viernes, 22 de noviembre de 2013

Ahora que se acercan las Navidades, Vladimir Ehrenhaus, desde los Urales, se pone sentimental

Desde una cabaña en los Urales nos llega esta larga columna del camarada Andrés Ehrenhaus, escrita mientras untaba unos blinis con los correspondientes huevos de esturión. 

 Por el libre acceso a la cultura: ¡abajo la propiedad (intelectual)!
  
Ahora que estamos nuevamente inmersos en la cuestión de los derechos de autor de los traductores y se proyecta detrás la siempre controvertida sombra de la propiedad intelectual de las obras, cobra renovada vigencia el transitado tema del acceso libre a la cultura y la socialización de esa propiedad que algunos defendemos aparentemente como gato panza arriba ante el inevitable y arrollador empuje de los modelos modernos de circulación de contenidos. Resulta sin duda atractiva la posibilidad de tener todo lo que otros han creado al alcance del dedo índice y poder disfrutar de las innúmeras delicias de la inteligencia humana sin necesidad de pagar por ello. Es una perspectiva tan halagüeña y emancipadora que uno se siente más libre con sólo imaginarla. De hecho, tampoco hay que imaginar mucho: hoy en día se accede con enorme facilidad a un enorme abanico de contenidos. Y sin pagar ni un sope, real, mango, duro, bolívar o sol.

Abajo la propiedad privada, entonces. Cultura para todos. No más barreras de clase. Los traductores, en tanto autores de obras que se inscriben en el campo de la cultura, deberían acogerse alegre y solidariamente a esta corriente liberadora y dejar de poner trabas neoliberales a quienes necesitan y gozan del fruto de su, por otra parte, loable y a menudo desapercibida labor. ¿No comprenden acaso que le están haciendo el juego a sus verdugos, que se empeñan en defender intereses ajenos? ¡Los traductores están del lado del público! ¿O negarán acaso que el acceso libre a infinidad de contenidos beneficia y facilita enormemente su desempeño? Les ahorra tiempo y les ofrece un vasto campo virtual de informaciones, documentos y memoria, la cual cosa redunda evidentemente en la calidad de sus traducciones. Pretender otra cosa es como afirmar que la luna es de queso o la tierra plana. Estamos en otra era, señores, ¡por favor! ¿Y qué posibilita esta panacea? La creciente liberación y socialización de contenidos.

Bien. Es cierto que quedarían por resolver algunos detalles mínimos. Detalles, diríase, antipáticos, fastidiosos, de una índole demasiado prosaica frente a la diáfana espiritualidad de lo que se avecina y en muchos casos ya es una realidad incontestable. La cultura es de todos, caramba. De todos sin excepción. Al menos, de todos aquellos que posean un aparatejo capaz de conectarse a las redes virtuales de información y hayan pagado para acceder a ellas a través de un operador o administrador de frecuencias. Pero, eso sí, de todos ellos sin excepción. Lo cual no deja de ser una nimiedad, porque ¿quién no posee hoy en día un aparatejo y no tiene los escasos céntimos o centavitos que cuesta una conexión? ¡Hay que pagar tan poco por tener tanto que hasta casi parece que nos lo estuvieran regalando! ¿Cómo no pagar con una sonrisa en los labios? ¿Cómo no estar dispuestos a abonar los periódicos aumentos insustanciales, a aceptar las condiciones maravillosas, a entender, compartir y estimular la necesidad de mejorar constantemente la calidad y virtudes de los aparatejos en virtud de una constante mejora de la libertad de acceso? ¿Cómo negarse a adquirir nuevos modelos de artefactos, si son progresiva y alucinantemente más baratos e indescriptiblemente más perfectos? Es increíble que quienes aún defienden los vetustos principios de la propiedad intelectual sean refractarios a argumentos tan poderosos y se opongan tozudamente (¡y pensar que se consideran intelectuales!) al avance emancipador de la historia.

