Una experiencia de traducción
Los problemas de la traducción suelen verse asociados a los textos propiamente dichos. En este caso voy a referirme sólo a un título (Glosa) y a un autor (Juan José Saer). Muchas veces, los problemas de la traducción suelen dejar enseñanzas. En este caso creo que no las hay.
Estamos acostumbrados a que los títulos de los libros funcionen como emblemas de significado. No sólo hacia afuera, cuando se trata de obras muy conocidas y el título puede reemplazar con mayor eficacia el nombre del autor, sino sobre todo hacia adentro, cuando organiza relaciones internas de la obra como si fuera un núcleo irradiador de significados. Por lo demás, hay autores que eligen títulos inmediatamente asociados al protagonista o a un elemento central de la historia, por ejemplo Marta Riquelme o Los suicidas, y hay otros que los conciben como metáforas o emblemas figurados de la historia (El desperdicio, Donde yo no estaba). En cualquier caso, el título puede establecer distintas formas de vínculo con el texto que representa, pero nunca deja de ser un nombre, el nombre de la obra, al igual que la denominación de una moneda.
Esa relación entre nombre y obra es tan unívoca que admite cambios en una sola dirección. Solamente una extravagante trayectoria como la de los textos de Kafka puede mostrar deslizamientos que van de América a El desaparecido, pasando por El fogonero. Los títulos de Macedonio Fernández, algunos de ellos oscilantes entre la conjunción y la disyunción, aun así se ajustan a la norma. En general estamos ante el misterio de que el texto puede cambiar, incluso la historia, pero jamás el título. Pensemos en la cantidad de correcciones o agregados a los que se someten las obras, operaciones leves o drásticas que sin embargo nunca apelan a un cambio de título. El título precisa quedar porque más que al texto, da nombre a la secuencia de lecturas de ese texto, y porque los lazos fijados entre nombre e historia forman parte de la obra.
Todo esto viene a cuento porque acaba de aparecer la traducción inglesa de Glosa, la novela de Juan José Saer. El libro ha sido sometido a un cambio de título en cierto modo tan radical, que invita a imaginar, como si fuera un juego de crítica ficción, el impacto del nuevo nombre en la lectura de la novela. La edición de Open Letter (Rochester , EE.UU., 2010) se titula The Sixty-Five Years of Washington . Como el lector recuerda, la fiesta del 65º cumpleaños del poeta Jorge Washington Noriega, llamado Washington por los amigos, es un evento destacado de la historia. El cumpleaños desata sentimientos contradictorios en dos personas que se han encontrado de casualidad en el centro de la ciudad de Santa Fe y se han puesto a caminar. Ellos son Leto, que no ha sido invitado a la fiesta, y el Matemático, que no ha asistido porque entonces no estaba en la ciudad. El Matemático se ha encontrado con alguien que le ha dado detalles del cumpleaños y entre otras cosas, mientras ambos caminan, se los refiere a Leto, quien agrega elementos provenientes de comentarios recibidos por su lado.
Entre los títulos de Saer, Glosa, en tanto tal, es de los que más explícitamente apunta tanto al principio compositivo de una novela en la que nada queda sin explicación, como a la operación de desarrollar, ampliar, variar, explicar una serie de nudos existenciales y dramáticos de los protagonistas. Como El limonero real, el título Glosa representa y denota distintos aspectos y jerarquías de la novela que nombra. Pero si por un momento imaginamos el título Los sesenta y cinco años de Washington para esa novela, sentimos que se disuelve ese curioso igualitarismo entre los elementos y aspectos de la narración, desde los mundanos a los políticos, que la neutralidad aparente de la operación retórica incluida en la palabra “glosa” estipulaba.
Pero acaso lo sentimos porque estamos acostumbrados a ello. Por suerte un texto no es solamente los lazos que teje con el título. Según los editores de Open Letter, “Gloss” habría sido una elección inadecuada. La palabra alude en primer lugar al brillo o lustre sobre una superficie, o a una apariencia atractiva, y de modo restrictivamente literario alude a la idea de glosa como en castellano. ¿Leeríamos de otra manera Glosa si se llamara Los sesenta y cinco años de Washington (o, peor, El 65° cumpleaños de Washington)? Probablemente no, pero se perdería el efecto elegíaco que una palabra como glosa brinda en la circunstancia del texto.
Es difícil saber cómo se leerá The Sixty-Five Years of Washington, pero casi seguro que en las librerías el título va a producir un primer momento de curiosidad, porque la mera alusión bastará para ubicar la novela en la red de combinaciones letradas e históricas, apócrifas o reales, en la que a veces las novelas contemporáneas se apoyan para tramar sus historias. (Y si ello ocurre, aunque pasajera, será una impresión instalada en las antípodas de las premisas literarias de Saer.)
Sin embargo, no me parece que la decisión de los editores haya sido desacertada. Al contrario, creo que tiene el mérito de someter al texto a una suerte de actualización cultural a través del nuevo título. Pero sobre todo me interesa ver el tipo de trances al que se pliega un objeto cuando es traducido, como si quedara huérfano y como reparación debiera volver a nacer.
No puedo dejar de vincular esto con otra “experiencia de traducción” relacionada con este autor. Unas semanas atrás, un domingo a la mañana tres amigos nos internamos en el cementerio de Père Lachaise, en París, a la búsqueda de la lápida de Saer. La única información que teníamos era que estaba en el Crematorium, o sea en los nichos, probablemente en el segundo nivel. Al llegar al lugar pensamos que sería imposible dar con la lápida, pero con paciencia la encontramos. Nada llama la atención en la placa de Saer, completamente igual a las demás en tamaño, y de color negro como muchas otras. Nada llama la atención excepto un detalle, una suerte de afrancesamiento del nombre. En la superficie puede leerse: Juan-José Saer (y abajo:) 1937-2005.
Puede pensarse que el guión es un detalle menor. Probablemente lo sea, al fin de cuentas no en vano Saer pasó en Francia más de la mitad de sus años. Pero son esos detalles los reveladores del comercio incierto con lo extranjero. Volvemos al punto del título del libro. Trasladando las dudas respecto de Glosa y Washington: ¿se lee distinto a Saer cuando sus dos nombres aparecen enlazados por un guión?
Uno sabe, se supone, cómo llega a una lengua. Pero no sabe cómo se quedará en ella.
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