viernes, 4 de diciembre de 2009
Un saludo desde Buenos Aires
Después de un primer año particularmente intenso, el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires se toma –y les da a los lectores– unas bien merecidas vacaciones.
Con todo, antes de este breve receso, la ocasión es propicia para agradecer los aportes de quienes participaron enviando materiales, opinando y discutiendo, y, asimismo, para hacerles llegar a quienes pasaron por estas páginas nuestros mejores deseos para las fiestas y para 2010.
Con frío o con calor, según el hemisferio que nos toque en suerte, hasta el 15 de enero, aproximadamente.
Jorge Fondebrider
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Recuerdo de Carlos Gerhard, un gran traductor
Como para ir terminando el año, un artículo de Miguel Sáenz, que nos llega a través de Juan Gabriel López Guix, sobre traductores y traducciones.
Günter Grass, Carlos Gerhard, Oskar Matzerath
Günter Grass, evidentemente, no necesita presentación. Carlos Gerhard, su primer traductor al español, sí que la necesita y mucho, porque casi nadie sabe quién es. Y en cuanto a Oskar Matzerath, el inmortal protagonista de El tambor de hojalata, aparece aquí simplemente como representante de esa gran novela: también los libros tienen vida propia.
Sobre Grass no hace falta explayarse. Casi todo el mundo sabe ya que, como consecuencia de unas conversaciones en Esslingen en los años setenta, en las que fue invitado de honor, Grass se dio cuenta de que su fama en el extranjero se basaba en malentendidos. Lo que se conocía de él era sólo, con frecuencia, versiones aguadas o sometidas a un peinado gramatical y sintáctico, cuando no mutiladas por una censura pudibunda. Y decidió convocar a sus traductores, cada vez que escribiera un nuevo libro, antes de que ellos hubieran terminado sus traducciones y los daños fueran irreparables. La primera reunión se celebró en 1978, con motivo de la aparición de El rodaballo, y los resultados fueron más que satisfactorios. La política de Grass no ha variado desde entonces: anima a sus traductores a hacer con su propia lengua lo que él hace con el alemán, es decir, a que se atrevan a arremeter contra las reglas de sus respectivos idiomas.
La reunión del año 2005 fue especial. En distintos países (entre ellos España) y por razones diversas, se había llegado a la conclusión de que, transcurrido medio siglo desde su aparición en 1959, era necesario hacer una nueva traducción del famosísimo Tambor de hojalata. Y Grass convocó la pertinente reunión en Danzig, a fin de reunirse una vez más con sus traductores (algunos de una vieja guardia ya diezmada, otros nuevos), y mostrarles, de paso, los lugares de Danzig en que la acción de la novela transcurre.
Lo cual plantea el problema de por qué hacen falta traducciones nuevas cada tantos años. No voy a entrar en esta cuestión, en la que mi opinión difiere de la de muchos traductores y teóricos. En general, se suele decir que una obra traducida es una especie de retrato de Dorian Gray que se va cubriendo de arrugas y costurones, mientras que el propio Dorian Gray (es decir, el texto original) conserva su apariencia angélica. Recientemente, Wenceslao Carlos Lozano recogía en un artículo esa tesis generalizada: "La traducción es un producto con fecha de caducidad", decía. "... no envejece con respecto al original, sino con respecto a sí misma...". Sin embargo, yo siempre me he rebelado contra esa teoría. No digo que no hagan falta nuevas traducciones, sobre todo de los clásicos: al contrario, cuantas más traducciones haya (en definitiva, más interpretaciones), mejor. Pero no es el transcurso del tiempo lo determinante. En teoría, no hay razón alguna (salvo el menor respeto que profesa el lector al traductor) para que una traducción envejezca más aprisa que el texto original, si sigue siendo literariamente válida. La Historia está llena de traducciones que se han convertido en tan clásicas como su modelo y, de hecho, hay algunas que lo han sustituido. En otro tiempo yo creía que sólo envejecían las malas traducciones, pero luego me di cuenta de que eso carecía de lógica. Era como decir que sólo envejecen las personas feas. Hoy creo sinceramente que, como decía el general MacArthur de los viejos soldados, las viejas traducciones nunca mueren, sólo se van desvaneciendo, they just fade away... Lo mismo que muchas veces, por cierto, sus originales.
