El poeta y traductor Jorge Bustamante García (Zipaquirá, Colombia, 1951) reside en México desde 1982. Ha publicado los libros de poemas Invención del viaje (1986), El desorden del viento (1989), El canto del mentiroso (1994) y El caos de las cosas perfectas (1996). Ha traducido a numerosos poetas rusos del siglo XX. Entre estos trabajos se destacan: Poemas de Anna Ajmátova (UNAM, México, 1992), Cinco poetas rusos (Editorial Norma, 1995), Poemas escogidos de Anna Ajmátova (Editorial Norma, 1998), Palabra del solitario (Verdehalago, México, 1999) y el ensayo Literatura rusa de fin de milenio (Ediciones Sin Nombre, 1997). En la actualidad prepara El instante maravilloso: poesía rusa del siglo de plata, una traducción de 16 poetas rusos, debidamente comentados y anotados. Recibió el Premio Estatal de Poesía de Michoacán, México, en 1994 y sus poemas han sido incluidos en varias antologías de poesía colombiana en los últimos diez años.
El texto que se presenta a continuación fue leído en el III Seminario Internacional de Traductores de León Tolstoi y otros Escritores Rusos, realizado entre 27 y 30 de agosto de 2008, en la Finca Museo Yásnaia Polaina, cerca de Moscú, y reproducido posteriormente por La Jornada/Semanal, el 4 de enero de 2009.
La traducción: los quehaceres del amante
Son tantas las cosas que se han dicho acerca de la traducción de poesía, que es casi imposible formarse una apreciación práctica sobre el asunto. Pareciera como si la imposibilidad de la traducción poética comenzara a su vez con la imposibilidad de ponerse de acuerdo acerca de lo que es la traducción de poesía. Es algo inherente a la poesía misma: nadie sabe lo que es, pero no es difícil intuirla y reconocerla cuando se da. Como son esencias siamesas, paralelas, quizás podría decirse lo mismo de la traducción de poesía.
Entre las ideas extremas y contrarias sobre la traducción poética, cabría la noción de la traducción sustentable y necesaria. Poetas como Osip Mandelstam, Joseph Brodsky, Robert Frost y muchos otros fueron partidarios acérrimos de la intraducibilidad de la poesía. Brodsky llegó a afirmar que las traducciones al inglés que conocía de Mandesltam no eran más que, en el mejor de los casos, un sacrilegio y, en el peor, una mutilación o un asesinato. Frost, por su parte, afirmó que la poesía es lo que se pierde en la traducción. En el lado opuesto están poetas como Pound y Robert Lowell, que abogaban por versiones de puertas y ventanas abiertas, no constreñidas, que condujeran a una interpretación libre y viva, y que reconstruyeran el texto original en la lengua a la que se quería traducir. Siempre he pensado que entre estos dos extremos se encuentra la infinita gama de la traducción poética sustentable y necesaria, aquella que en muchos casos llevaron a la práctica con toda la diversidad de matices muchos de los más sobresalientes poetas del Siglo de Plata ruso. Innokienti Annienski, por ejemplo, a dmiraba en especial la poesía de Leconte de Lisle, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, a quienes tradujo con talento y pasión. En un memorable ensayo sobre la poesía de Balmont afirmó algo que también tiene que ver, en última instancia, con la traducción sustentable: “El verso no le pertenece al poeta, porque la poesía no es de nadie, no está al servicio de nada ni de nadie, ya que por su misma naturaleza es inmemorial y libre. El verso es la palabra nueva iluminada, que cae en el mar del lenguaje en eterna creación”. La “palabra nueva iluminada” es lo que también se debe transmitir en la traducción poética sustentable y posible, que requiere de la interpretación libre y viva, tan cara para Pound.
Traducir sustentablemente podría ser transplantar semillas en la otra lengua, para que se desarrollen y crezcan en ella y se valgan por sí mismas. El poeta colombiano Álvaro Rodríguez Torres, traductor de Baudelaire, Derek Walcott y Vinicius de Moraes, cree que “una buena traducción tiene ante todo que ver con la trasmigración de las almas, con una legítima suplantación que para el caso vendría a ser una reencarnación del otro en su texto”. Y agrega que tal vez todo esto “suene muy místico, muy Benjamin, que para el caso tiene una teoría de la traducción harto incomprensible, pero es que todas lo son en el sentido en que todas son arbitrarias”. Dentro de este contexto e s célebre el caso de Fedor Sologub. Durante dieciocho años, Sologub leyó y tradujo a Verlaine y, cuando publicó sus versiones, el hecho se convirtió en un verdadero acontecimiento literario. El asunto llegó hasta tal punto que el poeta Maximilian Voloshin, también traductor, llegó a decir que con la aparición de las versiones de Sologub, Verlaine se convertía en un poeta ruso. Es decir, los poemas en ruso de Verlaine, a través de Sologub, más que traducciones eran encarnaciones. Seguramente sucedió una suerte de trasmigración, un proceso de creación, en ese transvase. Sologub tocó la partitura que compuso Verlaine y la convirtió en un encuentro vivificador en la otra lengua. Desafortunadamente, Verlaine no tuvo la oportunidad de conocer las versiones de Sologub al ruso y por lo tanto nunca pudo expresar “me adoro en ruso!”, como sí lo pudo decir Paul Valéry cuando apreció la versión de Jorge Guillén de El cementerio marino: “Me adoro en español!”, dijo.
