según el agente Guillermo Schavelzon, no siempre tiene que ver con el dinero, sino con la ubicación de la “mejor editorial para cada escritor y para cada obra”, lo que implica “ofrecer un conjunto de alternativas que se deben evaluar en forma integral”). Pero también revisar los contratos y velar para que estos se cumplan, haciendo que se respeten los pagos de los derechos de autor. A su vez, debe considerarse que las ganancias del agente literario corresponden a un porcentaje del valor del contrato, que va del 15% al 60% y, como señalan algunos editores que pidieron no ser nombrados, puede llegar a incluir una participación en las regalías que genere la obra.

Scouts literarios 
Suelen ser ex editores, críticos literarios o periodistas cuya labor consiste en detectar, antes que nadie, los libros o tendencias que puedan llegar a interesarles a mercados específicos. En Europa y los Estados Unidos reciben su paga de las editoriales que contratan sus servicios o a las que se les ofrecen los materiales. En Latinoamérica esa especie es menos frecuente y la mayor parte de las veces la cumplen gratuitamente los traductores literarios quienes, entusiasmados por algún autor en particular, lo presentan a los editores con quienes trabajan, logrando a veces convencerlos de la compra de derechos y, claro, de la posterior traducción, única ganancia material derivada de sus recomendaciones. 

Distribuidoras
Son las intermediarias entre las editoriales y las librerías. Existen muchas clases de distribución: algunas responden a modelos tradicionales y otras a modelos artesanales. 

Juanma Torrijos, Licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas y Máster en Narrativa, comenta en su blog Tu Coach Literario, que “La distribución ‘tradicional’ es el modelo clásico, en el que un intermediario, el distribuidor, llega a un acuerdo con el editor para utilizar sus sistemas de logística y encargarse de ‘colocar y suministrar’ sus libros a las librerías”. Puesto a explicar el funcionamiento, Torrijos señala que “el distribuidor, lógicamente, no hace su trabajo gratis, se lleva un porcentaje del precio del libro”. Éste oscila entre el 25% y el 35% de PVP (precio de venta al público). Luego, Torrijos explica: “Si a esto le sumas que el punto de venta (la librería en cuestión) se suele quedar entre el 30% y el 35% (y, en según que casos, he llegado a ver el 40% en grandes cadenas), el porcentaje que le queda a la editorial suele rondar entre el 50% y el 40% del PVP. De ese 50%-40% tiene que abonar las regalías del autor, el coste de impresión y otros costes asociados al libro. Como veis, con este primer dato ya se denota que la distribución clásica, para una editorial pequeña, no es rentable”. Existen otras posibilidades: tiradas más chicas o sobre demanda, pero lo exiguo del número de ejemplares hace que, por un lado, el título sea exhibido en menos puntos de venta y, por otro, resulte menos interesante al distribuidor. Torrijos entonces explica: “En principio podríamos pensar que el distribuidor y el librero no deberían tener ninguna objeción por distribuir y comercializar el libro, ya se han aceptado los márgenes que pedían y se han impreso los ejemplares necesarios para ello ¿dónde está entonces el problema? Pues el problema es que tanto el distribuidor como la librería son negocios, y como negocios que son, les interesa vender, generar beneficios. El distribuidor cobra por ejemplar vendido, por lo que no le interesará ofrecerle al librero (salvo en casos contados) el libro de una pequeña editorial y/o un autor desconocido que sabe que, de primeras, no va a ser demandado por un público amplio. Lo que quiere el distribuidor es que el librero se quede con los libros que venden, los de autores conocidos, los últimos lanzamientos de grandes editoriales que tienen mucho invertido en promoción y marketing, etc…”. Y concluye: “El librero, por su parte, quiere que el distribuidor le facilite los títulos que sabe que se van a vender. Su escaparate y sus estanterías son herramientas de venta, y no las quiere ‘ocupadas’ por libros que no van a tener ‘rotación’, es decir, que se van a mantener en esa misma estantería bastante tiempo antes de que alguien se anime a comprarlo, o que él decida devolverlo al distribuidor”. 

