En su magnífico blog Addenda et Corrigenda, la editora, redactora, correctora y traductora española Silvia Senz ha publicado ayer una entrada referida a la mayor de las tentaciones en la que, admitámoslo, todos los que trabajamos alrededor del libro hemos caído alguna vez. Por supuesto, si las hubiera, se aceptan confesiones en los comentarios.
El corrector y otros activistas editoriales
En alusión a la antológica errata que ha llevado al partido españolista-unionista Ciutadans/Partido de la Ciudadanía a pedir en su panfleto electoral la independencia de Cataluña, decía Quim Monzó en La Vanguardia de hoy (20-N, a la sazón):
¿De verdad Ciudadanos quiere la independencia de Catalunya? ¿Y cómo es que, hasta ahora, no nos lo habían dicho? ¿O lo que pasa es que no tienen mucha idea de ortografía? (Y no sólo de la catalana, porque los textos en castellano también cojean.) Quizá hay entre ellos un enano infiltrado, un saboteador, como aquel linotipista que, hará tres décadas, en el diario Avui, en el artículo de una conspicua escritora que loaba las proezas del grupo de Bloomsbury, tecleó voluntariamente mal el nombre de Virginia Wolf y lo convirtió en Vagina Wolf; simplemente para fastidiar.
«Por fastidiar» es una análisis simplista de esta tradicional práctica de los muchos dedos invisibles que intervienen en la cadena de (re)producción de un texto para convertirlo en impreso o publicación. Amparados en el anonimato o en la libertad que da ser cada vez menos supervisados, traductores, escritores por encargo, correctores, teclistas, linotipistas, compositores, editores de mesa... no han dudado en convertirse en la mano negra que enmiende lo que consideran un desatino. Bien visto está cuando liberan el texto de lo que se les antoja un atentado contra el estilo. Pero el bienpensante defensor de los derechos de autor no suele ver tan bien las «morcillas», omisiones, remociones o cambios no accidentales de letras que muchos de ellos realizan cuando obedecen a su ideología, a sus gustos, a su sentido de la justicia o a sus deseos de venganza ante el abuso de un editor o de un impresor. Y eso que estas prácticas son pan de cada día en el mundo de las artes gráficas y la edición. Yo misma, traduciendo uno de esos delirantes libros de autoayuda que las editoriales publican sin haber leído siquiera la cubierta, suavicé las indicaciones de un llamado «experto en Feng Shui» al lector para que, con el fin de lograr el ansiado equilibrio doméstico, fuera más allá de la mera orientación del mobiliario y enviara a sus hijos a un internado. Estaba convencida de que mi pequeña maldad se vería compensada por los trastornos que podía ahorrar a muchos niños.
Historias de intromisiones textuales como la mía las hay a miles, aunque no se confiesen. Y la trascendencia del pequeño gesto de modificar ex profeso lo que otro dice ha sido perfectamente captada por algunos creadores. Recordemos, por ejemplo, cómo, en un rapto de rebeldía, Raimundo Silva, el corrector de pruebas de la novela de Saramago Historia del cerco de Lisboa, añade en el relato de este episodio un deliberado no que modifica significativamente la aseveración de que los cruzados ayudaron a los portugueses a recuperar Lisboa de manos de los moros, y con ello introduce un vórtice en la comprensión de la propia identidad portuguesa que lo arrastra a la recreación de la historia.
El poder de la letra, como ven, es innegable e irresistible.
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