Además, la historia oficial de Grass y sus encuentros con traductores requiere algunas matizaciones. En primer lugar, no es exacto que todo empezara en aquellas Conversaciones de Esslingen. Grass, que había encontrado como traductor inglés a Ralph Manheim, gracias a su editora Helen Wolff (una de esas editoras, modelo de buenas prácticas, que cuidaban de sus autores como si fueran hijos suyos), se percató muy pronto de la importancia de la traducción. En su correspondencia con Helen Wolff hay incluso referencias a un „peritaje“ encargado para juzgar la calidad del trabajo de su traductor. Y en realidad, aunque el éxito de El tambor de hojalata hablara por sí mismo, Grass desconfió siempre de Raph Manheim, al que reprochaba su desparpajo para prescindir o simplificar lo que le parecía superfluo, repetitivo o simplemente inadecuado para un lector angloparlante. Grass quería que sus traductores fueran libres para hacer lo que él hacía, pero no para hacer lo que ello quisieran y, de hecho, en alguna ocasión, pensando en ediciones de bolsillo, quiso que el propio Manheim revisara su primera traducción, cosa que Manheim no hizo. Por otra parte, como se deduce de la correspondencia citada, en realidad fue una reunión en Bergneustadt, cerca de Bonn, en 1976 (en la que Manheim no estuvo) la que indujo a Grass a convocar la primera de sus famosas reuniones: la de El rodaballo, en 1978.
Lo cierto es que, cualesquiera que fueran sus reservas, Günter Grass tuvo desde el principio la inmensa suerte de tropezar con tres grandes traductores que se encargaron, muy poco después de aparecer el libro en Alemania en 1959, de su traducción al francés, inglés y español. En 1961, 1962 y 1963, respectivamente, Jean Amsler (Le tambour), Ralph Manheim (The Tin Drum) y Carlos Gerhard (El tambor de hojalata) publicaron sus traducciones, a las que se debe en gran parte la fama de Günter Grass en el mundo y seguramente su premio Nobel.
Eran tres grandes personalidades. Jean Amsler (traductor de, entre otras cosas, los cuentos de Grimm, el Simplizissimus y el Cantar de los Nibelungos) se convirtió en Francia durante treinta años en el traductor oficial de Grass y la crítica elogió siempre su tono, rabelaisianamente grassiano, aunque sus traducciones fueran calificadas también de muy “libres”. El problema de Amsler (a quien, como a Manheim, tuve el honor de conocer) era su ego desmesurado, pero su talla está fuera de duda. “Congenial” lo llamó Claude Porcell, el cual, cuando, por la edad avanzada de Amsler, tuvo que sustituirlo, recurrió, con muy buen criterio, a la ayuda de otro peso pesado de la traducción francesa, Bernard Lortholary, a fin de abordar con él el tocho de Ein weites Feld (Es cuento largo en español). Y lo más interesante es que, cuando en 2005 se planteó la posibilidad de una nueva traducción de Le tambour al francés, Claude Porcell dijo que sólo la haría cuando Amsler hubiera muerto, porque, de otro modo, el disgusto mataría a Amsler. Anne Freyer-Mauthner, directora literaria de las Éditions du Seuil (otro ejemplo de buenas prácticas editoriales) estuvo totalmente de acuerdo. Lo paradójico es que Claude Porcell murió de cáncer el pasado año, probablemente antes que Amsler, pero no sin antes acabar –traductor hasta el fin– su nueva versión de Le tambour, que ahora se llamará Le tambour en fer blanc.
Sobre Ralph Manheim, el traductor inglés, neoyorquino aclimatado en Inglaterra, se podría hablar durante horas, porque fue uno de los grandes traductores, uno de los pocos cuyo nombre llegó a ser conocido por el público anglosajón. No tradujo sólo a Grass, sino a muchos autores alemanes: Brecht, Hesse, Handke, Heidegger... sin olvidar los cuentos de Grimm o La Historia Interminable de Michael Ende. Galardonado innumerables veces, hoy el PEN Club concede un premio de traducción que lleva su nombre. Manheim fue un profesional por los cuatro costados, pero tampoco precisamente un modelo de modestia. Para él, el traductor tenía que “interpretar” teatralmente a su autor, pero lo cierto es que los libros de Manheim fueron siempre, inconfundiblemente, libros de Ralph Manheim y que eran más bien los autores los que lo interpretaban a él.
Por ello, si hubiera que elegir una de las tres traducciones de El tambor de hojalata que hoy existen, me quedaría con la española, la de Carlos Gerhard, publicada por la editorial Joaquín Mortiz en México. Ahora bien, ¿quién fue Carlos Gerhard?
Cuando empecé a averiguarlo, nadie parecía saber gran cosa, salvo que era un español emigrado a México después de la guerra civil. Google no contenía otra información que la relativa a los libros que había traducido para el Fondo de Cultura Económica y la editorial Joaquín Mortiz, entre los que destacaba la trilogía de Danzig de Grass. Y por casualidad descubrí en la Red una fotografía antigua de D. Carlos Gerhard en el pueblo de Huelma (Jaén), que llevaba el epígrafe: “D. Carlos Gerhard a punto de coger el taxi”.