Quedan por considerar los modelos artesanales de distribución. Son parte de las estrategias que adoptan las pequeñas y medianas editoriales para maximizar sus productos. Así, quedan en manos de las pequeñas distribuidoras, que en lugar de distribuir en todas las librerías posibles lo hacen en aquéllas que, se sabe, pueden tener más y mejores clientes. Otro tanto ocurre para las muy pequeñas editoriales que optan por hacer su propia distribución. Por caso, todo el mundo sabe en Buenos Aires que la Librería Norte ofrece un espacio más amplio dedicado a la poesía que otras librerías. En consecuencia, cualquier editor de poesía entiende que ése es uno de los puntos obligados para distribuir sus libros porque allí encontrará un público que, entre otras cosas, frecuenta la librería porque ésta satisface ese interés particular. El problema, en todo caso, es que esas distribuidoras de escala pequeña suelen tener menos espacio para negociar con los libreros, lo cual, muchas veces, se traduce en demoras en los pagos. 

Las librerías 
Las librerías no son santuarios sagrados, sino negocios donde se exhiben libros para su venta, En algunos casos uno bien puede considerarlas como santuarios, pero es una cuestión de fe y de ningún modo una verdad absoluta. Existen en relación con el nivel de educación de cada lugar y en razón de la necesidad o costumbre que tiene el público de leer. Así, existen países con muchos habitantes y pocas librerías, países con pocos habitantes y muchas librerías, y todas las variantes posibles. Hay asimismo países que comprenden que es necesario ayudar a los libreros subsidiando sus negocios (Francia es acaso el ejemplo por excelencia) y otros donde no existen los subsidios ni para las librerías, ni para las editoriales, ni para la promoción y traducción de libros. Es posible que cuantas más librerías tenga un país, mayores posibilidades de pensamiento crítico puedan desarrollar sus habitantes. Pero, insisto, aun a riesgo de repetirme, las librerías no son templos sino el lugar donde se venden los libros. 

Las hay de todos los tamaños y especies: cadenas que responden a una marca y que, sin ocuparse de otra cosa más que de las novedades, son algo así como supermercados; librerías generales que venden de todo; librerías especializadas que apuestan a los catálogos; librerías de barrio, librerías a las que se accede con visita previa, librerías de libros escritos en otras lenguas, librerías virtuales, librerías de viejo, etc. 

Como fue dicho, la mayoría de ellas se queda con el 35% al 40% del PVP, salvo en el caso de las grandes cadenas, cuya tajada en razón de las bocas de expendio pueden ser (y suelen ser) incluso mayores. Luego, las librerías de usados desarrollan una ganancia mayor porque compran por poco y venden por mucho. 

La cara visible de las librerías la constituyen los libreros, una especie en franco peligro de extinción, reemplazada por jovencitos adictos a la computadora como único medio de saber si un libro existe o no y si efectivamente lo tienen en la librería. A estos empleados les pagan mal y raramente se ponen la camiseta de la empresa porque saben que son desechables. En otros casos, los dueños o los encargados de la librería poseen la cultura suficiente como para poder responder los requerimientos de los clientes sin muletas mentales ni otras ortopedias. Lo mismo puede decirse de muchos empleados que, además, son lectores. 

A modo de coda 
Los distintos componentes de la cadena del libro deberían ser aliados y colaborar entre sí, cuidando y protegiendo a los autores y traductores que les dan de comer. Pero acá no hay otro remedio que volver al principio: toda esta gente se queda con el 90% de lo que genera la obra de un autor. ¿No será hora de volver a discutir esas cifras? Y lo pregunto sin ánimo de pelea. Más bien como una alternativa para que un trabajo que se realiza conjuntamente ofrezca un nivel de satisfacción más adecuado a las necesidades de todos los participantes y no sólo de algunos. ¿Quién se anima a dar el primer paso?

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