domingo, 31 de julio de 2011
Posibilidades de negocios editoriales con Quebec
En el flyer de la izquierda hay información enviada a este blog por Sebastián Noejovich, Coordinador de Opción Libros de Buenos Aires, de la Dirección General de Industrias Creativas y Comercio Exterior del Ministerio de Desarrollo Económico del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.
sábado, 30 de julio de 2011
"Para nosotros lo más problemático es la situación laboral"
"Con motivo del III Encuentro Universitario-Profesional de la Traducción Literaria El ojo de Polisemo que se desarrolló la semana pasada en nuestra ciudad, hablamos con Carlos Fortea, decano de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Salamanca, y vicepresidente de ACE Traductores, coorganizador de las jornadas junto con la Sede Universitaria de la ciudad de Alicante. Traductor, profesor y escritor, la labor de Carlos Fortea incluye autores consagrados como Kafka, Hoffmann o Heinrich Heine. Iniciamos con él una charla para conocer de primera mano cuál es la situación actual de los traductores en España y en qué consiste el minucioso trabajo de un colectivo que no siempre tiene la visibilidad social que merece." Eso dice la bajada de la entrevista realizada por Raúl García Sáenz de Urturri publicada sin fecha en Información.es, de la provincia de Alicante.
–¿Cuál es su valoración sobre este encuentro entre profesionales y estudiantes de traducción?–Mi valoración, que la hago en nombre de la asociación ACE Traductores, es muy positiva. Tenemos la sensación de que desde el punto de vista de los objetivos es la edición más lograda de las tres, por cuanto cada vez nos dirigimos más, como un público claro de estas jornadas, a los estudiantes. Nuestra idea es poner en contacto el mundo profesional y el mundo universitario. Realmente nos interesa poner el énfasis en ponernos en contacto con los estudiantes y que puedan conocer de primera mano cómo es nuestro trabajo y qué posibilidades tiene, y qué posibilidades tienen ellos, y creo que en esta tercera edición lo hemos conseguido.
–¿Cómo ha sido la respuesta de los participantes?
–Ha sido excelente. Los estudiantes han manifestado su satisfacción de mil maneras distintas. Tenemos testimonios en Twitter, en FacebookÉ testimonios de lo que nos dijeron en el congreso. Además me gustaría resaltar que esta tercera edición es la vez que más estudiantes de más universidades han venido. Hemos tenido participantes de seis universidades, además de la Universidad de Alicante, que albergaba el evento. Eso es una satisfacción muy grande. Significa que El ojo de Polisemo tiene poder de convocatoria.
–Y que la temática está siendo atractiva para los estudiantes y profesionales de la traducción, entiendo.–Sí, claro, está siendo atractiva. Lógicamente la traducción literaria nunca es la primera opción de la gran mayoría de los estudiantes, pero incluso dentro de esto, es muy relevante la cantidad de gente que ha venido.
–En un aspecto más general, en lo que respecta a la situación de la traducción en España, ¿cuál es ahora la posición de los traductores profesionales en el mundo literario?–Para nosotros lo más problemático es la situación laboral, seguimos con una reivindicación permanente de varios puntos importantes. En primer lugar, todavía debemos atender a que la Ley de Propiedad Intelectual se cumpla en todos sus extremos, y es que todavía en nuestra relación con los editores hay ciertos aspectos por resolver. En una publicación reciente, El libro blanco de la traducción editorial en España que ha hecho ACE Traductores junto con el Ministerio de Cultura, se recogen los resultados de un estudio sociológico ante el colectivo del traductor, del que se desprende que todavía hay un porcentaje significativo de traductores que trabajan sin contrato, de traductores sin derechos de autor, de traductores que no reciben la información pertinente sobre los derechos de una obra... Y todo esto tiene que ser corregido. La segunda preocupación que tenemos como colectivo es la visibilidad social. Seguimos teniendo la sensación de que no se valora suficientemente la labor que supone dentro del mundo editorial el trabajo del traductor. Es muy frecuente todavía que veamos críticas de prensa en las que se obvia completamente la tarea del traductor, o se resalta únicamente cuando es negativa, cuando alguien tiene algo que criticar o protestar. Pero es muy frecuente también que un crítico ponga un entrecomillado y hable del magnífico estilo del autor, cuando realmente este entrecomillado recoja las palabras de un traductor que ha traducido un texto original y ese estilo del que habla el crítico es del traductor, realmente. Esas cuestiones siguen estando pendientes.
–Comenta por tanto que la relación con los editores tiene muchos temas sin resolver, no hay en estos momentos una relación perfecta.–Sin duda alguna. Hay muchos temas pendientes y en ese sentido cierta tensión, que desde luego no es deseable ni es querida por parte del colectivo. Lo que nosotros querríamos es tener una relación fácil, sólida, con nuestros clientes.
–¿Y con los autores? ¿Hay una relación estrecha o por el contrario es preferible no tener demasiado contacto con ellos?
–Depende de cada traductor. Hay traductores que tienen más tendencia a ponerse en contacto con los autores, y traductores que tienen una sensación de autonomía mayor, y que piensan que solamente tienen que recurrir al autor cuando tienen problemas irresolubles. Es una relación no siempre fácil; hay autores que simplemente no se preocupan de la traducción, y a veces tienen una tendencia a intervenir en un ámbito en el que no pueden entrar porque lo desconocen. Quien conoce la lengua de destino es el traductor, y por lo tanto sabe qué decisiones tiene que tomar, y a veces eso los autores no lo llevan bien. Es un aspecto que fluctúa mucho y depende mucho de los traductores, y de los autores dentro de un mismo traductor. Yo he tenido personalmente relación con varios autores y con algunos ha sido una relación muy superficial que no ha calado nada, y sin embargo con otros una relación muy estrecha y además muy buena.