¿Qué decíamos de los detalles sin resolver? Nada de eso. Ante tamaña promesa de bienestar espiritual no hay detallito que valga. Abajo, digámoslo una vez más, las leyes de propiedad intelectual. ¿Qué es eso de poseer un bien del ingenio? ¡Ni hablar! El verdadero creador, el creador pleno, generoso, comprometido con su tiempo, su obra y su don, debe poner lo que produce al abasto de todos sus semejantes y no retenerlo mezquinamente hasta tanto no se le abone a cambio vaya a saber qué ridícula suma. El arte no se negocia. Y la cultura, menos. Es inconcebible, qué digo, es vergonzoso e incluso repugnante ver a un creador convertido en mercachifle de su creatividad, corrompido por el dinero y la vil naturaleza de los intereses más terrenales. ¡Qué asco, señores, qué asco! Creadores supuestamente elevados haciéndole el caldo gordo a los terratenientes de la cultura, a los oligarcas del arte, a los burócratas del espíritu. Qué asco y que gran decepción. Pero esto no es todo. Hay algo más triste aún. Hay algo aún más degradante: los sofismas con los que estos esclavos del capital, estas marionetas al servicio del sistema opresor y deshumanizado pretenden justificar lo injustificable. Argumentos enfermizos que darían risa si no dieran tanta pena. Qué caminos tan retorcidos adopta la miseria humana…

Porque esta gente pretende igualar la propiedad intelectual a la propiedad privada. Pretende comparar la libertad en la cultura al libertinaje de las cosas y los bienes personales. Argumenta que sus creaciones les pertenecen como a uno le pertenecen los artículos que adquiere libremente con su propio dinero. ¡Ja! Habráse visto argumento más infantil. ¡Equiparar un electrodoméstico, por ejemplo, a una obra de creación, un tesoro sin precio que es patrimonio de la humanidad! No, no es casualidad que use este ejemplo, porque en alguna ocasión algún creador engañado ha llegado a decir que si le permitían el libre acceso a los contenidos de las heladeras de los usuarios de su obra, estaría más que dispuesto a permitir el libre acceso a los contenidos de esa obra; he incluso iba más allá, atreviéndose a pedir que le permitieran usar los vehículos, las viviendas, la ropa, ¡las tarjetas de crédito! de quienes aspiraban a acceder gratuitamente a su obra. Qué necedad tan ignominiosa. ¿Qué tendrán que ver los bienes del espíritu con los de la vil materia? Y todo por arañar unos mendrugos… Parece mentira que personas dotadas con la capacidad de generar auténticas obras de arte tengan tan atrofiada la capacidad para entender cuál es su función en la sociedad y actuar en consecuencia. Parece mentira que el destino los haya dotado tanto para una cosa y tan poco para la otra.

Tamaña falta de criterio no hace sino confirmar que no están en condiciones de gestionar esa propiedad que les confieren unas leyes completamente desactualizadas y que lo más sano para todos es que renuncien a poseer aquello que, a pesar de haberlo creado, no alcanzan a saber compartir equitativa y desinteresadamente. ¡Que no esgriman el chantaje emocional de que los artistas, los creadores, los artífices de la cultura también tienen que comer! El verdadero artista es un ser superior, especial, atravesado por un estro divino, que no puede ni debe someterse a los sordos designios y bajos mandatos de la fisiología. Menos aún si es un traductor, cuya tarea es tan delicada, impersonal, etérea y, en la medida de los posible inconsútil si no invisible que cualquier distracción mundana podría desviarlo de la tenue huella del texto original y apartarlo del universo creativo del autor. ¿Qué podemos esperar de un traductor que se preocupa más por el valor monetario de cada palabra que por su valor abstracto? ¿Con qué independencia ética, con qué rigor intelectual, con qué fidelidad puede traducir alguien más preocupado por las papas fritas a caballo que por las ideas? ¿Qué quieren estos tipejos en mi heladera? ¿Con qué derecho se atreven a pedirme el coche? Ciegos ante el paso implacable del progreso, insensibles ante el ejercicio de democracia real que permiten los avances tecnológicos, sordos a los sensatos reclamos de las mayorías, estos altivos personajes prefieren refugiarse cómodamente en sus torres de marfil y vivir a costa de los demás que contribuir como corresponde a la difusión libre y justa de los contenidos culturales. ¡La tarjeta de crédito! ¡Ja! Lo único que faltaba. ¿Con qué pagaríamos entonces los artefactos y las cuotas de conexión con que accederemos gratuitamente a todos los contenidos. Porque ese momento glorioso llegará, créanme. El momento en que todo esté al alcance del consumidor. Vaya si llegará.

Pensar que cuando empecé a escribir esto no las tenía todas conmigo… Pero como ahora sí las tengo, he decidido purgar mis errores anteriores cediendo todos los derechos de este texto original al mundo, a mis congéneres, al porvenir. No hay nada mejor que predicar con el ejemplo. ¡Yo sí regalo mis palabras! Lo que no regalo ni regalaré nunca es mi computadora, mi casa, mi ropa, mi contrato de banda ancha y, mucho menos, el contenido de mi heladera. Muertos de hambre.


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