Acaso impulsadas por su fama como escritor las traducciones realizadas en su juventud por Julio Cortázar suelen anunciarse en la tapa de las reediciones que de esas obras se hacen como si se tratara de un valor agregado. Y es probable que en algunos casos así sea. Sin embargo, faltan todavía estudios y revisiones que permitan confirmar si se trata realmente de buenas traducciones y, asimismo, cuánto hay del Cortázar narrador en lo que tradujo y cuánto de lo traducido en la obra del escritor argentino. A modo de tímido adelanto de esos trabajos por venir, un artículo del poeta y ensayista colombiano Juan Gustavo Cobo Borda.
Julio Cortázar, traductor
Tomo la primera edición del legendario libro. Tiene 165 páginas. Se terminó de imprimir el 30 de marzo de 1951. En las solapa un nota firmada por D.D. (Daniel Devoto, supongo). Y en la otra solapa la lista de publicaciones de la Editorial Sudamericana: Santayana, Mallea, Lin Yu Tang, Leopoldo Marechal, Felisberto Hernández y Manuel Mujica Láinez. Lo repaso, al azar, y me quedo atrapado en el segundo cuento. El personaje es un traductor que se atrasa en sus tareas y demora en entregar un libro de Gide (p. 30). ¿La causa?
Vomita cada cierto tiempo conejitos que debe esconder, pues disfruta temporalmente de un apartamento en la calle Suipacha que le ha prestado una amiga que está en París. A ella le escribe una larga carta, "Carta a una señorita en París", preocupado porque vomita más cone- jitos de los debidos –ya supera la cifra manejable de diez– y comprueba cómo estos comienzan a destrozar el apartamento. A roer los lomos de los libros y morder alfombras, muebles y cortinas. Al final presagia la muerte de los once conejitos contra el piso de la calle. Muertes que pasarán inadvertidas pues la gente se preocupará de otro cuerpo, el suyo, estrellado también desde el tercer piso.
El traductor imaginario se suicidará quizás pero el libro de André Gide: El inmoralista, saldrá publicado por la Editorial Argos de Buenos Aires el 7 de noviembre de 1947 con solapa de Guillermo de Torre, el cuñado de Borges que rechazó La hojarasca de Gabriel García Márquez cuando estaba en Losada.
La colección de Argos la dirigen, entre otros, José Luis Romero, el conocido medievalista e historiador de la ciudad latinoamericana, y Jorge Romero Brest, el polémico crítico de arte, fundador del Instituto di Tella en la calle Florida. El libro tiene 172 páginas y su traductor es el mismo autor del libro de cuentos: Julio Cortázar.
(Curiosidad: en la solapa posterior del libro de Gide se anuncia un libro de Henri Troyat: La araña, que nos remite una vez más al libro de cuentos, Bestiario, y a la misma página 30: allí se habla además de "un Troyat que no he traducido".)
La vinculación de Cortázar con Argos ya había dado fruto el 30 de septiembre de 1946: la traducción de las 210 páginas del Nacimiento de la Odisea del también francés Jean Giono. Esta traducción le depararía una sorpresa y una alegría. Al recordar en 1980 a Ezequiel Martínez Estrada la contó así:
Precisamente una librería y una traducción me pusieron por primera vez en contacto con don Ezequiel. Mi amigo Jorge D’Urbano, enton-ces gerente de la librería Viau, nos reunió en un café venciendo mi casi patológica resistencia a conocer escritores. Martínez Estrada acababa de leer mi traducción de Nacimiento de la Odisea, y quería decirme personalmente que le había gustado. Cuando se me pasó la primera emoción pude darme mejor cuenta de la cálida humanidad que subyacía en la tremenda inteligencia y la vastísima cultura de ese hombre que se molestaba en felicitar expresamente a un joven traductor desconocido.
Y añade luego:
En las raras ocasiones en que lo encontré solo o en casa de algún amigo, el tema de la traducción llenó lo mejor de nuestro diálogo, porque a Martínez Estrada le fascinaban los problemas de ese extraño oficio fronterizo lleno al mismo tiempo de ambigüedades y de rigor. Yo aprovechaba para consultarle sobre dificultades momentáneas (en esos años estaba traduciendo a Gide, Chesterton, Walter de la Mare y Daniel Defoe, entre otros), y él no solamente se complacía en darme las mejores soluciones sino que cada una era un punto de partida para esos admirables buceos y sondeos que llenan lo mejor de sus obras y que en la conversación nacían sin esfuerzo, uno tras otro.
Daniel Defoe: Robinson Crusoe. Buenos Aires, Viau. Reeditado en dos volúmenes por Lumen de Barcelona en 1975 con el título de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe escritas por él mismo.
Walter de la Mare: Memorias de una enana. Buenos Aires, Nova, 1946. 454 páginas.
G.K. Chesterton: El hombre que sabía demasiado. Buenos Aires, Nova.
Alfred Stern: La filosofía existencial de Jean-Paul Sartre. Buenos Aires, Imán (editorial fundada entre otros por el filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, autor de libros sobre los presocráticos y sobre Sócrates mismo).