–¿Esa relación entre traductores y autores ayuda a encontrar una traducción perfecta, o no existe como tal y en la labor de traducción se tienen que tomar decisiones de interpretación?–No, no necesariamente. El problema de las decisiones es un problema intrínseco al texto, no depende de la voluntad de nadie. Suelo decir muchas veces, se lo digo a mis alumnos, que los traductores no tienen que tomar decisiones salvo que no tengan más remedio. Hay un montón de ocasiones en que los textos ocultan dificultades que no se pueden solventar fácilmente por las diferencias de las dos lenguas y ahí el traductor tiene una tarea que solo puede hacer él, no depende del autor. Y hay otras ocasiones en las que hay ambigüedades, y esto es muy frecuente, de las que el autor no es consciente. Me ha pasado más de una vez, y a mis colegas les pasa lo mismo, que hay que hacer alguna consulta al autor sobre algún punto dudoso, y que el autor se sorprenda porque no era consciente realmente de haber escrito una frase ambigua. Eso es muy frecuente, ya que el proceso de escritura de un autor y el proceso de escritura de un traductor son muy diferentes. El autor tiene una cierta cantidad de tarea que en realidad es inconsciente, es una escritura no tan reflexiva como podríamos pensar. En cambio, el traductor hace una escritura analítica. Tiene que desmenuzar el texto por completo para saber todos los recovecos.
–Durante esa labor de análisis profundo del texto, ¿es conveniente que el traductor conozca también parte de la cultura, el contexto social o el entorno de la novela?–Es imprescindible. El traductor tiene que tener un conocimiento muy profundo de todo lo que es el entorno de la lengua de la que traduce para traducir correctamente. Hay que conocer la historia del país, hay que conocer la literatura del país, hay que saber en qué contexto se desarrolla el texto completo que está traduciendo. A veces eso es parte de la formación del traductor, y a veces es parte de la documentación concreta que hay que hacer para traducir un libro. En los últimos años, y está siendo interesante como desafío profesional, está surgiendo una generación de escritores híbridos, por ejemplo, de hijos de inmigrantes que utilizan una lengua, pero ubican sus textos en una cultura diferente, con lo cual el traductor se encuentra con que es la persona adecuada para traducir ese texto porque es quien conoce esa lengua, pero carece de conocimientos tan profundos como desearía sobre el entorno cultural, y entonces tiene que documentarse.
–En relación a los múltiples géneros literarios, ¿existen géneros que sean imposibles de traducir correctamente? Por ejemplo, ¿cómo se traslada con fidelidad el contenido de la poesía?–Imposibles de traducir hay pocos. La poesía tiene dificultades diferentes a las de la prosa, pero eso no la convierte en imposible. Lo que pasa es que exige del traductor unas capacidades creativas aún mayores que las habituales, porque la poesía, al tener unas implicaciones tan profundas entre fondo y forma, y al ser prácticamente inviable trasladar la forma de la misma manera, tiene que sustituirla de algún modo. En un momento dado, el traductor poético tiene que buscar una música propia para sustituir la música de la lengua original que se pierde, y tiene que buscar imágenes propias de varias figuras que son imposibles de traducir. Hay estupendos traductores de poesía y estupendas traducciones en poesía.
–Una vez terminada la traducción de un libro, ¿cómo se siente el traductor? Entiendo que se puede llegar a convertir en un libro muy próximo a la persona que ha trabajado tanto tiempo con él.–Sin duda alguna uno lo siente como obra propia, como la culminación de un trabajo muy intenso, hay una vinculación muy intensa con una obra que has vivido. Muchas veces hablamos de esa sensación, has pasado ocho meses viviendo en Rusia, en Alemania o Inglaterra, dentro de una obra literaria en la que realmente llegas a compenetrarte mucho. Naturalmente depende del libro, claro. Hay libros que apelan más al traductor, que empatizan más con él, y otros que menos. Hay que tener en cuenta que el traductor, además, es un profesional que traduce todo tipo de libros. No traduce sólo lo que le gusta, o sólo lo que elige, sino que estamos siempre trabajando con todo tipo de volúmenes
La intensa labor del traductor literario
–¿Cuál es su valoración sobre este encuentro entre profesionales y estudiantes de traducción?–Mi valoración, que la hago en nombre de la asociación ACE Traductores, es muy positiva. Tenemos la sensación de que desde el punto de vista de los objetivos es la edición más lograda de las tres, por cuanto cada vez nos dirigimos más, como un público claro de estas jornadas, a los estudiantes. Nuestra idea es poner en contacto el mundo profesional y el mundo universitario. Realmente nos interesa poner el énfasis en ponernos en contacto con los estudiantes y que puedan conocer de primera mano cómo es nuestro trabajo y qué posibilidades tiene, y qué posibilidades tienen ellos, y creo que en esta tercera edición lo hemos conseguido.
–¿Cómo ha sido la respuesta de los participantes?
–Ha sido excelente. Los estudiantes han manifestado su satisfacción de mil maneras distintas. Tenemos testimonios en Twitter, en FacebookÉ testimonios de lo que nos dijeron en el congreso. Además me gustaría resaltar que esta tercera edición es la vez que más estudiantes de más universidades han venido. Hemos tenido participantes de seis universidades, además de la Universidad de Alicante, que albergaba el evento. Eso es una satisfacción muy grande. Significa que El ojo de Polisemo tiene poder de convocatoria.
–Y que la temática está siendo atractiva para los estudiantes y profesionales de la traducción, entiendo.–Sí, claro, está siendo atractiva. Lógicamente la traducción literaria nunca es la primera opción de la gran mayoría de los estudiantes, pero incluso dentro de esto, es muy relevante la cantidad de gente que ha venido.
–En un aspecto más general, en lo que respecta a la situación de la traducción en España, ¿cuál es ahora la posición de los traductores profesionales en el mundo literario?–Para nosotros lo más problemático es la situación laboral, seguimos con una reivindicación permanente de varios puntos importantes. En primer lugar, todavía debemos atender a que la Ley de Propiedad Intelectual se cumpla en todos sus extremos, y es que todavía en nuestra relación con los editores hay ciertos aspectos por resolver. En una publicación reciente, El libro blanco de la traducción editorial en España que ha hecho ACE Traductores junto con el Ministerio de Cultura, se recogen los resultados de un estudio sociológico ante el colectivo del traductor, del que se desprende que todavía hay un porcentaje significativo de traductores que trabajan sin contrato, de traductores sin derechos de autor, de traductores que no reciben la información pertinente sobre los derechos de una obra... Y todo esto tiene que ser corregido. La segunda preocupación que tenemos como colectivo es la visibilidad social. Seguimos teniendo la sensación de que no se valora suficientemente la labor que supone dentro del mundo editorial el trabajo del traductor. Es muy frecuente todavía que veamos críticas de prensa en las que se obvia completamente la tarea del traductor, o se resalta únicamente cuando es negativa, cuando alguien tiene algo que criticar o protestar. Pero es muy frecuente también que un crítico ponga un entrecomillado y hable del magnífico estilo del autor, cuando realmente este entrecomillado recoja las palabras de un traductor que ha traducido un texto original y ese estilo del que habla el crítico es del traductor, realmente. Esas cuestiones siguen estando pendientes.