Otro caso de traducción sustentable es el Shakespeare de Pasternak. Fue un trabajo de traducción eficaz y persistente: g eneraciones enteras de rusos y soviéticos, para bien o para mal, leyeron a Shakespeare a través de Pasternak. Supongo que Shakespeare sonaría incompleto en ruso, sin las versiones de Pasternak. Un poeta de la sensibilidad y destreza como las del autor de “Mi hermana, la vida” no podía menos que transplantar las semillas shakespearianas en la lengua de Pushkin. La traducción de los clásicos en los infortunados tiempos del realismo socialista tuvo un significado muy sutil y particular. Fue una actividad que floreció, ejercida por traductores y escritores de gran talento. Los poetas extranjeros, aunque fueran clásicos –y qué mejor contemporáneos que ellos– no estaban sujetos a las mismas normas, ni a las mismas censuras, y por lo tanto su traducción podía abrir puertas y ventanas al mundo, podía incluso “liberar” el lenguaje al que se traducía. Pero aún así, no faltaron los sucesos chuscos. Mandelstam, que era enemigo obstinado de la traducción de poesía, una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Ajmátova, no sin cierta sorna: “Sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propios poemas.” Pero esto, que pretendió sonar como un insulto, debió llegarle a Pasternak como un halago: ¡al lado del gran poeta inglés, un solo libro de buenos poemas propios basta!
Muchos poetas han dicho que el sonido es el principio del poema; si eso es cierto, entonces la traducción de ese poema debería empezar también por el sonido. Si un poema traducido nos suena bien en español, natural y fresco, empezamos a pensar que podría ser una buena traducción. Si un poema traducido suena bien en nuestro idioma materno, podemos pensar que puede sonar al menos igual de bien en el idioma original. Como bien dijo Tsvietáieva al hablar de Pushkin: “El origen del verso es el sonido.” El origen de un verso traducido debería ser también el sonido. “Un verso es un trabajo de oído” dice el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño. La traducción de un verso también debería ser un trabajo de oído. Si no se tiene oído, es difícil ser poeta o ser traductor.
Octavio Paz creía que la “traducción es una recreación, un juego en que la invención se alía a la fidelidad: el traductor no tiene más remedio que inventar el poema que imita”. Quizás el ideal de un traductor de poesía no sea trasladar un poema de otra lengua, sino urdir un poema a partir de otro. Como la traducción es una recreación, ha sido frecuente que en las ediciones de poetas rusos en Rusia, se incluyan sus versiones, porque son parte de la obra creativa del autor. Es frecuente encontrar en las ediciones recientes de Annieski, Sologub, Gumiliov, Viacheslav Ivánov, Pasternak y otros, una sección con algunas de sus traducciones. En Occidente las ediciones de este tipo son escasas y podrían ser consideradas, más bien, como una extravagancia. Una excepción que confirma la regla es la del propio Paz, quien en la edición de sus obras completas incluyó un tomo con sus traslaciones, bajo el título de Versiones y diversiones.
De cualquier manera el traductor, con diversos grados de confiabilidad, nos acerca, nos aproxima al espíritu de un poema que, de otra manera, si no lo intentara verter, podría quedarse remoto y ajeno para siempre. Un poema debe ser trasladado, debe tener movimiento, no debe quedarse quieto porque se muere, “debe tener a dónde ir”, como dice el traductor de poesía latinoamericana al inglés, Eliot Weinberger. Son los traductores los que abren ese camino, los que facilitan que el poema “tenga a dónde ir” en otras lenguas, y no de cualquier manera, sino con todo el rigor de fidelidad, tono, espíritu y libertad que debe conservar del original el poema inventado.
