Desde una cabaña en los Urales nos llega esta larga columna del camarada Andrés Ehrenhaus, escrita mientras untaba unos blinis con los correspondientes huevos de esturión.
Por el libre
acceso a la cultura: ¡abajo la propiedad (intelectual)!
Ahora que
estamos nuevamente inmersos en la cuestión de los derechos de autor de los
traductores y se proyecta detrás la siempre controvertida sombra de la
propiedad intelectual de las obras, cobra renovada vigencia el transitado tema
del acceso libre a la cultura y la socialización de esa propiedad que algunos
defendemos aparentemente como gato panza arriba ante el inevitable y arrollador
empuje de los modelos modernos de circulación de contenidos. Resulta sin duda
atractiva la posibilidad de tener todo lo que otros han creado al alcance del dedo
índice y poder disfrutar de las innúmeras delicias de la inteligencia humana
sin necesidad de pagar por ello. Es una perspectiva tan halagüeña y
emancipadora que uno se siente más libre con sólo imaginarla. De hecho, tampoco
hay que imaginar mucho: hoy en día se accede con enorme facilidad a un enorme
abanico de contenidos. Y sin pagar ni un sope, real, mango, duro, bolívar o
sol.
Abajo la
propiedad privada, entonces. Cultura para todos. No más barreras de clase. Los
traductores, en tanto autores de obras que se inscriben en el campo de la
cultura, deberían acogerse alegre y solidariamente a esta corriente liberadora
y dejar de poner trabas neoliberales a quienes necesitan y gozan del fruto de
su, por otra parte, loable y a menudo desapercibida labor. ¿No comprenden acaso
que le están haciendo el juego a sus verdugos, que se empeñan en defender
intereses ajenos? ¡Los traductores están del lado del público! ¿O negarán acaso
que el acceso libre a infinidad de contenidos beneficia y facilita enormemente
su desempeño? Les ahorra tiempo y les ofrece un vasto campo virtual de
informaciones, documentos y memoria, la cual cosa redunda evidentemente en la
calidad de sus traducciones. Pretender otra cosa es como afirmar que la luna es
de queso o la tierra plana. Estamos en otra era, señores, ¡por favor! ¿Y qué
posibilita esta panacea? La creciente liberación y socialización de contenidos.
Bien. Es
cierto que quedarían por resolver algunos detalles mínimos. Detalles, diríase,
antipáticos, fastidiosos, de una índole demasiado prosaica frente a la diáfana
espiritualidad de lo que se avecina y en muchos casos ya es una realidad
incontestable. La cultura es de todos, caramba. De todos sin excepción. Al
menos, de todos aquellos que posean un aparatejo capaz de conectarse a las
redes virtuales de información y hayan pagado para acceder a ellas a través de
un operador o administrador de frecuencias. Pero, eso sí, de todos ellos sin
excepción. Lo cual no deja de ser una nimiedad, porque ¿quién no posee hoy en
día un aparatejo y no tiene los escasos céntimos o centavitos que cuesta una
conexión? ¡Hay que pagar tan poco por tener tanto que hasta casi parece que nos
lo estuvieran regalando! ¿Cómo no pagar con una sonrisa en los labios? ¿Cómo no
estar dispuestos a abonar los periódicos aumentos insustanciales, a aceptar las
condiciones maravillosas, a entender, compartir y estimular la necesidad de
mejorar constantemente la calidad y virtudes de los aparatejos en virtud de una
constante mejora de la libertad de acceso? ¿Cómo negarse a adquirir nuevos
modelos de artefactos, si son progresiva y alucinantemente más baratos e
indescriptiblemente más perfectos? Es increíble que quienes aún defienden los
vetustos principios de la propiedad intelectual sean refractarios a argumentos
tan poderosos y se opongan tozudamente (¡y pensar que se consideran
intelectuales!) al avance emancipador de la historia.
¿Qué decíamos
de los detalles sin resolver? Nada de eso. Ante tamaña promesa de bienestar
espiritual no hay detallito que valga. Abajo, digámoslo una vez más, las leyes
de propiedad intelectual. ¿Qué es eso de poseer un bien del ingenio? ¡Ni
hablar! El verdadero creador, el creador pleno, generoso, comprometido con su
tiempo, su obra y su don, debe poner lo que produce al abasto de todos sus semejantes
y no retenerlo mezquinamente hasta tanto no se le abone a cambio vaya a saber
qué ridícula suma. El arte no se negocia. Y la cultura, menos. Es inconcebible,
qué digo, es vergonzoso e incluso repugnante ver a un creador convertido en
mercachifle de su creatividad, corrompido por el dinero y la vil naturaleza de
los intereses más terrenales. ¡Qué asco, señores, qué asco! Creadores
supuestamente elevados haciéndole el caldo gordo a los terratenientes de la
cultura, a los oligarcas del arte, a los burócratas del espíritu. Qué asco y
que gran decepción. Pero esto no es todo. Hay algo más triste aún. Hay algo aún
más degradante: los sofismas con los que estos esclavos del capital, estas
marionetas al servicio del sistema opresor y deshumanizado pretenden justificar
lo injustificable. Argumentos enfermizos que darían risa si no dieran tanta
pena. Qué caminos tan retorcidos adopta la miseria humana…
Porque esta
gente pretende igualar la propiedad intelectual a la propiedad privada.
