Publicado en El Trujamán del 21 de julio, se copia a continuación un breve e interesante texto de José María Micó (Barcelona, 1961), poeta, filólogo y traductor español, especializado en los clásicos de los Siglos de Oro y el Renacimiento italiano.
Traducir literatura
Las de Perogrullo suelen ser verdades como puños, y la tarea de la traducción literaria se puede definir con una formulación elemental: traducir literatura es traducir literatura. Esta reducción al absurdo esconde, en realidad, el germen de una operación ambiciosa y trascendental que muchos escritores y traductores antes que yo han glosado y defendido convenientemente: traducir literatura es crear literatura. Pero se trata de un ideal que también esconde la trampa de la desilusión, porque a veces no pasa de ser una actividad vocacional con difícil acomodo en las leyes y en los caprichos del mercado. Traducir, en España y en otros muchos países, es llorar.
Mis primeras experiencias de traductor fueron ocasionales y casi secretas: un soneto de Shakespeare, por devoción; un poema de Housman, por desafío; dos sonetos de Auden, por encargo; seis motetes de Montale, por capricho, y una novela de Josep Piera, por amistad. La admiración por Ludovico Ariosto me llevó a traducir las extraordinarias sátiras que el autor italiano compuso entre 1517 y 1525, siete textos actualísimos que influyeron bastante en la España de los siglos xvi y xvii, pero que nadie, que yo sepa, se había decidido a traducir al español. Cuando un tiempo después me zambullí en la traducción del Orlando furioso, labor que no se improvisa y que me llevó más de tres años de una dedicación imprudentemente intensa, algunos filólogos amigos me preguntaron por qué lo hacía. Nunca tuve una respuesta satisfactoria, ni para ellos ni para mí, pues se apartaba de mi dedicación profesional (la investigación filológica en torno a la literatura española), me distraía de mis propios versos y la recompensa económica quizá fuese digna para un trabajo de un par de meses, pero no para traducir cuarenta mil endecasílabos. Además, todo traductor lleva clavadas dos famosas y descorazonadoras sentencias del Quijote, dichas, para mayor desconsuelo, a propósito del Orlando: los libros traducidos «jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento» (I, 6) y «el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución» (II, 62).
Empiezo estas colaboraciones confesando públicamente mi pecado de traducción de «lenguas fáciles», y concretamente del catalán y el italiano, dos de las lenguas más próximas geográfica e históricamente a la española, y en colaboraciones futuras pondré algunos ejemplos de lo que supone verter a otra lengua los versos de Ludovico Ariosto, Ausiàs March o Jordi de Sant Jordi.
Traducir poesía, y además antigua, puede parecer hoy una suma de despropósitos, pero esta labor, que suele situarse en las antípodas de la investigación filológica monolingüe, forma parte a mi ver del mismo horizonte, del mismo paisaje y del mismo designio, porque toda traducción poética comparte el propósito más noble de la filología, que es el de entender y dar a entender los textos, y la ambición más alta de la creación, con la peculiaridad o la ventaja de ser una ambición secreta y servil, consagrada a la reconstrucción, es decir, a la recreación de una virtualidad literaria ajena. Si, como escribió Octavio Paz, «aprender a hablar es aprender a traducir», los textos literarios sólo pueden cobrar su sentido pleno cuando son reiterada e incansablemente traducidos a través de las generaciones.
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