–Comenta por tanto que la relación con los editores tiene muchos temas sin resolver, no hay en estos momentos una relación perfecta.–Sin duda alguna. Hay muchos temas pendientes y en ese sentido cierta tensión, que desde luego no es deseable ni es querida por parte del colectivo. Lo que nosotros querríamos es tener una relación fácil, sólida, con nuestros clientes.
–¿Y con los autores? ¿Hay una relación estrecha o por el contrario es preferible no tener demasiado contacto con ellos?
–Depende de cada traductor. Hay traductores que tienen más tendencia a ponerse en contacto con los autores, y traductores que tienen una sensación de autonomía mayor, y que piensan que solamente tienen que recurrir al autor cuando tienen problemas irresolubles. Es una relación no siempre fácil; hay autores que simplemente no se preocupan de la traducción, y a veces tienen una tendencia a intervenir en un ámbito en el que no pueden entrar porque lo desconocen. Quien conoce la lengua de destino es el traductor, y por lo tanto sabe qué decisiones tiene que tomar, y a veces eso los autores no lo llevan bien. Es un aspecto que fluctúa mucho y depende mucho de los traductores, y de los autores dentro de un mismo traductor. Yo he tenido personalmente relación con varios autores y con algunos ha sido una relación muy superficial que no ha calado nada, y sin embargo con otros una relación muy estrecha y además muy buena.
–¿Esa relación entre traductores y autores ayuda a encontrar una traducción perfecta, o no existe como tal y en la labor de traducción se tienen que tomar decisiones de interpretación?–No, no necesariamente. El problema de las decisiones es un problema intrínseco al texto, no depende de la voluntad de nadie. Suelo decir muchas veces, se lo digo a mis alumnos, que los traductores no tienen que tomar decisiones salvo que no tengan más remedio. Hay un montón de ocasiones en que los textos ocultan dificultades que no se pueden solventar fácilmente por las diferencias de las dos lenguas y ahí el traductor tiene una tarea que solo puede hacer él, no depende del autor. Y hay otras ocasiones en las que hay ambigüedades, y esto es muy frecuente, de las que el autor no es consciente. Me ha pasado más de una vez, y a mis colegas les pasa lo mismo, que hay que hacer alguna consulta al autor sobre algún punto dudoso, y que el autor se sorprenda porque no era consciente realmente de haber escrito una frase ambigua. Eso es muy frecuente, ya que el proceso de escritura de un autor y el proceso de escritura de un traductor son muy diferentes. El autor tiene una cierta cantidad de tarea que en realidad es inconsciente, es una escritura no tan reflexiva como podríamos pensar. En cambio, el traductor hace una escritura analítica. Tiene que desmenuzar el texto por completo para saber todos los recovecos.
–Durante esa labor de análisis profundo del texto, ¿es conveniente que el traductor conozca también parte de la cultura, el contexto social o el entorno de la novela?–Es imprescindible. El traductor tiene que tener un conocimiento muy profundo de todo lo que es el entorno de la lengua de la que traduce para traducir correctamente. Hay que conocer la historia del país, hay que conocer la literatura del país, hay que saber en qué contexto se desarrolla el texto completo que está traduciendo. A veces eso es parte de la formación del traductor, y a veces es parte de la documentación concreta que hay que hacer para traducir un libro. En los últimos años, y está siendo interesante como desafío profesional, está surgiendo una generación de escritores híbridos, por ejemplo, de hijos de inmigrantes que utilizan una lengua, pero ubican sus textos en una cultura diferente, con lo cual el traductor se encuentra con que es la persona adecuada para traducir ese texto porque es quien conoce esa lengua, pero carece de conocimientos tan profundos como desearía sobre el entorno cultural, y entonces tiene que documentarse.
–En relación a los múltiples géneros literarios, ¿existen géneros que sean imposibles de traducir correctamente? Por ejemplo, ¿cómo se traslada con fidelidad el contenido de la poesía?–Imposibles de traducir hay pocos. La poesía tiene dificultades diferentes a las de la prosa, pero eso no la convierte en imposible. Lo que pasa es que exige del traductor unas capacidades creativas aún mayores que las habituales, porque la poesía, al tener unas implicaciones tan profundas entre fondo y forma, y al ser prácticamente inviable trasladar la forma de la misma manera, tiene que sustituirla de algún modo. En un momento dado, el traductor poético tiene que buscar una música propia para sustituir la música de la lengua original que se pierde, y tiene que buscar imágenes propias de varias figuras que son imposibles de traducir. Hay estupendos traductores de poesía y estupendas traducciones en poesía.
–Una vez terminada la traducción de un libro, ¿cómo se siente el traductor? Entiendo que se puede llegar a convertir en un libro muy próximo a la persona que ha trabajado tanto tiempo con él.–Sin duda alguna uno lo siente como obra propia, como la culminación de un trabajo muy intenso, hay una vinculación muy intensa con una obra que has vivido. Muchas veces hablamos de esa sensación, has pasado ocho meses viviendo en Rusia, en Alemania o Inglaterra, dentro de una obra literaria en la que realmente llegas a compenetrarte mucho. Naturalmente depende del libro, claro. Hay libros que apelan más al traductor, que empatizan más con él, y otros que menos. Hay que tener en cuenta que el traductor, además, es un profesional que traduce todo tipo de libros. No traduce sólo lo que le gusta, o sólo lo que elige, sino que estamos siempre trabajando con todo tipo de volúmenes
viernes, 29 de julio de 2011
Between no more and drink a chair
La foto de la izquierda, tomada de un blog sobre castellano y traducciones de los Estados Unidos, tal vez sirva para alertar sobre lo poco que saben de castellano y lo poco que les importa a los yanquis. Perfectamente podría integrar el Proyecto Cartele. Pero, si se presta atención, se verá que el disparate va más allá de la traducción literal, ya que incluye cierta condición disléxica por parte del que pintó el cartel. ¿O es que se había despertado muy temprano, más precisamente al abla?
jueves, 28 de julio de 2011
Es verdad que Marx y Engels siguieron con atención el rastro de sus traductores y se preocuparon por la calidad de las versiones
El traductor español David Paradela López publicó la siguiente columna en El Trujamán el 11 de julio pasado. De acuerdo con lo que se indica, habrá una segunda parte. Mientras la esperamos, sale la primera.