En realidad fue un artículo de Juan Villoro, el escritor mexicano, el que me abrió los ojos. Se llamaba "Don Joaquín" y era un homenaje a un editor excepcional: Joaquín Diez-Canedo. Si éste no figura, injustamente, en el título de esta conferencia es porque, aunque fue probablemente el mejor editor español que hubo en México en aquellos años y los resultados de su labor fueron increíbles, los medios que utilizaba quizá no resultaran los más recomendables: era famoso por perder los manuscritos (su récord absoluto fue uno del colombiano Óscar Collazos que estuvo perdido durante siete años antes de publicarlo; irónicamente, la novela se llamaba Los días de la paciencia). Sin embargo, como dice Villoro, para Diez-Canedo editar era "un cometido cultural". Era una especie de hombre orquesta que se ocupaba absolutamente de todos los aspectos de la edición de un libro.
A través de Juan Villoro, de Ricardo Bada (periodista onubense aclimatado en Colonia), y de otros muchos intelectuales, sobre todo mexicanos, fui averiguando más cosas. Por ejemplo, que Carlos Gerhard murió en México en 1976. Unos años antes (en 1954) fue nombrado secretario del Parlament de Catalunya, en la misma sesión en que Josep Tarradellas fue elegido president de la Generalitat a l’exili. Pero lo decisivo para mí fue saber que Carlos Gerhard era en catalán Carles, con lo que la Wikipedia me facilitó un montón de datos (alguno falso) que hasta entonces me negaba. Supe que fue hermano de Robert Gerhard, uno de los compositores españoles más importantes del pasado siglo, discípulo de Schoenberg pero más conocido en Inglaterra (¡con el nombre de Roberto Gerhard!) que en España, y conseguí el libro de Carlos Gerhard Commisari de la Generalitat a Montserrat: 877 páginas imprescindibles para cualquier interesado en la guerra civil española.
Sin embargo, el importante pasado político de Carles Gernhard no interesa ahora, sino su segunda vida en México - como traductor Carlos Gerhard -, a partir de 1951. En México, además de la trilogía grassiana, Gerhard traduce una serie de obras científicas e históricas, entre ellas el conocido Goethe en el mundo hispánico de Udo Rukser. La historia de mi investigación cuasi policíaca sería larga, pero en definitiva esa investigación me condujo a encontrar en México al hijo de Carlos Gerhard, casado con la historiadora catalana Antonia Pi-Suñer, el cual, ya jubilado y a pesar de haber sido de profesión ingeniero químico, está traduciendo a sus ochenta y tantos años los doce libros de “Sobre la enseñanza de la oratoria” (Institutio Oratoria) de Marco Fabio Quintiliano para la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana de la UNAM. De casta le viene al galgo.
Cuando Günter Grass, después de la publicación en español de El tambor de hojalata, estuvo en México en 1964, episodio del que el propio Grass no recuerda gran cosa, conoció no sólo a su traductor, Carlos Gerhard Otterwälder, sino también a su hijo, Carlos Gerhard i Hortet, el cual me ha transmitido una anécdota curiosa: invitado a México, D.F., por la Librería Alemana y el Club Alemán, Grass, tras escuchar atentamente el discurso de bienvenida de Max Aub, comenzó su lectura en alemán de El tambor de hojalata con las palabras: "Nach dieser wohlklingenden Einführung..". ("Después de esa melodiosa introducción..."). Grass, que no habla español, no se había enterado de nada.
Y tengo que hablar ahora de Oskar Matzerath, un personaje tan vivo que hasta se le escapó de las manos al propio Grass cuando quiso resucitarlo en La ratesa. Sin embargo, el Oskar de El tambor de hojalata es un personaje imperecedero y esa novela, en mi opinión, una de las más importantes de la literatura del siglo XX.
Al hablarme Jaime Salinas (otro editor que merecería aparecer cum laude en el capítulo de las buenas prácticas) la publicación del libro en España de Grass en 1978, prohibido hasta entonces, yo, condescendientemente, dije que, aunque la traducción de Carlos Gerhard era "mejorable" (gran tontería, porque toda traducción es mejorable), creía que podía reeditarse tal cual. Luego seguí repitiéndolo cada vez hasta que se planteó de veras la posibilidad de una nueva traducción, en la que estoy estoy ahora inmerso y que seguramente será mi última traducción.
Al comenzar mi trabajo, descubrí que la traducción de Carlos Gerhard era sencillamente excelente. Si se piensa que cuando se hizo hizo no existía Google, ni había encuentros con Günter Grass, y que los medios de investigación en México en los años sesenta eran forzosamente limitados, el trabajo de Carlos Gerhard, importante político catalán en los años de la República, resulta asombroso.
Entonces, ¿por qué hacer una nueva traducción? De eso he hablado ya. Ninguna traducción es perfecta, y tampoco la de Gerhard. Hay en ella erratas (fruto probablemente de las múltiples reediciones: si el original dice "sin nombres ni héroes", ¿en qué momento se transformó en "sin hombres y sin héroes"?), y también auténticos errores, demostrables. Por otra parte, el Matzerath de Gernhard no es exactamente mi Matzerath, aunque ello se reflejará sólo en un tono distinto, aunque inspirado, como el del propio Gerhard, en la picaresca española.
