El 27 de agosto de 2002, el cuentista y traductor argentino Andrés Ehrenhaus publicó la siguiente entrada en El Trujamán , donde, justamente, se habla de las decisiones que toma el que traduce.
La soledad del traductor
ante el penalti
Supongamos que un traductor del italiano al español recibe el encargo de traducir el tan celebrado adagio minimalista, traduttore, traditore. Supongamos que, después de mirarlo del derecho y del revés, no sea cosa que tuviera trampa, y dejando reposar la decisión al menos durante una larga e intranquila noche, se decide por la siguiente versión personal: «traductor, traidor». Sin embargo, cinco minutos antes de ofrecerle el fruto de su trabajo al cliente, el traductor duda. Acaba de releer la frase y una punzada sorda en el mesogastrio le dice que algo va mal. De pronto, como en una ensoñación, se le ocurre la solución salvadora, imaginativa: «traductor, abductor».
El sonido de la nueva variante lo reconforta y suspira aliviado. Aunque... Pero no, mejor dejarlo estar, la elección es buena. Ha sabido jugar con las raíces casi como en el original, cambiando apenas una letra y eliminando otra, lo cual queda reflejado, precisamente, en la palabra escogida, pues no ha hecho sino abducir la te y la erre y trocarlas por una a. ¿Trocarlas ha dicho? Entonces, ¿por qué no decir «traductor, trocador», que mantiene el sonoro grupo consonántico del original? Sin apenas respirar, se zambulle en sus diccionarios. Yo trueco, nosotros trocamos... Él ha trocado... ¡Trocador! Que trueca una cosa por otra. Bien. Trocador es mucho más contundente que abductor. Es cierto que se pierde un nuevo matiz semántico, y que la idea de la traición va quedando cada vez más difuminada, pero de este modo, ¡claro que sí!, ¿cómo no lo ha pensado antes?, la traición se consuma en el acto mismo de esa difuminación, de modo que el lector, al sentirse traicionado por ese trueque, experimentará en carne propia la maniobra traidora implícita en toda traducción. «Traductor, trocador». Qué bonito homenaje a la polisemia activa. El traductor suspira. Esta solución se perfila como la mejor. Como premio, y para dejarla reposar un momento, se va a la cocina a prepararse un té (el té es una bebida muy de traductores).
En la cocina y con el té humeante entre las manos se da cuenta, al principio con serena lógica y después con creciente pánico, que trocador, por más sutilmente polisémica que sea, no es una palabra muy habitual. En eso, hasta abductor la supera (si bien es cierto que más como término anatómico que otra cosa: X sufre un desgarro en el abductor). Y hablando de abducir, que ahora también se le antoja fácil y barato como recurso, tanto daría haber puesto «traductor, reductor», «traductor, inductor» o «traductor, tractor» para el caso. De acuerdo, no dan del todo en el clavo, pero eso los hace particularmente traidores y además conservan la raíz latina. El té se ha enfriado y sabe áspero. El traductor, de pronto, no se siente sujeto sino objeto de una traición. No es él quien traiciona nada; ¿qué va a traicionar si a duras penas puede traducir? En todo caso, el traicionado es él. Traicionado por la palabra, su herramienta básica; por la diferencia entre lenguas, la razón de su quehacer; por la intuición, su aliada más fiel; y por el té, su refugio. ¡El adagio, para ser veraz, debería rezar: «traductor, traicionado»!
Con esta certeza vuelve a la mesa de trabajo, donde la frase traducida, nítida y desdeñosa, lo acusa, como mínimo, de pusilánime. Es como si el papel se hubiera convertido en un cartel luminoso que dijera, en letras de neón: «traductor, calzonazos» o, más explícitamente, «traductor, te traicionan por todos lados y tú sólo atinas a acusarte a ti y, por extensión, a todos los de tu gremio de traidores; serás calzonazos». En honor a la verdad, en esos instantes de zozobra al traductor no le queda otra opción que darle a la frasecita inoportuna un giro especular. Con mano temblorosa borronea lo escrito y garabatea la siguiente confesión: «traductor, traidor a sí mismo». ¿O será, mejor pensado, «abductor de sí mismo»?