"Un mundo que ganar":
la traducción del Manifiesto Comunista (I)*
El Manifest der Kommunistischen Partei fue publicado en alemán en febrero de 1848 por la Workers’ Educational Association de Londres y, a pesar de sus llamativos tipos góticos de importación teutona, pasó sin pena ni gloria. En 1866 —tras algunas correcciones y reediciones menores— el Manifiesto se publicó por vez primera en Alemania, pero su fortuna dio un giro a partir de 1872: ese año, el panfleto volvió a imprimirse, esta vez con éxito, y las traducciones empezaron a sucederse.
La historia de las primeras traducciones del manifiesto sigue envuelta en contradicciones: no está muy claro, por ejemplo, qué versiones aparecieron antes de la edición de 1866; se sabe de una al sueco, de finales de 1848, y otra al inglés, de 1850, que no tardaron en quedar fuera de circulación. George Julian Harney señala, en su introducción a la versión inglesa aparecida en The Red Republican en 1850, que «la confusión que siguió a ese gran acontecimiento [la revolución parisina de 1848] impidió cumplir, en su momento, la intención de traducirlo a todas las lenguas de la Europa civilizada». Sin embargo, en el prólogo a la edición alemana de 1872, escriben Marx y Engels: «La primera versión francesa apareció en París poco antes de la insurrección de junio de 1848 […]. En polaco, fue publicado en Londres poco después de su primera edición alemana. En ruso, en Ginebra, en la década de 1860. También fue traducido al danés poco después de su publicación». Misterios de la transmisión textual.
Si algo es indiscutible, es que Marx y Engels siguieron con atención el rastro de sus traductores y que se preocuparon por la calidad de las versiones: en el prólogo a la edición inglesa de 1888 llaman «heroica» a Vera Sasulich, artífice de la segunda traducción rusa, aparecida en Ginebra en 1882, y autora del atentado contra el coronel Trepov, el brutal gobernador de San Petersburgo; Engels se lamenta, en el prólogo a la edición alemana de 1890, de que «el traductor [danés] hubiese podido realizar una excelente tarea con un poco más de cuidado». En ese mismo prólogo se comparan y critican versiones: Engels asegura que la nueva traducción francesa aparecida en Le Socialiste de París en 1886 «es la mejor aparecida hasta la fecha» y se felicita de que, tras varias «traducciones norteamericanas más o menos inexactas, apareció finalmente una traducción auténtica en 1888. La misma pertenece a mi amigo Samuel Moore y antes de su impresión hemos vuelto a revisarla juntos».
Entretanto se dieron casos curiosos, como el de Helen Macfarlane, la misteriosa traductora del manifiesto al inglés, de la que apenas sabemos que en 1850 publicó unos artículos en The Democratic Review y The Red Republican con el nombre de pluma de Howard Morton (quizá incluso entre los comunistas una mujer era buena para traducir pero no para opinar; recordemos que el prólogo a su traducción lo firma un hombre: George Julian Harney) y que ese mismo año desapareció sin dejar rastro de los archivos del censo. O como la anécdota del traductor al armenio, relatada por Engels en el citado prólogo de 1890: «En 1887 se le ofreció el manuscrito de una traducción armenia a un editor de Constantinopla; pero el buen hombre no tuvo el valor necesario para imprimir algo que llevase el nombre de Marx y consideró que era preferible que el traductor figurase como autor, cosa que éste declinó». No fuera a ocurrirle lo que al malhadado traductor de «El milagro secreto», el cuento de Borges.
Seguirá.
* Ver la segunda parte el día 22 de agosto de 2011.
miércoles, 27 de julio de 2011
La experiencia de una traductora que reescribe, relee y repiensa su propia traducción
El sábado 23 de julio pasado, el escritor y editor Damián Tabarovsky publicó la siguiente columna en el diario Perfil, de la Argentina. En ella se discute una traducción que Selma Ancira (foto) realizó de la correspondencia entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke en 1984 y que volvió a traducir en el año 2000, con las modificaciones del caso.
En el reciente número del Diario de Poesía hay un dossier dedicado a “cartas de poetas”. No sé por qué, no es un tema que me entusiasma. Quizá por los restos que hay en mí de ciertas lecturas de juventud, cierta fascinación por la idea de la muerte del autor (la primacía del texto por sobre la vida). A diferencia de muchos de mis amigos, no siento casi ningún tipo de fetichismo por los escritores y sus anécdotas, y de hecho leo pocas biografías (casi no recuerdo escritor sobre el que haya leído dos biografías diferentes).
No obstante, de parado, en el subte, comienzo la lectura del Diario de Poesía con la selección que hacen de algunas cartas entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke.
A contramano de lo que venía diciendo, ya había leído esas cartas, incluidas en el epistolario completo entre los tres poetas, en la vieja edición publicada por Siglo XXI de México, bajo el título de Cartas del verano de 1926 (el mismo título que reproduce el Diario en su selección). Pero antes de la primera carta, el Diario agrega un pequeño texto, que vale la pena reproducir: “Cartas del verano de 1926, el epistolario entre Tsvietáieva, Rilke y Pasternak, apareció en castellano en 1984, cuando aún no existía como libro en ruso y Tsvietáieva no formaba parte de la cultura del mundo hispánico. Lo tradujo Selma Ancira, eslavista, crítica y traductora, nacida en México en 1956, seducida por la intensidad de las cartas y la personalidad de Marina Tsvietáieva. Partiendo de unas copias mecanografiadas que cayeron en sus manos por casualidad afortunada, preparó aquella primera traducción (...). Ahora, al cabo de treinta años, Selma Ancira ha decidido traducir el libro de nuevo, basándose en la última edición rusa, la del año de 2000, que incluye nuevas cartas y poemas” (en castellano pronto lo publicará la buena editorial catalana Minúscula).