Sin embargo, curiosamente, en la traducción de Gerhard, suizo de origen, de formación francesa y escritor en catalán, rara vez hay catalanismos, y muy pocas veces mexicanismos o galicismos. Juan Villoro me habló de la posibilidad de que en la traducción pudieran haber intervenido los "retocadores" habituales de textos de Joaquín Diez-Canedo: en gran parte, el propio Don Joaquín, su sobrino Bernardo Giner de los Ríos (colaborador habitual), el guatemalteco Augusto Monterroso, tal vez Manuel Andújar... Sin embargo, Carlos Gerhard hijo no lo cree así. Tampoco cree en la posibilidad de que su padre, conociera las traducciones anteriores de Manheim y Amsler, al inglés y al francés (aunque, como ocurre veces, haya entre esas traducciones coincidencias sorprendentes).
Cotejar la nueva traducción española con la antigua quedará para los estudiosos. Por ejemplo, Gerhard comienza haciendo que Oskar diga: "Pues sí: soy huésped de un sanatorio". Yo digo: "Lo reconozco: estoy internado en un establecimiento psiquiátrico...". ¿Se puede considerar esto, entre comillas, "mejor"? ¿Está más próximo al original? (El original dice: "Zugegeben: ich bin Insasse einer Heil- und Pflegeanstalt,..."). Otro ejemplo: el final: en él Günter Grass habla de la "Schwarze Köchin", indudable trasunto de la muerte, siempre compañera del protagonista. En la versión de Gerhard se convirtió en la „Bruja Negra“, en francés en la "Sorcière Noire", en inglés en la "Black Witch" (black as pitch, añade Manheim), pero en la nueva versión italiana de Bruna Bianchi es la "Cuoca Nera", la "Cocinera Negra", como en el original. ¿Qué ocurrirá en la nueva versión española?
Traducir lo ya traducido no es fácil, aunque, para Antoine Berman, la verdadera traducción comience realmente con la retraducción. Mi sistema es, como el de casi todo el mundo, hacer primero mi versión y cotejarla luego con el anterior. Si el resultado es más o menos igual, me tranquilizo. Pero si la traducción anterior me parece más acertada comienzan mis dudas. ¿Qué hacer? ¿Adaptar mi traducción a la existente, o adoptarla sin más? ¿Cambiar el texto simplemente para no decir lo mismo, es decir, hacer una traducción "a la contra"? No soy nada partidario de este sistema, pero el deseo de justificarse así es inevitable. Se podría recurrir al famoso ejemplo del Pierre Menard de Borges, en el sentido de que repetir hoy, palabra por palabra, una traducción hecha hace medio siglo, la hace infinitamente „más sutil y más rica“, pero, por inspirador que sea el texto de Borges, no parece aplicable en ese sentido a la traducción: a diferencia de lo que ocurre al parecer en la literatura española con muchos autores modernos, en traducción un plagio sigue siendo un plagio y, mal que le pese a Julia Kristeva, no una "intertextualidad". Y, si una traducción es en definitiva igual a la anterior, ¿para qué hace falta una nueva traducción?
En la práctica, afortunadamente, muchos problemas se resuelven solos. Mi traducción –estoy seguro– es inevitablemente distinta de la Gerhard. De lo que no estoy nada, pero nada seguro es de que resulte tan válida como la de él y mucho menos de que sea capaz de aguantar otros cincuenta años. En cualquier caso, quede aquí mi sincero homenaje a Carlos Gerhard, a Don Joaquín Diez-Canedo (en la parte que le corresponda) y a las excelentes prácticas de ambos en materia de traducción.
Referencias
-Günter Grass: Die Blechtrommel, Steidl, Gotinga 1993 (primera edición, Luchterhand, Neuwied 1959)
---El tambor de hojalata (traducción de Carlos Gerhard), Joaquín Mortiz, México 1963. Alfaguara, Madrid 1978.
---El tambor de hojalata (traducción de Miguel Sáenz). Alfaguara, Madrid 2009.
---Le tambour (traducción Jean Amsler), Éditions du Seuil, París 1961.
---The Tin Drum (traducción de Ralph Manheim), Pantheon Books, Nueva York, 1962.
---Il tamburo di latta (traducción de Bruna Bianchi), Feltrinelli, Milán 2009.
-Wenceslao Carlos Lozano: “Traducir literatura o crear recreando“, Vasos comunicantes, Nº 41, invierno 208-2009, págs 29-35).
-Günter Grass/Helen Wolff: Briefe 1959-1994, Steidl, Gotinga 2003.
-Juan Villoro: “Domingo breve (Don Joaquín)“, La Jornada Semanal, México, 4 de julio de 1999.
-Carlos Gerhard: Commisari de la Generalitat a Montserrat (1936-1939), Publications de l’Abadia de Montserrat, Montserrat 1982.
-Julia Kristeva: Semiotiké: Recherches pour une sémanalyse, Seuil, París, 1969.