Mandelstam decía que “cada poeta es un perturbador de sentido”, alguien que subvierte de manera permanente el encadenamiento conceptual al que está sometido nuestro discurso cotidiano. Si el traductor logra captar ese espíritu en el poeta que traduce, su versión también habrá de cumplir con el postulado de Mandelstam, es decir, el poeta traducido también será un “perturbador de sentido” en la lengua de llegada.
En este contexto, por ejemplo, traducir a los poetas rusos suena a verdadera insensatez. Durante años puede uno inventar, imitar, poemas de Blok, Ajmátova, Sologub, Pasternak, Esenin y muchos otros en español, y en realidad es difícil saber lo que se logra con ello. Tal vez nada, o muy poco. Como sea, en el transvase de la poesía rusa al español es casi imposible revelar el significado simbólico de ciertos aspectos del verso de origen, como el del yámbico ruso (recurso de gran incidencia en la tradición poética rusa, como en el caso de Mandelstam que “era un niño judío con el corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos” según el decir de Joseph Brodsky), de difusa percepción en la poesía en español. La multiplicidad de significados de una misma palabra, las frecuentes polisemias o ambigüedades semánticas, la obligación y fortaleza de la rima en el verso ruso, el tono y su música, son algunos de los principales problemas con los que se tropieza.
Para traducir poesía no sobraría en ningún momento la convivencia no sólo con el poema o los poemas a traducir, sino también con el espíritu del poeta que se quiere traducir. Si a uno le gusta leer y escribir, entonces traducir podría convertirse en un placer. Esta idea hedonista tanto de la lectura como de la traducción, puede llegar a ser muy fructífera. Cuando mediante la lectura uno convive con un escritor que le gusta, con el tiempo lo va conociendo mejor. Empieza uno a darse cuenta de sus exigencias, sus limitaciones, sus hallazgos y los entramados de su estilo. Entre más conozca el traductor la obra del autor y al autor mismo, es decir su entorno, sus circunstancias personales, históricas y sociales, estará mejor armado para realizar un trasvase sustentado. Esta es la razón por la que en la traducción de un poema primero habría que convivir con él, sin prisa escuchar sus reverberaciones, sus sonidos ocultos, experimentarlo incluso en las emociones que despierta, intentar percibir el “tono”, que es lo que define en últimas el verdadero espíritu del poema, lo que lo mantiene en pie.
Siguiendo esta idea, siempre será aconsejable subrayar aquello con lo que uno más se identifica de un poema de determinado autor, señalando los versos que más le gustan, que mejor entiende, que le ayudan a captar ciertas esencias como cualquier lector, y a veces resulta que esos versos que se han señalado –en ocasiones puede ser un poema completo– son los que con mayor fortuna se logran verter al español. Como lo verdaderamente difícil no es traducir las ideas, sino las emociones que se desprenden de las palabras, de la forma particular que tiene cada poeta de expresarlas y sugerirlas a través de sus construcciones verbales, es por lo que la convivencia preliminar y una cierta “intimidad” con la obra a traducir son de suma importancia.
El español Aurelio Garzón del Camino, traductor de todo Balzac en México en los años sesenta del siglo pasado –10 mil 650 páginas de la Comedia humana en dieciséis tomos– le contó alguna vez en una entrevista al conocido crítico mexicano Emmanuel Carballo: “Leí y estudié a Balzac. Sin embargo, le aseguro, sólo cuando lo traduje le comprendí más o menos a fondo. Traducir es conocer de forma distinta y más profundamente a un autor. Las dificultades con las que uno tropieza son, a menudo, las dificultades con las que tropezó el propio autor. El traductor revive (goza y sufre) el proceso de la creación de una obra.” Esta idea acerca misteriosa y mágicamente al traductor de Balzac en México a un autor italiano del que quizás Garzón del Camino jamás escuchó hablar: Gesualdo Bufalino, quien construyó el enunciado más sorprendente y bello que he leído sobre la condición del que traduce: “El traductor es evidentemente el único auténtico lector de un texto. Por cierto más que cualquier crítico, quizás más que el propio autor. Porque de un texto el crítico es solamente el cortejante ocasional, el autor, el padre y el marido, mientras que el traductor es el amante”.
Complicada y discutida la labor de los traductores. Los traductores de poesía –he recordado el michoacano Neftalí Coria– “son los copistas de la música en su sonoridad primigenia, son como los locos que traducen lo que han dicho las flautas y las abejas: siempre están atendiendo al aire”. Tal vez la traducción sustentable sea aquella que esos locos intentan extraer de la música de esas flautas y abejas, música que llega fresca, legible y disfrutable a cada nueva lengua a la que es trasladada.
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