Es cierto: hacia 1984 poco se conocía de Tsvietáieva en castellano. Recién en 1990 y 1991 Ancira publica sus traducciones de El poeta y el tiempo y El diablo, en Anagrama, y en 1992, de Indicios terrestres, en la desaparecida editorial Versal, sumados en esos mismos comienzos del los 90 a las traducciones –a cargo de Elizabeth Burgos, versionadas por Severo Sarduy– de Carta a la amazona y Tres poemas mayores, en la editorial Hiperión.
La experiencia de una traductora que reescribe, relee, repiensa su propia traducción me parece más que interesante. Y entonces, ya en mi casa, cotejo las cartas de la edición nueva con las de la vieja. Y leo, hacia el final del primer párrafo de la primera carta de Tsvietáieva a Rilke, esta frase: “Somos nosotros quienes elegimos nombres, y todo lo que acontece después es sólo –el resultado de tal elección”. Luego la comparo con la versión de 1984, y encuentro que donde ahora dice “resultado”, antes Ancira escribía “consecuencia”: “Todo lo que acontece después es sólo la consecuencia de tal elección” (en la traducción original falta también el guión antes de resultado/consecuencia, tan propio del estilo de Tsvietáieva, al menos tal como la leemos en sus traducciones; igual que varios signos de exclamación que aparecen en la versión reciente).
Luego voy a mi diccionario de sinónimos y antónimos (el Compact Océano, uno no demasiado bueno) y veo que “consecuencia” es la primera opción de sinónimo para “resultado”. Levemente decepcionado (hubiera querido elaborar una teoría sobre la diferencia entre resultado y consecuencia, pero no la hay), rápidamente cambio de opinión: en esa pequeña modificación, casi insignificante, Ancira coloca la traducción en el borde interno de la literatura. En ese detalle, como un poeta, la traductora busca la palabra precisa, la traducción perfecta a la que, por supuesto, nunca se llega.
Poesía y sinónimo
En el reciente número del Diario de Poesía hay un dossier dedicado a “cartas de poetas”. No sé por qué, no es un tema que me entusiasma. Quizá por los restos que hay en mí de ciertas lecturas de juventud, cierta fascinación por la idea de la muerte del autor (la primacía del texto por sobre la vida). A diferencia de muchos de mis amigos, no siento casi ningún tipo de fetichismo por los escritores y sus anécdotas, y de hecho leo pocas biografías (casi no recuerdo escritor sobre el que haya leído dos biografías diferentes).
No obstante, de parado, en el subte, comienzo la lectura del Diario de Poesía con la selección que hacen de algunas cartas entre Marina Tsvietáieva, Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke.
A contramano de lo que venía diciendo, ya había leído esas cartas, incluidas en el epistolario completo entre los tres poetas, en la vieja edición publicada por Siglo XXI de México, bajo el título de Cartas del verano de 1926 (el mismo título que reproduce el Diario en su selección). Pero antes de la primera carta, el Diario agrega un pequeño texto, que vale la pena reproducir: “Cartas del verano de 1926, el epistolario entre Tsvietáieva, Rilke y Pasternak, apareció en castellano en 1984, cuando aún no existía como libro en ruso y Tsvietáieva no formaba parte de la cultura del mundo hispánico. Lo tradujo Selma Ancira, eslavista, crítica y traductora, nacida en México en 1956, seducida por la intensidad de las cartas y la personalidad de Marina Tsvietáieva. Partiendo de unas copias mecanografiadas que cayeron en sus manos por casualidad afortunada, preparó aquella primera traducción (...). Ahora, al cabo de treinta años, Selma Ancira ha decidido traducir el libro de nuevo, basándose en la última edición rusa, la del año de 2000, que incluye nuevas cartas y poemas” (en castellano pronto lo publicará la buena editorial catalana Minúscula).
Es cierto: hacia 1984 poco se conocía de Tsvietáieva en castellano. Recién en 1990 y 1991 Ancira publica sus traducciones de El poeta y el tiempo y El diablo, en Anagrama, y en 1992, de Indicios terrestres, en la desaparecida editorial Versal, sumados en esos mismos comienzos del los 90 a las traducciones –a cargo de Elizabeth Burgos, versionadas por Severo Sarduy– de Carta a la amazona y Tres poemas mayores, en la editorial Hiperión.
La experiencia de una traductora que reescribe, relee, repiensa su propia traducción me parece más que interesante. Y entonces, ya en mi casa, cotejo las cartas de la edición nueva con las de la vieja. Y leo, hacia el final del primer párrafo de la primera carta de Tsvietáieva a Rilke, esta frase: “Somos nosotros quienes elegimos nombres, y todo lo que acontece después es sólo –el resultado de tal elección”. Luego la comparo con la versión de 1984, y encuentro que donde ahora dice “resultado”, antes Ancira escribía “consecuencia”: “Todo lo que acontece después es sólo la consecuencia de tal elección” (en la traducción original falta también el guión antes de resultado/consecuencia, tan propio del estilo de Tsvietáieva, al menos tal como la leemos en sus traducciones; igual que varios signos de exclamación que aparecen en la versión reciente).
Luego voy a mi diccionario de sinónimos y antónimos (el Compact Océano, uno no demasiado bueno) y veo que “consecuencia” es la primera opción de sinónimo para “resultado”. Levemente decepcionado (hubiera querido elaborar una teoría sobre la diferencia entre resultado y consecuencia, pero no la hay), rápidamente cambio de opinión: en esa pequeña modificación, casi insignificante, Ancira coloca la traducción en el borde interno de la literatura. En ese detalle, como un poeta, la traductora busca la palabra precisa, la traducción perfecta a la que, por supuesto, nunca se llega.
martes, 26 de julio de 2011
Muerte de un traductor
La noticia nos llega con unos días de atraso. Según comenta el diario El País, de España, del 13 de julio pasado, ha muerto Ramón Sánchez Lizarralde (foto), ex presidente de ACEtt y traductor español del albanés, a quien se debe la obra de Ismail Kadaré en castellano. La nota que lo recuerda lleva la firma de Carlos Fortea, decano de la Facultad de Traducción y Documentación de la Universidad de Salamanca.
