Exijamos protagonismo
El verano pasado, el Old Vic de Londres fue el escenario que acogió al Bridge Project, una compañía anglo-americana cuya producción de El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov, recibió grandes elogios. The Observer encomió la “traducción efervescente” de Tom Stoppard, mientras que para The Telegraph el dramaturgo había traducido este clásico de la literatura rusa “con descarada frescura”.
El texto publicado, la producción más reciente en Londres de la última obra de Chéjov, reconoce a Stoppard como su traductor a los fines de los derechos de autor, pero hay otro nombre agazapado entre las páginas del programa de este espectáculo: Helen Rappaport (foto), mencionada justo debajo del “profesor de movimientos de oso” en el programa de Cuento de invierno, es la persona a quien se le atribuye la “traducción literal de El jardín de los cerezos”. En el texto publicado, Rappaport recibe mayor reconocimiento: su nombre aparece junto al título.
Los traductores que no están familiarizados con el mundo del teatro a menudo se sorprenden ante esta práctica, pero es muy común, si no la norma, en los escenarios de Inglaterra. Se le encomienda a un especialista en lenguas que traduzca una obra de teatro extranjera ”en forma literal” y luego, un dramaturgo, por lo general conocido, usa esa traducción para escribir el guión final de la obra. A este texto se lo suele llamar “versión”, “adaptación” o “traducción”. El proceso es materia de mucha controversia. “Le encargan a un pobre infeliz que produzca algo tan misterioso como una traducción literal para que después algún personaje famoso le agregue frases floridas y un diálogo ingenioso”, se queja el traductor y dramaturgo Anthony Vivis. En un ejemplar de The Linguist, Peter Newmark sostuvo que “contratar a un dramaturgo que no conoce la lengua de partida para componer una versión es un insulto al autor”, opinión que comparten muchos traductores.
Sin embargo, en el mundo de las tablas predomina una posición diferente, incluso antagónica. Treinta años antes de Stoppard, el dramaturgo Michael Frayn también tradujo El jardín de los cerezos y fue elogiado por un crítico en estos términos: “tan próxima a la perfección como le es posible al arte de la traducción”. Pero cuando le habló al público en el National Theatre, en 1989, Frayn dijo: “Lo bueno de Chéjov es que uno no necesita saber una palabra de ruso para poder traducir sus obras. La idea de hacer referencia a cierto texto original es absolutamente detestable”. Semejante declaración logra erizar la piel de todo traductor, y saber que el ganador de los premios Tony y Olivier sí habla ruso no sirve de mucho consuelo. Sólo espero que haya querido ser irónico.
Existe interés entre la comunidad anglófona de teatro de “liberar” la traducción del texto fuente, tanto como se tiene la visión de que los traductores, en su calidad de lingüistas dotados de talento técnico y no creativo, no entienden verdaderamente de qué se trata el teatro. Algunos sienten que los traductores no son lo suficientemente artistas, que son demasiado científicos, convencionales y afectos a preservar la pureza del texto original al punto de poner en peligro la calidad de la mise-en-scène. Según Vivis, “esto hace que los traductores se automarginen a una vida de reclusión en biblioteca por su condición de especialistas en lenguas o académicos. Se admite que pueden capear las tormentas de un diccionario, pero naufragan cuando se trata de actores”. Los actores necesitan algo más que precisión lingüística para sacar a la luz sus dotes creativas. Para que un texto dramático sea efectivo, debe contar con la más esquiva y enigmática de las cualidades: “la orabilidad”.
El teatro no es una disciplina nueva en los estudios de traducción, y podría decirse que los académicos ya han desacreditado el concepto de “orabilidad” tildándolo de mito. En el peor de los casos, es una cortina de humo que permite justificar la realidad del mercado: como las obras inglesas, estadounidenses e irlandesas tienen el predominio casi absoluto y las obras originalmente escritas en un idioma extranjero apenas constituyen un mínimo porcentaje de lo que se ofrece en cartel, es más fácil llenar los teatros con la versión de un clásico extranjero hecha por un dramaturgo famoso que con una obra de teatro nueva traducida por un ignoto traductor.
En el mejor de los casos, la “orabilidad” es una medida muy poco precisa que los profesionales del teatro aplican a un texto antes de ponerlo a prueba en una sala de ensayo, basada en el supuesto de que el diálogo dramático debe fluir fácilmente de boca de los actores o que debe hablarse en el lenguaje de todos los días. Es el santo grial que los traductores de teatro han procurado lograr desde la antigüedad. Ya en el 46 a.C., Cicerón hablaba de traducir teatro no sólo ut interpres sino también ut orator (no sólo como traductor sino como hablante). En 1969, el traductor Lars Hamberg dio el siguiente consejo: “el diálogo fluido y natural es fundamental en las traducciones teatrales; de lo contrario, los actores tendrán que vérselas con un libreto artificial y rebuscado”.
