El 7 de julio de 1999, Alicia Dujovne Ortiz (foto: Ricardo Pristupluk), escritora argentina radicada en Francia, publicó un artículo en el diario La Nación, donde comentaba las alternativas que se dan entre los autores y sus traductores, ofreciendo varios ejemplos personales.
Torturas del traducido
Hace unos cuantos años, no menos de veinte, Alastair Reid, traductor de Borges al inglés, me contaba la siguiente historia: él estaba en New York, traduciendo "La intrusa", cuando pasó a visitarlo el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien, al inclinarse a curiosear la página puesta en la máquina, sufrió un descomunal ataque de risa. Reid había traducido la frase de Borges "bailaban con poca luz" por algo equivalente a "la habitación se hallaba en penumbra". No bien logró articular una palabra, interrumpida por nuevas carcajadas, Rodríguez Monegal le explicó al desconcertado traductor que los personajes no bailaban con poca luz en la pieza, sino entre los cuerpos. La expresión significaba bailar apretaditos.
Es obvio que ni Reid, ni más de un argentino de nuestro tiempo, podía sospechar el sentido de la frase. Otras historias de traductores son menos justificables o, más bien, se explican a partir de dos criterios fundamentales que veinte años de ocuparme del tema, o de sufrirlo, me han permitido identificar. Me refiero, por supuesto, a mi experiencia como escritora argentina traducida en Francia. Sobre las traducciones al finlandés o al griego no me es dado opinar.
La primera actitud consiste en considerar que al lector francés hay que allanarle el camino. Ya bastante perdido está el pobre por el solo hecho de leernos. El no tiene por qué complicarse con rarezas surgidas en otras mentes ni con detalles correspondientes a otros lugares. Bioy Casares contaba que uno de sus traductores había decidido eliminar, en una sencilla frase sobre el lago de Palermo, el nombre de Palermo. En cambio de eso había puesto "el lago de la ciudad". "Es como si Buenos Aires fuera Ginebra", comentaba Bioy.
Mi propio anecdotario es vasto. Por ejemplo, siempre con intención de aclarar las cosas, el traductor de una de mis novelas no suprimió lugares sino imágenes. Un jovencito, casi un niño, hace el amor por primera vez. La frase, tal vez cuestionable, decía: "Se fue velozmente hacia un agudo gemido y un agüita pálida". Traducción irreprochable desde el punto de vista médico: "Tuvo una eyaculación precoz".
La segunda actitud del traductor francés consiste en tirar la esponja. Inútil romperse la cabeza: los latinoamericanos somos locos y no vale la pena buscar la lógica donde no la hay. Toda aclaración resulta imposible. Lo único que se puede hacer es seguirnos en nuestro delirio, palabra por palabra. Este segundo procedimiento puede conducir a resultados que no se le hubieran ocurrido ni a André Breton. Así, la poeta Luisa Futoransky, que en uno de sus poemas ponía los nombres propios en minúscula, se encontró con que Marguerite Duras se había convertido en "margaritas duras".
Como se ve, las dos actitudes tienen que ver con el tema de la racionalidad, a su vez conectada con el grosor. Así como nuestros gestos latinos son más amplios que los franceses, la lengua española también lo es. No entra, no cabe en el francés. Traducirla es adelgazarla. Contener sus desbordes implica comprimirla dentro del corsé de una estructura lógica que no le sienta. El resultado suele ser distinguido y fruncido. Es cierto que Francia ha tenido a Rabelais, a Proust o a Céline, escritores de frases largas, envolventes y redondas, que no se limitaban a la célebre "economía de medios" de la frase clásica. Hélas!, el traductor de un texto latinoamericano regordete debería, si no convertirse él mismo en otro Proust o en otro Céline, al menos sentir íntimamente estas simples premisas, a saber: que muchas de las frases castellanas no avanzan en línea recta, que se enrollan en espiral, que caminan al bies como camina el tango y que, como siguiendo los consejos de ese viejo filósofo llamado Plotino, dan vueltas alrededor del centro al que no debe nombrarse. Su lógica -y que la hay, la hay- no es lineal. Esta escritura ocupa el espacio de otro modo. No es un problema de vocabulario: un traductor siempre puede apelar al diccionario o a una aparición salvadora como la de Rodríguez Monegal. Es un problema de posición del cuerpo sobre la tierra o la página.
Poco antes de morir, una de las cumbres del barroco, el escritor cubano Severo Sarduy, me dijo tristemente: "los latinoamericanos somos intraducibles". No lo afirmaba sólo en sentido literario. "Aunque en apariencia comprendan lo que decimos -sostuvo aquella tarde- en realidad entienden otra cosa". Le pregunté si eso mismo no podía suscitar nuevos e insospechados sentidos, pero se encogió de hombros. No compartí su pesimismo: es verdad que nuestra literatura despierta sueños vagamente relacionados con lo que intentamos decir. Pero, ¿acaso un texto puede considerarse terminado antes de que los otros, al leerlo, no lo reescriban a su modo?
Por lo demás quiero rendir justicia a excelentes traductores como el desaparecido Antoine Berman -casado con la traductora argentina Isabelle Garma-, que sabía revelar los múltiples centros de la frase barroca, o como Jacques Tournier y las también desaparecidas Laure Bataillon y Anny Amberni que, al traducirme, me bombardeaban con preguntas sutiles y precisas, convirtiéndome en un diccionario vivo de sentidos concretos: ¿Qué significa esta palabra en la época y el lugar en que se la pronuncia y, sobre todo, qué significa para usted?" La barrera de lo exótico supuestamente ilógico desaparece por obra y gracia del sentido común y de esa rara y exquisita virtud, la buena voluntad.
No resisto a la tentación de concluir con otra perla de mi anecdotario. En otra de mis novelas, donde describía a los inmigrantes que llegaban a la Argentina diciendo que eran pequeños, chuecos, oscuros y cubiertos hasta los pies con sus abrigos largos, agregaba esta frase: "¡Alguien ha visto nunca a un inmigrante alto, esbelto, vestido de beige y con las piernas al aire como si no temiese la intemperie?" Sin duda distraído, el traductor no había puesto "jambes à l´air", que significa efectivamente "piernas descubiertas", sino "jambes en l´air", que significa, para decirlo en criollo, "patas pa´arriba".
Lo curioso es que nadie se dio cuenta. Como si todos encontraran de lo más natural que los inmigrantes europeos, al llegar al Hemisferio Sur donde, como todos sabemos, las cosas son al revés, caminaran tranquilamenta cabeza abajo.
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