El domingo, en Asturias, se nos murió a los traductores Ramón Sánchez Lizarralde, e Ismail Kadaré se quedó sin voz, presa de una súbita afonía, y como en una extraña interferencia sus lectores de lengua española pensaron que había enmudecido.
Ramón Sánchez Lizarralde (Valladolid, 1951) empezó a regalarnos a Ismail Kadaré a su regreso de Albania, donde le habían llevado la curiosidad y la política. Escritor y traductor entraron en el panorama editorial español como un torrente: 30 libros en 25 años, que reportarían al autor nada menos que el Príncipe de Asturias de las Letras y a su traductor el Premio Nacional de Traducción.
Durante todos estos años, Ramón ha sido el embajador de la literatura albanesa, que es como decir la voz de Albania, en una España que lo ignoraba todo de ese país pequeño y torturado por sus propios Gobiernos y por el olvido. Además de al universal Kadaré, tradujo a Fatos Kongoli, Bashkim Seku, Luan Starova y otra media docena de autores albaneses, a quienes prestó sus imprescindibles palabras para que desde su rincón de Europa pudieran llegar a 400 millones de hispanohablantes. Así lo reconoció el Gobierno albanés al distinguirle con la Pluma de Plata, y el español al otorgarle la Orden del Mérito Civil por su contribución al conocimiento y la amistad entre ambos pueblos.
Pero Ramón daba para mucho más: los traductores le recordaremos como el presidente de nuestra asociación entre 1995 y 2001, nuestro representante en Cedro durante muchos años, el primer director de la revista Vasos comunicantes y, sobre todo, aquel compañero alto de larga melena negra, de perfil aguileño que recordaba vagamente a los autorretratos de Gauguin, que siempre tenía una palabra amable para los compañeros entonces jóvenes que nos pasábamos por la vieja sede de la asociación. Lo recuerdo en la nave central de la iglesia del monasterio de Veruela, inaugurando año tras año las jornadas de traducción literaria de Tarazona, llamando la atención sobre nuestros problemas, peleando por los derechos de autor de los traductores. Le recuerdo en los bares de Tarazona en los que prolongábamos los talleres y conferencias en largas veladas literarias. Ese recuerdo es hoy el recuerdo de muchos.
Su ausencia deja un vacío y un reto: alguien tendrá ahora que devolver la voz a un Kadaré seguramente mudo por la tristeza cuando haya recibido la noticia, como tantos otros. A la representante de la asociación de traductores le llegó, al día siguiente al fallecimiento, un escueto comunicado de la sociedad de gestión de derechos de autor Cedro que se me antoja escrito por el propio Ramón, porque representa perfectamente su sentido de la dignidad y la lucha. Si no son sus palabras, bien podrían serlo, y creo que deben poner colofón a esta despedida. Dicen que Ramón "ha muerto sosegadamente, tras disfrutar las tardes y noches anteriores de la luz, la lluvia y el paisaje, la música, los cigarrillos BN, el gin-tonic y la tertulia con su mujer y sus amigos".
Ramón Sánchez Lizarralde,
la voz del albanés en España
El domingo, en Asturias, se nos murió a los traductores Ramón Sánchez Lizarralde, e Ismail Kadaré se quedó sin voz, presa de una súbita afonía, y como en una extraña interferencia sus lectores de lengua española pensaron que había enmudecido.
Ramón Sánchez Lizarralde (Valladolid, 1951) empezó a regalarnos a Ismail Kadaré a su regreso de Albania, donde le habían llevado la curiosidad y la política. Escritor y traductor entraron en el panorama editorial español como un torrente: 30 libros en 25 años, que reportarían al autor nada menos que el Príncipe de Asturias de las Letras y a su traductor el Premio Nacional de Traducción.
Durante todos estos años, Ramón ha sido el embajador de la literatura albanesa, que es como decir la voz de Albania, en una España que lo ignoraba todo de ese país pequeño y torturado por sus propios Gobiernos y por el olvido. Además de al universal Kadaré, tradujo a Fatos Kongoli, Bashkim Seku, Luan Starova y otra media docena de autores albaneses, a quienes prestó sus imprescindibles palabras para que desde su rincón de Europa pudieran llegar a 400 millones de hispanohablantes. Así lo reconoció el Gobierno albanés al distinguirle con la Pluma de Plata, y el español al otorgarle la Orden del Mérito Civil por su contribución al conocimiento y la amistad entre ambos pueblos.
Pero Ramón daba para mucho más: los traductores le recordaremos como el presidente de nuestra asociación entre 1995 y 2001, nuestro representante en Cedro durante muchos años, el primer director de la revista Vasos comunicantes y, sobre todo, aquel compañero alto de larga melena negra, de perfil aguileño que recordaba vagamente a los autorretratos de Gauguin, que siempre tenía una palabra amable para los compañeros entonces jóvenes que nos pasábamos por la vieja sede de la asociación. Lo recuerdo en la nave central de la iglesia del monasterio de Veruela, inaugurando año tras año las jornadas de traducción literaria de Tarazona, llamando la atención sobre nuestros problemas, peleando por los derechos de autor de los traductores. Le recuerdo en los bares de Tarazona en los que prolongábamos los talleres y conferencias en largas veladas literarias. Ese recuerdo es hoy el recuerdo de muchos.