- Jorge Luis Borges: “Pierre Menard, autor de El Quijote”, en Prosa Completa, vol. 1, Ficciones, Bruguera, Barcelona 1980.
Sobre Grass no hace falta explayarse. Casi todo el mundo sabe ya que, como consecuencia de unas conversaciones en Esslingen en los años setenta, en las que fue invitado de honor, Grass se dio cuenta de que su fama en el extranjero se basaba en malentendidos. Lo que se conocía de él era sólo, con frecuencia, versiones aguadas o sometidas a un peinado gramatical y sintáctico, cuando no mutiladas por una censura pudibunda. Y decidió convocar a sus traductores, cada vez que escribiera un nuevo libro, antes de que ellos hubieran terminado sus traducciones y los daños fueran irreparables. La primera reunión se celebró en 1978, con motivo de la aparición de El rodaballo, y los resultados fueron más que satisfactorios. La política de Grass no ha variado desde entonces: anima a sus traductores a hacer con su propia lengua lo que él hace con el alemán, es decir, a que se atrevan a arremeter contra las reglas de sus respectivos idiomas.
La reunión del año 2005 fue especial. En distintos países (entre ellos España) y por razones diversas, se había llegado a la conclusión de que, transcurrido medio siglo desde su aparición en 1959, era necesario hacer una nueva traducción del famosísimo Tambor de hojalata. Y Grass convocó la pertinente reunión en Danzig, a fin de reunirse una vez más con sus traductores (algunos de una vieja guardia ya diezmada, otros nuevos), y mostrarles, de paso, los lugares de Danzig en que la acción de la novela transcurre.
Lo cual plantea el problema de por qué hacen falta traducciones nuevas cada tantos años. No voy a entrar en esta cuestión, en la que mi opinión difiere de la de muchos traductores y teóricos. En general, se suele decir que una obra traducida es una especie de retrato de Dorian Gray que se va cubriendo de arrugas y costurones, mientras que el propio Dorian Gray (es decir, el texto original) conserva su apariencia angélica. Recientemente, Wenceslao Carlos Lozano recogía en un artículo esa tesis generalizada: "La traducción es un producto con fecha de caducidad", decía. "... no envejece con respecto al original, sino con respecto a sí misma...". Sin embargo, yo siempre me he rebelado contra esa teoría. No digo que no hagan falta nuevas traducciones, sobre todo de los clásicos: al contrario, cuantas más traducciones haya (en definitiva, más interpretaciones), mejor. Pero no es el transcurso del tiempo lo determinante. En teoría, no hay razón alguna (salvo el menor respeto que profesa el lector al traductor) para que una traducción envejezca más aprisa que el texto original, si sigue siendo literariamente válida. La Historia está llena de traducciones que se han convertido en tan clásicas como su modelo y, de hecho, hay algunas que lo han sustituido. En otro tiempo yo creía que sólo envejecían las malas traducciones, pero luego me di cuenta de que eso carecía de lógica. Era como decir que sólo envejecen las personas feas. Hoy creo sinceramente que, como decía el general MacArthur de los viejos soldados, las viejas traducciones nunca mueren, sólo se van desvaneciendo, they just fade away... Lo mismo que muchas veces, por cierto, sus originales.
Además, la historia oficial de Grass y sus encuentros con traductores requiere algunas matizaciones. En primer lugar, no es exacto que todo empezara en aquellas Conversaciones de Esslingen. Grass, que había encontrado como traductor inglés a Ralph Manheim, gracias a su editora Helen Wolff (una de esas editoras, modelo de buenas prácticas, que cuidaban de sus autores como si fueran hijos suyos), se percató muy pronto de la importancia de la traducción. En su correspondencia con Helen Wolff hay incluso referencias a un „peritaje“ encargado para juzgar la calidad del trabajo de su traductor. Y en realidad, aunque el éxito de El tambor de hojalata hablara por sí mismo, Grass desconfió siempre de Raph Manheim, al que reprochaba su desparpajo para prescindir o simplificar lo que le parecía superfluo, repetitivo o simplemente inadecuado para un lector angloparlante. Grass quería que sus traductores fueran libres para hacer lo que él hacía, pero no para hacer lo que ello quisieran y, de hecho, en alguna ocasión, pensando en ediciones de bolsillo, quiso que el propio Manheim revisara su primera traducción, cosa que Manheim no hizo. Por otra parte, como se deduce de la correspondencia citada, en realidad fue una reunión en Bergneustadt, cerca de Bonn, en 1976 (en la que Manheim no estuvo) la que indujo a Grass a convocar la primera de sus famosas reuniones: la de El rodaballo, en 1978.