Alfred Stern: Filosofía de la risa y el llanto. Buenos Aires, Imán.
André Gide: Así sea o la suerte está echada. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1953.
Lord Houghton: Vida y cartas de John Keats. Buenos Aires, Imán, 1955. 313 páginas.
Edgar Allan Poe: Obras en prosa. 2 vols. Universidad de Puerto Rico. 1956. 2ª edición: 1969. Incluye biografía de Poe, estudio crítico y notas de Cortázar.
Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1955. 249 páginas. Colección Horizonte.
Si a esto añadimos los dos mencionados libros de Giono (1946) y Gide (1947) y la versión, aún no publicada, de Opio de Jean Cocteau, ten-dremos un vasto universo de versiones a partir del inglés y el francés. A lo cual resulta imprescindible añadir las hermosas recreaciones de la poesía de John Keats, iniciadas en 1946 con su trabajo sobre la "Oda a una urna griega" y ampliadas en ese formidable arte de diálogo dentro de la poesía que es su Imagen de John Keats (1952) que solo vería la luz en 1996. Biografía, coloquio, autobiografía, crítica y ficción, extrapolación, homenaje y rastreo erudito. Ningún libro más entrañable que este Keats en la apropia-ción libérrima y gratificante con que Cortázar entendía su diálogo vivo con la literatura. Con ese "doble traidor" que era él mismo como traductor.
Así se definió a sí mismo en 1967, en "Tombeau de Mallarmé":
De los traidores refugiados consuetudinariamente en el oficio de la traducción, muchos de los que traducen poesía se me antojan avatares de ese Judas sofisticado que traiciona por inocencia y por amor, que abraza a su víctima entre olivos y antorchas, bajo signos de inmortalidad y de pasaje. Todos los recursos son buenos cuando en el fondo de la retorta alquímica brillará el oro del que habla Píndaro en la primera Olímpica; por eso se sabe de Judas alquimistas que no vacilan en esconder un grano de oro en el plomo, simular transmutación para el príncipe codicioso, mientras siguen buscándola y acaso hallándola.
Por ello, y al referirse al poema de Mallarmé que traduce, insiste en la arbitrariedad fecunda, en el ser fiel siendo infiel: "Sólo la forma más extrema de la paráfrasis podía rescatar en español el misterio de una poesía impenetrable a toda versión (verifíquenlo los escépticos)". Tal la inapreciable lección del Cortázar traductor.
II
Pero ese acto de verter lo ajeno en odres propios –el español también implica en quien lo hace un enriquecimiento, y una aprehen- sión de nuevos valores, que sacude sus esquemas. El Gide que descubre en África su condición homosexual y se esfuerza por una sinceridad sin resquicios bien podía transmitirle a Cortázar el duro aprendizaje de una libertad que se conquista cada día, en la moral y en la política, en la sexualidad y en el arte.
Sí, despiertos desde ahora, mis sentidos encontraban su propia historia, recomponían un pasado. ¡Vivían! ¡Vivían! No habían cesado nunca de vivir, y descubrían aun a través de mis años de estudio una vida latente y astuta (p. 45).
El Cortázar intelectual, europeizante y erudito desde los presocráticos y los trágicos griegos hasta Lovecraft y la ciencia ficción, y tan irónico sobre esa situación como lo patentiza en su cuento "Silvia", se abriría poco a poco también hacia una exploración existencialista-sensorial de un cuento como "El perseguidor" y pediría, ante una litera-tura tan atildada y fría como mucha de la latinoamericana de entonces, un descenso a tierra. Una impregnación de lo no dicho y oculto. Un tantear por nuevos caminos que rompan el esquematismo binario judeo-cristiano. Personajes como el Johnny de "El perseguidor" o el Oliveira de Rayuela tienen una torpeza y unas limitaciones que hacen más intensa su aventura metafísica y más irrisorias las coordenadas interpretativas de quienes los miran vivir sin ser capaces de seguirlos en sus riesgos y caídas.
Por ello la sangre y los esputos negros de esa joven pareja de tuberculosos, en la novela de Gide, bien pudieran darle a Cortázar, dentro de la diáfana estructura de confesión de esta obra, ante el grupo de amigos, una vía de acceso al otro lado de las cosas. Lo reprimido, turbio y confuso de ese deseo que se hace por fin visible y de esas situaciones límites que ponen todo en cuestión, incluso en un racionalista cartesiano tan claro como Gide.
De otra parte el Gide que con tanta frecuencia cita Cortázar sobre la necesidad de no apoyarse en el impulso adquirido, de cortar y pasar a otra escena, de suspender lo consabido e internarse por inexploradas vías, determinaría mucho de su técnica de corte y montaje, de suspenso y asomo a otras perspectivas. De novela que reflexiona sobre sí misma, y se pone en duda, lo cual es tan evidente en Los monederos falsos (1925) como lo será en el Morelli de Rayuela (1963). Decía Gide en esa novela, donde un capítulo se titulaba por cierto: "El autor juzga a los personajes":
No es nunca durante mucho tiempo el mismo. No le atrae nada; pero nada es tan atractivo como su fuga. Le conoce usted desde hace demasiado poco tiempo para juzgarlo. Su ser se deshace y se rehace sin cesar. Cree uno asirle... y es Proteo. Toma la forma de lo que ama (Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 206).