Su ausencia deja un vacío y un reto: alguien tendrá ahora que devolver la voz a un Kadaré seguramente mudo por la tristeza cuando haya recibido la noticia, como tantos otros. A la representante de la asociación de traductores le llegó, al día siguiente al fallecimiento, un escueto comunicado de la sociedad de gestión de derechos de autor Cedro que se me antoja escrito por el propio Ramón, porque representa perfectamente su sentido de la dignidad y la lucha. Si no son sus palabras, bien podrían serlo, y creo que deben poner colofón a esta despedida. Dicen que Ramón "ha muerto sosegadamente, tras disfrutar las tardes y noches anteriores de la luz, la lluvia y el paisaje, la música, los cigarrillos BN, el gin-tonic y la tertulia con su mujer y sus amigos".
lunes, 25 de julio de 2011
Escritores que son traductores
Publicado el 8 de julio de 2010 en La Razón, de España, el siguiente artículo, sin firma, trata sobre traductores que también son escritores, lo que probablemente no sea lo mismo, pero tal vez es igual. O puede que casi. Pero no sé. ¿Me explico?
Siempre han existido autores que han vivido en el laberinto idiomático. El crítico literario George Steiner aseguraba en sus memorias, Errata (Siruela), que en su casa las frases comenzaban en un idioma, proseguían en otro y acababan en un tercero. Joseph Conrad arrinconó el polaco de su Cracovia natal para moldear las tinieblas de su imaginación con el habla de Shakespeare. Y Samuel Beckett debió encontrar en el francés un punto absurdo que no debió ver en el inglés.
Neutralizar las influencias
¿Pero cómo repercute en la literatura desenvolverse en diferentes lenguajes? El novelista y traductor Javier Calvo (foto), autor de la reciente Corona de flores (Mondadori), maneja el castellano, el catalán y el inglés. «Creo que soy trilingüe. Leo, traduzco y me expreso al mismo nivel con las tres. Como consumidor de libros no hago distinciones, pero cuando escribo intento neutralizar toda la influencia de otros idiomas. Intento distanciarme con mayor o menor fortuna».
Juana Salabert, que ha publicado El bulevar del miedo, Premio Fernando Quiñones, es bilingüe. Francés y español. Es traductora y novelista, y distingue perfectamente la raya que separa la labor del traductor, de la del escritor: «En mi caso hay una clara influencia muy fuerte del ritmo del francés en mi español. Sobre todo en las subordinadas. Algo que remarcan los hispanistas franceses que me traducen. Por norma, cuando traduzco intento no escribir una obra a la vez. También repercute en mí a la hora de estructurar una novela, quizá porque desde muy joven leí a autores como Flaubert».
Uno de los temores que existen, y que es frecuente en personas que viven en un país distinto al suyo, es una posible contaminación. Un trasvase de estructuras y de vocabulario (la semejanza de significantes induce a errores) que son correctos en una lengua, pero que son esquivocados en otro. El novelista Fernando Aramburu, que acaba de editar Viaje con Clara por Alemania (Tusquets) reside en Alemania desde hace 25 años. Habla, lee y escribe en alemán. Lengua que comparte con su castellano natal y sus conocimientos en francés, euskera, inglés e italiano. Todo un arco lingüístico. «Conocer idiomas afecta de una manera determinante a la hora de escribir –comenta–. El influjo es casi siempre positivo. Un segundo, un tercer idioma suponen un segundo, un tercer enfoque intelectivo y cultural de la realidad, lo que automáticamente hace a esta más diversa y, por tanto, más rica. Por medio de los idiomas adquiridos el escritor ingresa sin intermediarios en nuevas tradiciones literarias. De pronto el mundo adquiere facetas imprevistas, lo que ayuda a resquebrajar los dogmas, las verdades inamovibles, las certidumbres de mármol. Recuerdo en este sentido la sorpresa que me llevé al comprobar que Luna, en alemán («der Mond»), es masculino y como tal es representada en los libros infantiles, con cara de señor y bigote, mientras que Sol («die Sonne») es femenino y en todas partes aparece representado como una mujer. Mis hijas bilingües jamás han tenido un problema por ello».
Unai Elorriaga, que ha publicado Londres es de cartón (Alfaguara) escribe en vasco, pero él mismo se traduce al castellano. «Lo hago porque soy traductor y sé que un traductor siempre te traiciona. “Traitore”. No te entienden bien o no lo saben transmitir, o porque lo que existe detrás de la frase es un aporte cultural y el otro no lo conoce. Creo que el mejor traductor es el autor». Una de los aspectos que le interesan son las limitaciones de un idioma. «Según qué pasajes, hay partes que se pierden, porque se transmiten imágenes que no funcionan en castellano, no tienes capacidad. Y otras veces, al traducir, dices: ha quedado genial y en el original era anodino», subraya Elorriaga. En este punto, Aramburu también aporta su propia experiencia sobre las fronteras de una lengua: «El percatarse de cuestiones como ésta se me figura esencial para un escritor, particularmente para aquel que se cuestiona en todo momento la validez y eficacia del idioma en que se expresa. Soy de la opinión de que para dominar el idioma propio hay que aprender a toda costa otros. La pena es que una vida humana no alcanza para aprender sino unos pocos».
Un desenlance
Javier Calvo reconoce una de las ventajas del escritor que traduce: «El hecho de traducir es una ventaja a la hora de escribir. Conoces la literatura de una manera íntima, estrecha. Manejas textos ajenos. Los conoces por dentro y aprender cómo un autor afronta una escena de diferentes formas. Aprendes cuánto tiene que durar un desenlace, cómo se construye un personaje. Sobre todo adquieres conocimientos en cuestiones como técnica y construcción narrativa de escenas y capítulos. Lo que es bueno para un novelista».
Juana Salabert comenta que «hay un riesgo contaminación. Hay escritores, como Ana María Matute, que cuando están redactando una novela, no pueden leer nada de ficción. La dejan aparcada, porque hay un nivel inconsciente que funciona. Además, en el caso del francés y el italiano están relacionados. A mí, después de hablar varios días en francés me cuesta regresar al castellano. A veces sucede, también, que que tienes la imagen mental de una palabra que es francesa, cuando la que buscaba es la española. Hay vocabulario que vives por el sonido, y puedes preferirlo en un idioma que en otro».