Lo cierto es que, cualesquiera que fueran sus reservas, Günter Grass tuvo desde el principio la inmensa suerte de tropezar con tres grandes traductores que se encargaron, muy poco después de aparecer el libro en Alemania en 1959, de su traducción al francés, inglés y español. En 1961, 1962 y 1963, respectivamente, Jean Amsler (Le tambour), Ralph Manheim (The Tin Drum) y Carlos Gerhard (El tambor de hojalata) publicaron sus traducciones, a las que se debe en gran parte la fama de Günter Grass en el mundo y seguramente su premio Nobel.
Eran tres grandes personalidades. Jean Amsler (traductor de, entre otras cosas, los cuentos de Grimm, el Simplizissimus y el Cantar de los Nibelungos) se convirtió en Francia durante treinta años en el traductor oficial de Grass y la crítica elogió siempre su tono, rabelaisianamente grassiano, aunque sus traducciones fueran calificadas también de muy “libres”. El problema de Amsler (a quien, como a Manheim, tuve el honor de conocer) era su ego desmesurado, pero su talla está fuera de duda. “Congenial” lo llamó Claude Porcell, el cual, cuando, por la edad avanzada de Amsler, tuvo que sustituirlo, recurrió, con muy buen criterio, a la ayuda de otro peso pesado de la traducción francesa, Bernard Lortholary, a fin de abordar con él el tocho de Ein weites Feld (Es cuento largo en español). Y lo más interesante es que, cuando en 2005 se planteó la posibilidad de una nueva traducción de Le tambour al francés, Claude Porcell dijo que sólo la haría cuando Amsler hubiera muerto, porque, de otro modo, el disgusto mataría a Amsler. Anne Freyer-Mauthner, directora literaria de las Éditions du Seuil (otro ejemplo de buenas prácticas editoriales) estuvo totalmente de acuerdo. Lo paradójico es que Claude Porcell murió de cáncer el pasado año, probablemente antes que Amsler, pero no sin antes acabar –traductor hasta el fin– su nueva versión de Le tambour, que ahora se llamará Le tambour en fer blanc.
Sobre Ralph Manheim, el traductor inglés, neoyorquino aclimatado en Inglaterra, se podría hablar durante horas, porque fue uno de los grandes traductores, uno de los pocos cuyo nombre llegó a ser conocido por el público anglosajón. No tradujo sólo a Grass, sino a muchos autores alemanes: Brecht, Hesse, Handke, Heidegger... sin olvidar los cuentos de Grimm o La Historia Interminable de Michael Ende. Galardonado innumerables veces, hoy el PEN Club concede un premio de traducción que lleva su nombre. Manheim fue un profesional por los cuatro costados, pero tampoco precisamente un modelo de modestia. Para él, el traductor tenía que “interpretar” teatralmente a su autor, pero lo cierto es que los libros de Manheim fueron siempre, inconfundiblemente, libros de Ralph Manheim y que eran más bien los autores los que lo interpretaban a él.
Por ello, si hubiera que elegir una de las tres traducciones de El tambor de hojalata que hoy existen, me quedaría con la española, la de Carlos Gerhard, publicada por la editorial Joaquín Mortiz en México. Ahora bien, ¿quién fue Carlos Gerhard?
Cuando empecé a averiguarlo, nadie parecía saber gran cosa, salvo que era un español emigrado a México después de la guerra civil. Google no contenía otra información que la relativa a los libros que había traducido para el Fondo de Cultura Económica y la editorial Joaquín Mortiz, entre los que destacaba la trilogía de Danzig de Grass. Y por casualidad descubrí en la Red una fotografía antigua de D. Carlos Gerhard en el pueblo de Huelma (Jaén), que llevaba el epígrafe: “D. Carlos Gerhard a punto de coger el taxi”.
En realidad fue un artículo de Juan Villoro, el escritor mexicano, el que me abrió los ojos. Se llamaba "Don Joaquín" y era un homenaje a un editor excepcional: Joaquín Diez-Canedo. Si éste no figura, injustamente, en el título de esta conferencia es porque, aunque fue probablemente el mejor editor español que hubo en México en aquellos años y los resultados de su labor fueron increíbles, los medios que utilizaba quizá no resultaran los más recomendables: era famoso por perder los manuscritos (su récord absoluto fue uno del colombiano Óscar Collazos que estuvo perdido durante siete años antes de publicarlo; irónicamente, la novela se llamaba Los días de la paciencia). Sin embargo, como dice Villoro, para Diez-Canedo editar era "un cometido cultural". Era una especie de hombre orquesta que se ocupaba absolutamente de todos los aspectos de la edición de un libro.
A través de Juan Villoro, de Ricardo Bada (periodista onubense aclimatado en Colonia), y de otros muchos intelectuales, sobre todo mexicanos, fui averiguando más cosas. Por ejemplo, que Carlos Gerhard murió en México en 1976. Unos años antes (en 1954) fue nombrado secretario del Parlament de Catalunya, en la misma sesión en que Josep Tarradellas fue elegido president de la Generalitat a l’exili. Pero lo decisivo para mí fue saber que Carlos Gerhard era en catalán Carles, con lo que la Wikipedia me facilitó un montón de datos (alguno falso) que hasta entonces me negaba. Supe que fue hermano de Robert Gerhard, uno de los compositores españoles más importantes del pasado siglo, discípulo de Schoenberg pero más conocido en Inglaterra (¡con el nombre de Roberto Gerhard!) que en España, y conseguí el libro de Carlos Gerhard Commisari de la Generalitat a Montserrat: 877 páginas imprescindibles para cualquier interesado en la guerra civil española.