El sonido de la nueva variante lo reconforta y suspira aliviado. Aunque... Pero no, mejor dejarlo estar, la elección es buena. Ha sabido jugar con las raíces casi como en el original, cambiando apenas una letra y eliminando otra, lo cual queda reflejado, precisamente, en la palabra escogida, pues no ha hecho sino abducir la te y la erre y trocarlas por una a. ¿Trocarlas ha dicho? Entonces, ¿por qué no decir «traductor, trocador», que mantiene el sonoro grupo consonántico del original? Sin apenas respirar, se zambulle en sus diccionarios. Yo trueco, nosotros trocamos... Él ha trocado... ¡Trocador! Que trueca una cosa por otra. Bien. Trocador es mucho más contundente que abductor. Es cierto que se pierde un nuevo matiz semántico, y que la idea de la traición va quedando cada vez más difuminada, pero de este modo, ¡claro que sí!, ¿cómo no lo ha pensado antes?, la traición se consuma en el acto mismo de esa difuminación, de modo que el lector, al sentirse traicionado por ese trueque, experimentará en carne propia la maniobra traidora implícita en toda traducción. «Traductor, trocador». Qué bonito homenaje a la polisemia activa. El traductor suspira. Esta solución se perfila como la mejor. Como premio, y para dejarla reposar un momento, se va a la cocina a prepararse un té (el té es una bebida muy de traductores).
En la cocina y con el té humeante entre las manos se da cuenta, al principio con serena lógica y después con creciente pánico, que trocador, por más sutilmente polisémica que sea, no es una palabra muy habitual. En eso, hasta abductor la supera (si bien es cierto que más como término anatómico que otra cosa: X sufre un desgarro en el abductor). Y hablando de abducir, que ahora también se le antoja fácil y barato como recurso, tanto daría haber puesto «traductor, reductor», «traductor, inductor» o «traductor, tractor» para el caso. De acuerdo, no dan del todo en el clavo, pero eso los hace particularmente traidores y además conservan la raíz latina. El té se ha enfriado y sabe áspero. El traductor, de pronto, no se siente sujeto sino objeto de una traición. No es él quien traiciona nada; ¿qué va a traicionar si a duras penas puede traducir? En todo caso, el traicionado es él. Traicionado por la palabra, su herramienta básica; por la diferencia entre lenguas, la razón de su quehacer; por la intuición, su aliada más fiel; y por el té, su refugio. ¡El adagio, para ser veraz, debería rezar: «traductor, traicionado»!
Con esta certeza vuelve a la mesa de trabajo, donde la frase traducida, nítida y desdeñosa, lo acusa, como mínimo, de pusilánime. Es como si el papel se hubiera convertido en un cartel luminoso que dijera, en letras de neón: «traductor, calzonazos» o, más explícitamente, «traductor, te traicionan por todos lados y tú sólo atinas a acusarte a ti y, por extensión, a todos los de tu gremio de traidores; serás calzonazos». En honor a la verdad, en esos instantes de zozobra al traductor no le queda otra opción que darle a la frasecita inoportuna un giro especular. Con mano temblorosa borronea lo escrito y garabatea la siguiente confesión: «traductor, traidor a sí mismo». ¿O será, mejor pensado, «abductor de sí mismo»?
buenísimo! aplausos!
ResponderEliminar(aplausos mentales, porque tengo una taza de té en la mano)
Es muy lindo esto que escribió Andrés. Es exactamente el tipo de escena que estuve imaginando estos días, mientras escribía mi "textito de defensa" y después leía los diversos comentarios. Pensaba en escribir sobre la cotidianeidad del traductor. Ese ir y venir por la casa, ir y venir entre las tantas posibilidades, calculando, equilibrando, quedando por momentos atrapados en un razonamiento que no se puede ver por dónde logrará regresar al acto concreto de elegir finalmente una palabra, escribirla y no dar marcha atrás.
ResponderEliminarPero bueno, se ve que el texto que pensé ya estaba escrito. Me encantó.
Laura Wittner.
cotidiano. esto debería llevar la etiqueta 'cotidiano'.
ResponderEliminarBuen hallazgo, Jorge. Y excelente texto: refleja exactamente lo que nos pasa y la duda que nos carcome hasta último minuto...Las palabras, después de todo, son, como toda materia, limitadas.
ResponderEliminarmuy bueno!
ResponderEliminarentretenido y didáctico... más no se puede pedir.
saludos!
Ah, qué bueno, Andrés. Ese es el antídoto contra la toxicidad y el almidón.
ResponderEliminar¡Bravo, bravo, bravísimo!
Ana Silvia Mazía, la traditora... eeehhh...
Otrosidigo:
ResponderEliminarNada de té: MATE.Traductora hija de traductor multilingüe, mateadicto.
Ana S. Mazía