Este consejo no tiene en cuenta la posibilidad de que un texto sea deliberadamente difícil o incluso que giros naturales o gramaticalmente correctos sean rechazados por un escritor que prefiera un estilo desafiante o antinatural. En cambio, parte de la premisa de que las obras deben responder a un modelo de naturalidad y que el derecho del actor a “que se le facilite la tarea” está por encima del derecho del autor de romper con las convenciones. Más aún, la “orabilidad” no se exige por igual de los autores que escriben en su propia lengua; de hecho, la elección de las palabras por parte de un autor es vista por muchos, dentro de la tradición del teatro, como algo sagrado, que precisa ser comprendido y elaborado. Tal como lo expresó el traductor y académico David Johnston, “la lengua que no es problemática, de algún modo, no es materia de teatro”.
Pero si ha triunfado el argumento que sostiene que no debe apelarse a la “orabilidad” para marginar al traductor, es hora de comunicárselo al mundo del teatro. Con raras y notables excepciones –el Royal Court y el Gate Theatre, por ejemplo, confían en traductores para montar sus obras–, el Jardín de los Cerezos del Old Vic es una manifestación más de los usos y costumbres que prevalecen a pesar de los esfuerzos de los académicos por desacreditarlos.
Sin embargo, es demasiado fácil echarle la culpa al mundo del teatro o a la avaricia de los productores que, ignorantes de las sutilezas del ruso o del español, relegan a los traductores al rol de meros técnicos y, en cambio, entregan toda la responsabilidad del acabado artístico a las figuras de renombre. En julio tuve el privilegio de dar una conferencia plenaria sobre traducción en la City University de Londres, ocasión en la que abordé el tema de la traducción para teatro. Debo decir que para alguien interesado en este campo tan acotado fue sumamente gratificante y alentador comprobar semejante concurrencia. Sin embargo, muchos de mis colegas traductores sienten que el teatro es algo “ajeno” a su trabajo, que exige algo que sólo pueden abordar unos pocos dotados, aquellos con cierto instinto que escapa a toda definición; la orabilidad sigue siendo un fin necesario y un logro con el que la mayoría de los traductores sólo atina a soñar. “¿Te dedicas a traducir teatro?”, preguntan. “¡Qué difícil!”
Entonces, hay una contradicción en nuestras propias filas. Por una parte, nos frustra que las traducciones no estén en manos de especialistas y nos sentimos perjudicados por los escritores monolingües; por otra parte, aceptamos la idea de que el teatro es un campo especializado que necesita más que un simple traductor y todos (me incluyo) seguimos ofreciendo esas traducciones tan literales sobre las cuales tanto nos quejamos.
Pero ¿acaso nos sorprende que hayamos llegado a este callejón sin salida cuando a la hora de formar traductores se ignora casi por completo al teatro? Abundan los cursos de capacitación y las calificaciones en traducción jurídica, científica, comercial y técnica, ya sea en forma de cursos especializados o como parte de un programa más general de desarrollo de habilidades. También existen programas de estudios para abordar la traducción literaria y el subtitulado de películas. Pero el teatro, tal vez porque es un mercado pequeño, no figura ni à placé: nunca se ofreció en ninguno de los cursos formales a los que asistí como traductor. La comunidad de teatro hace muy poco por que los traductores se desarrollen como especialistas en teatro, pero tampoco lo hace la comunidad de traductores. Los especialistas en lenguas necesitan perfeccionarse para llegar a ser traductores de teatro. Esto significa crear oportunidades para que los traductores se desarrollen en forma práctica en un ambiente de aprendizaje y no sólo generar espacios para que quienes ya somos traductores activos en este campo nos sentemos a debatir sobre nuestro trabajo.
Al mismo tiempo, los traductores necesitan reivindicarse como “parte actora” de la obra de teatro y luchar por el reconocimiento que se merecen de los productores como pares de los integrantes de un equipo creativo volcado a lo que, sin duda, es la actividad artística más colaborativa que existe.
Yo mismo debería pasar del dicho al hecho: hace poco tiempo un director con el que estaba trabajando, después de leer mi traducción, me dijo que era un poco “torpe” pero que, no me preocupara, él y los actores lo resolverían en los ensayos. Lo acepté dócilmente. Nadie dijo que trabajar en el campo del teatro era fácil.
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