Como lo refrendaría luego en su teoría del camaleón, Cortázar encontraría en Gide y Cocteau esa disponibilidad hacia lo imprevisto. Ese afán de recorrer un París no consignado en las guías turísticas. Ese girasol en movimiento hacia nuevos soles y lunas desconocidas. Ser lo que se ama.
Los múltiples narradores de la obra de Gide, con sus diarios que se cruzan y se leen unos a otros, bien podrían proyectarse en los monólogos abarcadores de Persio sobrevolando Los premios o en ese entramado de cruzadas lecturas que sustenta Rayuela. No la progresión lineal sino el collage de una caja donde uno escoge el capítulo que le atrae, o este señala a su receptor, en un abanico de posibilidades que bien puede llevar al circo, la patafísica, el manicomio y el hospital o el kibbutz inagotable del deseo. Como sucede, por cierto, con el traductor, al interrogarse por la mejor opción en lo literal estricto o en la feliz arbitrariedad que demanda la música del conjunto.
Pero al mismo tiempo esos planteamientos de una obra abierta también tenían en Gide un anverso: esa necesidad, explícita en su teatro, como en el monólogo dramático de Cortázar que es Los reyes, de poner a circular, con renovada sangre y perspectiva propia, todo el repertorio de la tradición clásica. De narrar de nuevo las míticas fábulas del origen, tan perceptibles en tantos de los poemas de Cortázar donde habla de Dafne y Menelao, los Dióscuros y Adriano, y en varios de sus cuentos.
Ese repertorio inexhausto que como bien lo mostró George Steiner en su libro sobre las Antígonas (1984) impulsó a tantos escritores próximos al mundo de Cortázar, trátese de Gide como de Sartre (su mujer, Aurora Bernárdez, tradujo La náusea, que Cortázar reseña en 1948), trátese de Cocteau como de Anouhil, hacer suyo un formidable arsenal mítico que se enciende e ilumina no solo ante lo dramático de una nueva realidad –los nazis al entrar en París– sino gracias también a un creador que los necesita para sí mismo. Para los fines, aún no claros del todo, de la propia obra en que se halla sumergido.
Por ello, al continuar con el personaje de Gide en El inmoralista, quien se obstina en lo peor, y disfruta los turbios placeres del cazador furtivo, en pos de esos rapaces niños africanos, que muy pronto serán apenas obesos funcionarios aburguesados, vemos cómo este se detiene ante las ruinas de Pesto y suelta su queja:
¡Ah, hubiese llorado ante estas piedras! La antigua belleza aparecía simple, perfecta, sonriente... abandonada. El arte se va de mí, lo sé. ¿Para hacer lugar a qué otra cosa? Ya no es más, como antes, una sonriente armonía... Ya no sé más a qué tenebroso dios sirvo. ¡Oh Dios nuevo, hazme conocer todavía razas nuevas, tipos imprevistos de hermosura! (p. 166).
Un pedido que bien podía prolongar la súplica de Rimbaud, motivo del primer artículo de Cortázar en 1941, en pos de tierras incógnitas y razas rojas más fuertes. Ya no eran válidas ni la filología, como en el personaje de Gide, ni ese esteticismo cultural que también Cortázar repu-diaría, en un momento dado, sin prescindir nunca de él. Sabía muy bien las tortuosas y fascinantes aventuras que el orden clásico podía deparar aún, y las irresistibles y a la vez letales promesas que todavía los dioses nos ofrecen, no solo en los bosques sino en cualquier cruce de esquinas de nuestras desencantadas ciudades. Todo ello habrá de revivirlo Cortázar con la voz de Jean Giono al volver a reescribir y traducir la Odisea:
¿Es que no hay ninfas heladas en el agua de las fuentes? Él mismo había tocado a una con los labios, cierta vez que bebía del agua verde (p. 30).
Fin y principio: el último cuento de Julio Cortázar incluido en sus Cuentos completos lleva el título de "Diario para un cuento". Ha sido tomado de Deshoras (1983) y rinde homenaje a otro célebre cuentista y notable traductor: Adolfo Bioy Casares. El personaje: un traductor de registros de nacimiento y patentes técnicas, pero también de cartas de amor de marinos por prostitutas y viceversa. Concluyamos, por ahora, escuchando sus palabras. De Bestiario a Deshoras no toda la vida traduciendo sino la vida bien traducida al idioma Cortázar.
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que no hubiera pretextos)... En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton (vol. 2, p. 494).
P.D. Cuando comenté con Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar e inolvidable traductora tanto de los cuentos de Faulkner como de Justine de Lawrence Durrell, algunos de estos avatares del Cortázar traductor, añadió que este había participado en el celebérrimo colectivo que revisó en Buenos aires la traducción del Ferdydurke de Gombrowicz, de 1947, publicada por Argos, sin haber logrado determinar nunca qué capítulo concreto había sido el que Cortázar supervisó. Delicioso enigma que consigno con gratitud.
Guadalajara, febrero del 2004
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