Pretende comparar la libertad en la cultura al libertinaje de las cosas y los
bienes personales. Argumenta que sus creaciones les pertenecen como a uno le
pertenecen los artículos que adquiere libremente con su propio dinero. ¡Ja!
Habráse visto argumento más infantil. ¡Equiparar un electrodoméstico, por
ejemplo, a una obra de creación, un tesoro sin precio que es patrimonio de la
humanidad! No, no es casualidad que use este ejemplo, porque en alguna ocasión
algún creador engañado ha llegado a decir que si le permitían el libre acceso a
los contenidos de las heladeras de los usuarios de su obra, estaría más que
dispuesto a permitir el libre acceso a los contenidos de esa obra; he incluso
iba más allá, atreviéndose a pedir que le permitieran usar los vehículos, las
viviendas, la ropa, ¡las tarjetas de crédito! de quienes aspiraban a acceder
gratuitamente a su obra. Qué necedad tan ignominiosa. ¿Qué tendrán que ver los
bienes del espíritu con los de la vil materia? Y todo por arañar unos
mendrugos… Parece mentira que personas dotadas con la capacidad de generar
auténticas obras de arte tengan tan atrofiada la capacidad para entender cuál
es su función en la sociedad y actuar en consecuencia. Parece mentira que el
destino los haya dotado tanto para una cosa y tan poco para la otra.
Tamaña falta
de criterio no hace sino confirmar que no están en condiciones de gestionar esa
propiedad que les confieren unas leyes completamente desactualizadas y que lo
más sano para todos es que renuncien a poseer aquello que, a pesar de haberlo
creado, no alcanzan a saber compartir equitativa y desinteresadamente. ¡Que no
esgriman el chantaje emocional de que los artistas, los creadores, los
artífices de la cultura también tienen que comer! El verdadero artista es un
ser superior, especial, atravesado por un estro divino, que no puede ni debe
someterse a los sordos designios y bajos mandatos de la fisiología. Menos aún
si es un traductor, cuya tarea es tan delicada, impersonal, etérea y, en la
medida de los posible inconsútil si no invisible que cualquier distracción
mundana podría desviarlo de la tenue huella del texto original y apartarlo del
universo creativo del autor. ¿Qué podemos esperar de un traductor que se
preocupa más por el valor monetario de cada palabra que por su valor abstracto?
¿Con qué independencia ética, con qué rigor intelectual, con qué fidelidad
puede traducir alguien más preocupado por las papas fritas a caballo que por
las ideas? ¿Qué quieren estos tipejos en mi heladera? ¿Con qué derecho se
atreven a pedirme el coche? Ciegos ante el paso implacable del progreso,
insensibles ante el ejercicio de democracia real que permiten los avances
tecnológicos, sordos a los sensatos reclamos de las mayorías, estos altivos
personajes prefieren refugiarse cómodamente en sus torres de marfil y vivir a
costa de los demás que contribuir como corresponde a la difusión libre y justa
de los contenidos culturales. ¡La tarjeta de crédito! ¡Ja! Lo único que
faltaba. ¿Con qué pagaríamos entonces los artefactos y las cuotas de conexión
con que accederemos gratuitamente a todos
los contenidos. Porque ese momento glorioso llegará, créanme. El momento en que
todo esté al alcance del consumidor.
Vaya si llegará.
Pensar que
cuando empecé a escribir esto no las tenía todas conmigo… Pero como ahora sí
las tengo, he decidido purgar mis errores anteriores cediendo todos los
derechos de este texto original al mundo, a mis congéneres, al porvenir. No hay
nada mejor que predicar con el ejemplo. ¡Yo sí regalo mis palabras! Lo que no
regalo ni regalaré nunca es mi computadora, mi casa, mi ropa, mi contrato de
banda ancha y, mucho menos, el contenido de mi heladera. Muertos de hambre.
Camarada, le regalo la heladera, me compré otra en cuotas.
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