Sin embargo, el importante pasado político de Carles Gernhard no interesa ahora, sino su segunda vida en México - como traductor Carlos Gerhard -, a partir de 1951. En México, además de la trilogía grassiana, Gerhard traduce una serie de obras científicas e históricas, entre ellas el conocido Goethe en el mundo hispánico de Udo Rukser. La historia de mi investigación cuasi policíaca sería larga, pero en definitiva esa investigación me condujo a encontrar en México al hijo de Carlos Gerhard, casado con la historiadora catalana Antonia Pi-Suñer, el cual, ya jubilado y a pesar de haber sido de profesión ingeniero químico, está traduciendo a sus ochenta y tantos años los doce libros de “Sobre la enseñanza de la oratoria” (Institutio Oratoria) de Marco Fabio Quintiliano para la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana de la UNAM. De casta le viene al galgo.
Cuando Günter Grass, después de la publicación en español de El tambor de hojalata, estuvo en México en 1964, episodio del que el propio Grass no recuerda gran cosa, conoció no sólo a su traductor, Carlos Gerhard Otterwälder, sino también a su hijo, Carlos Gerhard i Hortet, el cual me ha transmitido una anécdota curiosa: invitado a México, D.F., por la Librería Alemana y el Club Alemán, Grass, tras escuchar atentamente el discurso de bienvenida de Max Aub, comenzó su lectura en alemán de El tambor de hojalata con las palabras: "Nach dieser wohlklingenden Einführung..". ("Después de esa melodiosa introducción..."). Grass, que no habla español, no se había enterado de nada.
Y tengo que hablar ahora de Oskar Matzerath, un personaje tan vivo que hasta se le escapó de las manos al propio Grass cuando quiso resucitarlo en La ratesa. Sin embargo, el Oskar de El tambor de hojalata es un personaje imperecedero y esa novela, en mi opinión, una de las más importantes de la literatura del siglo XX.
Al hablarme Jaime Salinas (otro editor que merecería aparecer cum laude en el capítulo de las buenas prácticas) la publicación del libro en España de Grass en 1978, prohibido hasta entonces, yo, condescendientemente, dije que, aunque la traducción de Carlos Gerhard era "mejorable" (gran tontería, porque toda traducción es mejorable), creía que podía reeditarse tal cual. Luego seguí repitiéndolo cada vez hasta que se planteó de veras la posibilidad de una nueva traducción, en la que estoy estoy ahora inmerso y que seguramente será mi última traducción.
Al comenzar mi trabajo, descubrí que la traducción de Carlos Gerhard era sencillamente excelente. Si se piensa que cuando se hizo hizo no existía Google, ni había encuentros con Günter Grass, y que los medios de investigación en México en los años sesenta eran forzosamente limitados, el trabajo de Carlos Gerhard, importante político catalán en los años de la República, resulta asombroso.
Entonces, ¿por qué hacer una nueva traducción? De eso he hablado ya. Ninguna traducción es perfecta, y tampoco la de Gerhard. Hay en ella erratas (fruto probablemente de las múltiples reediciones: si el original dice "sin nombres ni héroes", ¿en qué momento se transformó en "sin hombres y sin héroes"?), y también auténticos errores, demostrables. Por otra parte, el Matzerath de Gernhard no es exactamente mi Matzerath, aunque ello se reflejará sólo en un tono distinto, aunque inspirado, como el del propio Gerhard, en la picaresca española.
Sin embargo, curiosamente, en la traducción de Gerhard, suizo de origen, de formación francesa y escritor en catalán, rara vez hay catalanismos, y muy pocas veces mexicanismos o galicismos. Juan Villoro me habló de la posibilidad de que en la traducción pudieran haber intervenido los "retocadores" habituales de textos de Joaquín Diez-Canedo: en gran parte, el propio Don Joaquín, su sobrino Bernardo Giner de los Ríos (colaborador habitual), el guatemalteco Augusto Monterroso, tal vez Manuel Andújar... Sin embargo, Carlos Gerhard hijo no lo cree así. Tampoco cree en la posibilidad de que su padre, conociera las traducciones anteriores de Manheim y Amsler, al inglés y al francés (aunque, como ocurre veces, haya entre esas traducciones coincidencias sorprendentes).
