martes, 28 de julio de 2009

Un traductor que llora


El 14 de noviembre de 2008, Nerea Alejos publicó en el Diario de Navarra , España, una entrevista con el traductor español Miguel Martínez-Lage, Premio Nacional de Traducción por su versión de la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, publicada por la editorial Acantilado.

"La traducción es un género literario
que se parece mucho a la biografía"


Veinticinco años de profesión han hecho que su cabeza funcione igual que un procesador informático, como él mismo reconoce. A sus 47 años, el pamplonés Miguel Martínez-Lage ha cumplido su gran meta como traductor: plasmar del inglés al castellano Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, por la que recientemente ha recibido el Premio Nacional de Traducción, dotado con 20.000 euros. A esta obra también le avalan los lectores: se han editado 8.000 ejemplares y ya va por la segunda edición. "Lo jodido es ser siervo de dos amos: del texto original y del lector", comenta Martínez-Lage sobre su profesión. El año que viene, coincidiendo con el tricentenario del nacimiento de Samuel Johnson, Martínez-Lage publicará una amplia antología de aforismos y ensayos del escritor inglés.

Vida de Samuel Johnson, con sus dos mil páginas, tiene que ser el Everest de los traductores.
–No. Sería más bien atravesar el Sáhara. La gran dificultad de esta obra es la longitud y, sobre todo, el traer el Londres del tercer tercio del siglo XVIII al español del primer tercio del XXI. Las dificultades en cuanto a lengua y estilo eran asumibles. En el texto, la palabra "mind" aparecía más de 200 veces pero no la traduje como "mente" porque el término aún no había entrado en el castellano de la época.

–¿Podría resultar más difícil traducir a un contemporáneo?
–Lo más difícil que he hecho es ¡Absalón, Absalón! de Faulkner. Yo no he llorado con Vida de Samuel Johnson, pero con Absalón sí. A veces era imposible hallar el cauce para el trasvase.

–¿Cómo se ha sumergido en el Londres del siglo XVIII?
–Necesitas apoyarte en algo que ya exista en tu lengua, como Jovellanos o el padre Feijóo, cuya obra completa estaba en la biblioteca de Samuel Johnson. Mi Faulkner está traducido leyendo a Juan Benet. Nunca traduces un libro aislado. Hacen falta muchas apoyaturas, tanto en la lengua y cultura de llegada como en las de partida.

–¿Es como navegar en dos orillas?
Exactamente. En realidad, ni vivo en el inglés, ni vivo en el castellano, sino entre medias. Me pasan cosas muy graciosas. Cuando no estoy viviendo en el siglo XVIII, estoy en el Mississippi o en el Dublín de los años cincuenta. Si me preguntan mi opinión sobre la crisis económica, no sé qué contestar.

–¿Qué le atraía tanto de Samuel Johnson?
–Es un autor de literatura sapiencial que a día de hoy nos puede dar consejos para ser felices, para sufrir menos... Hoy podría ser el mejor autor de autoayuda. También me movió el hecho de que el libro que funda la biografía moderna no existiese en la lengua de mi madre. Le ha dedicado seis años de trabajo. ¿Cómo se ha organizado para no volverse loco? Aunque llore, disfruto mucho haciendo lo que hago. Tengo que meter muchas horas. Por ejemplo, hace tres años que no veo la televisión.

–¿Se siente igual que un escritor?
Creo que la traducción es un género literario. La única diferencia respecto al escritor es que yo me ahorro los dolores del parto que conlleva la invención. El escritor y el traductor trabajan en el mismo plano, el de la lengua.

–¿Trabaja como free lance?
–Absolutamente, aunque tienes ciertas lealtades.

–¿A los traductores les pasa como a los guionistas de cine, que nadie se fija en ellos?
La virtud indispensable de un traductor es la invisibilidad, que no se note que un texto está traducido, pero luego es difícil conseguir una cierta consideración social. Afortunadamente, hay editoriales que ponen el nombre del traductor en la portada.

–Usted ya tiene el premio a la mejor traducción. ¿Influirá en sus próximos proyectos?
–Siempre he tenido mis inquietudes, pero a raíz de este premio es posible que me vaya a hacer cargo de los Relatos de William Faulkner. Eso me pone como una moto. En cambio, es muy frustrante que te llame un editor para proponerte un libro muy atractivo y muy cortito, pero de entrega inmediata. Me daban un mes para 90 páginas de Evelyn Waugh, algo que yo no puedo asumir ahora porque me gusta mimar a la clientela.

–¿Su siguiente Everest será Faulkner?
–Sí, ahora entiendo a Iñaki Ochoa de Olza y a Edurne Pasaban, porque me muero de ganas por volver a helarme de frío allí arriba, en la cumbre de Faulkner. Qué grande era. Qué pena no haber tenido ocasión de tomarme un whisky con Faulkner a la caída de la tarde en su casa. En mis sueños, siempre me he fumado unos puros muy ricos con Joseph Conrad.

–¿Algún otro escritor que alimente su mitomanía?
–Virginia Woolf, Samuel Beckett o Coetzee.

–¿Hasta dónde llega su tarea? Cuando tradujo Fiesta, tuvo que corregir errores que Hemingway cometía sobre el mundo taurino.
–Era una persona muy endiosada y el texto original que él entregase iba a misa. Fiesta está escrito en el segundo verano que pasó Hemingway en San Fermín, así que no sabía lo que era la verga del kiliki y tampoco entendía el Riau-Riau. Eso exigía una corrección, porque en este caso pesaba más la fidelidad al lector navarro. Además, tuve la oportunidad de hablar con una persona que recordaba aquellos Sanfermines, con mi suegro.

–Se pueden perder buenos libros por malas traducciones. ¿Obras clásicas como El Quijote necesitarían una revisión para acercarla más a los lectores?
–No. El original no envejece, mientras la traducción siempre tiene una caducidad. El original es un Rolex fabricado en Suiza, mientras la traducción es un Rolex de China. Si todo va bien, mi traducción de Vida de Samuel Johnson es posible que dure 200 años en castellano, pero luego habrá que hacer otra.

–¿Cuál es el oficio al que más se parece la traducción?
–El de biógrafo. Este tiene que ser fiel a un vida y yo al texto original. Y en ambos casos podemos utilizar procedimientos propios de la mentira para contar la verdad. Es decir, puedo manipular una frase para que el efecto que produzca en el lector al que tengo que llegar sea el mismo que tuvo en el lector al que llegó en otra época o en otra lengua.

–¿Cuál es el libro con el que más ha disfrutado?
Rumbo a peor, de Samuel Beckett. Es la traducción más hermosa que he hecho nunca, quizá porque la hice en compañía, con otros cuatro traductores.

–¿Y el peor?
Navegar tierra adentro, de Stevenson. Es un libro de viajes, pero me ha parecido muy difícil por su lenguaje escocés y posromántico.

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