Cotejar la nueva traducción española con la antigua quedará para los estudiosos. Por ejemplo, Gerhard comienza haciendo que Oskar diga: "Pues sí: soy huésped de un sanatorio". Yo digo: "Lo reconozco: estoy internado en un establecimiento psiquiátrico...". ¿Se puede considerar esto, entre comillas, "mejor"? ¿Está más próximo al original? (El original dice: "Zugegeben: ich bin Insasse einer Heil- und Pflegeanstalt,..."). Otro ejemplo: el final: en él Günter Grass habla de la "Schwarze Köchin", indudable trasunto de la muerte, siempre compañera del protagonista. En la versión de Gerhard se convirtió en la „Bruja Negra“, en francés en la "Sorcière Noire", en inglés en la "Black Witch" (black as pitch, añade Manheim), pero en la nueva versión italiana de Bruna Bianchi es la "Cuoca Nera", la "Cocinera Negra", como en el original. ¿Qué ocurrirá en la nueva versión española?
Traducir lo ya traducido no es fácil, aunque, para Antoine Berman, la verdadera traducción comience realmente con la retraducción. Mi sistema es, como el de casi todo el mundo, hacer primero mi versión y cotejarla luego con el anterior. Si el resultado es más o menos igual, me tranquilizo. Pero si la traducción anterior me parece más acertada comienzan mis dudas. ¿Qué hacer? ¿Adaptar mi traducción a la existente, o adoptarla sin más? ¿Cambiar el texto simplemente para no decir lo mismo, es decir, hacer una traducción "a la contra"? No soy nada partidario de este sistema, pero el deseo de justificarse así es inevitable. Se podría recurrir al famoso ejemplo del Pierre Menard de Borges, en el sentido de que repetir hoy, palabra por palabra, una traducción hecha hace medio siglo, la hace infinitamente „más sutil y más rica“, pero, por inspirador que sea el texto de Borges, no parece aplicable en ese sentido a la traducción: a diferencia de lo que ocurre al parecer en la literatura española con muchos autores modernos, en traducción un plagio sigue siendo un plagio y, mal que le pese a Julia Kristeva, no una "intertextualidad". Y, si una traducción es en definitiva igual a la anterior, ¿para qué hace falta una nueva traducción?
En la práctica, afortunadamente, muchos problemas se resuelven solos. Mi traducción –estoy seguro– es inevitablemente distinta de la Gerhard. De lo que no estoy nada, pero nada seguro es de que resulte tan válida como la de él y mucho menos de que sea capaz de aguantar otros cincuenta años. En cualquier caso, quede aquí mi sincero homenaje a Carlos Gerhard, a Don Joaquín Diez-Canedo (en la parte que le corresponda) y a las excelentes prácticas de ambos en materia de traducción.
Referencias
-Günter Grass: Die Blechtrommel, Steidl, Gotinga 1993 (primera edición, Luchterhand, Neuwied 1959)
---El tambor de hojalata (traducción de Carlos Gerhard), Joaquín Mortiz, México 1963. Alfaguara, Madrid 1978.
---El tambor de hojalata (traducción de Miguel Sáenz). Alfaguara, Madrid 2009.
---Le tambour (traducción Jean Amsler), Éditions du Seuil, París 1961.
---The Tin Drum (traducción de Ralph Manheim), Pantheon Books, Nueva York, 1962.
---Il tamburo di latta (traducción de Bruna Bianchi), Feltrinelli, Milán 2009.
-Wenceslao Carlos Lozano: “Traducir literatura o crear recreando“, Vasos comunicantes, Nº 41, invierno 208-2009, págs 29-35).
-Günter Grass/Helen Wolff: Briefe 1959-1994, Steidl, Gotinga 2003.
-Juan Villoro: “Domingo breve (Don Joaquín)“, La Jornada Semanal, México, 4 de julio de 1999.
-Carlos Gerhard: Commisari de la Generalitat a Montserrat (1936-1939), Publications de l’Abadia de Montserrat, Montserrat 1982.
-Julia Kristeva: Semiotiké: Recherches pour une sémanalyse, Seuil, París, 1969.
- Jorge Luis Borges: “Pierre Menard, autor de El Quijote”, en Prosa Completa, vol. 1, Ficciones, Bruguera, Barcelona 1980.
martes, 1 de diciembre de 2009
Última reunión de 2009 del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires
Para concluir con las actividades del año 2009, el lunes 30 de noviembre, el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires se dio el lujo de presentar a sala llena la edición de los Sonetos completos y Lamento de un amante, de William Shakespeare que, en versión bilingüe y con la traducción de Andrés Ehrenhaus, publicó la editorial Paradiso. Fueron de la partida, Lucas Margarit (quien se refirió a la traducción), Mirta Rosenberg (quien realizó una suerte de entrevista pública con Ehrenhaus), concluyendo la reunión con una lectura bilingüe a cargo del traductor e Ian Barnett.
En la foto de Guido BonFiglio, de izquierda a derecha, Rosenberg, Ehrenhaus, Barnett, Magarit y Fondebrider.
La filmación completa del encuentro puede consultarse en http://www.ustream.tv/recorded/2681954