La industria "auxiliar"
Pero vocaciones aparte, hay explicaciones más peregrinas para la dedicación al gris oficio de traductor: tan sencillas como llegar a fin de mes. Porque, salvo excepciones de superventas, muchos de nuestros escritores deben dedicarse a la «industria auxiliar» de la creación literaria. Y una de las formas de «economía sumergida» más recurrente es la de traductor, con seudónimo o sin él. Porque si vivir de la pluma es difícil, las traducciones son un ingreso extra para los que no tienen un puesto de funcionario que compatibilizar con las novelas. Famosos por su afán traductor fue Borges y lo es Marías, que incluso lo han plasmado en sus novelas.
Pero también han pasado por ese trance muchos otros, como César Aira, que define la actividad «como una de las más obsesivas y solitarias, que terminan por aislarte». Antonio Tabucchi, que se enfrentó a la obra de Fernando Pessoa, dijo una vez que el lector «ve al escritor de esmoquin; al traductor lo ve en pijama».
El Babel interior de la literatura
Siempre han existido autores que han vivido en el laberinto idiomático. El crítico literario George Steiner aseguraba en sus memorias, Errata (Siruela), que en su casa las frases comenzaban en un idioma, proseguían en otro y acababan en un tercero. Joseph Conrad arrinconó el polaco de su Cracovia natal para moldear las tinieblas de su imaginación con el habla de Shakespeare. Y Samuel Beckett debió encontrar en el francés un punto absurdo que no debió ver en el inglés.
Neutralizar las influencias
¿Pero cómo repercute en la literatura desenvolverse en diferentes lenguajes? El novelista y traductor Javier Calvo (foto), autor de la reciente Corona de flores (Mondadori), maneja el castellano, el catalán y el inglés. «Creo que soy trilingüe. Leo, traduzco y me expreso al mismo nivel con las tres. Como consumidor de libros no hago distinciones, pero cuando escribo intento neutralizar toda la influencia de otros idiomas. Intento distanciarme con mayor o menor fortuna».
Juana Salabert, que ha publicado El bulevar del miedo, Premio Fernando Quiñones, es bilingüe. Francés y español. Es traductora y novelista, y distingue perfectamente la raya que separa la labor del traductor, de la del escritor: «En mi caso hay una clara influencia muy fuerte del ritmo del francés en mi español. Sobre todo en las subordinadas. Algo que remarcan los hispanistas franceses que me traducen. Por norma, cuando traduzco intento no escribir una obra a la vez. También repercute en mí a la hora de estructurar una novela, quizá porque desde muy joven leí a autores como Flaubert».
Uno de los temores que existen, y que es frecuente en personas que viven en un país distinto al suyo, es una posible contaminación. Un trasvase de estructuras y de vocabulario (la semejanza de significantes induce a errores) que son correctos en una lengua, pero que son esquivocados en otro. El novelista Fernando Aramburu, que acaba de editar Viaje con Clara por Alemania (Tusquets) reside en Alemania desde hace 25 años. Habla, lee y escribe en alemán. Lengua que comparte con su castellano natal y sus conocimientos en francés, euskera, inglés e italiano. Todo un arco lingüístico. «Conocer idiomas afecta de una manera determinante a la hora de escribir –comenta–. El influjo es casi siempre positivo. Un segundo, un tercer idioma suponen un segundo, un tercer enfoque intelectivo y cultural de la realidad, lo que automáticamente hace a esta más diversa y, por tanto, más rica. Por medio de los idiomas adquiridos el escritor ingresa sin intermediarios en nuevas tradiciones literarias. De pronto el mundo adquiere facetas imprevistas, lo que ayuda a resquebrajar los dogmas, las verdades inamovibles, las certidumbres de mármol. Recuerdo en este sentido la sorpresa que me llevé al comprobar que Luna, en alemán («der Mond»), es masculino y como tal es representada en los libros infantiles, con cara de señor y bigote, mientras que Sol («die Sonne») es femenino y en todas partes aparece representado como una mujer. Mis hijas bilingües jamás han tenido un problema por ello».
Unai Elorriaga, que ha publicado Londres es de cartón (Alfaguara) escribe en vasco, pero él mismo se traduce al castellano. «Lo hago porque soy traductor y sé que un traductor siempre te traiciona. “Traitore”. No te entienden bien o no lo saben transmitir, o porque lo que existe detrás de la frase es un aporte cultural y el otro no lo conoce. Creo que el mejor traductor es el autor». Una de los aspectos que le interesan son las limitaciones de un idioma. «Según qué pasajes, hay partes que se pierden, porque se transmiten imágenes que no funcionan en castellano, no tienes capacidad. Y otras veces, al traducir, dices: ha quedado genial y en el original era anodino», subraya Elorriaga. En este punto, Aramburu también aporta su propia experiencia sobre las fronteras de una lengua: «El percatarse de cuestiones como ésta se me figura esencial para un escritor, particularmente para aquel que se cuestiona en todo momento la validez y eficacia del idioma en que se expresa. Soy de la opinión de que para dominar el idioma propio hay que aprender a toda costa otros. La pena es que una vida humana no alcanza para aprender sino unos pocos».
Un desenlance
Javier Calvo reconoce una de las ventajas del escritor que traduce: «El hecho de traducir es una ventaja a la hora de escribir. Conoces la literatura de una manera íntima, estrecha. Manejas textos ajenos. Los conoces por dentro y aprender cómo un autor afronta una escena de diferentes formas. Aprendes cuánto tiene que durar un desenlace, cómo se construye un personaje. Sobre todo adquieres conocimientos en cuestiones como técnica y construcción narrativa de escenas y capítulos. Lo que es bueno para un novelista».
Juana Salabert comenta que «hay un riesgo contaminación. Hay escritores, como Ana María Matute, que cuando están redactando una novela, no pueden leer nada de ficción. La dejan aparcada, porque hay un nivel inconsciente que funciona. Además, en el caso del francés y el italiano están relacionados. A mí, después de hablar varios días en francés me cuesta regresar al castellano. A veces sucede, también, que que tienes la imagen mental de una palabra que es francesa, cuando la que buscaba es la española. Hay vocabulario que vives por el sonido, y puedes preferirlo en un idioma que en otro».
La industria "auxiliar"
Pero vocaciones aparte, hay explicaciones más peregrinas para la dedicación al gris oficio de traductor: tan sencillas como llegar a fin de mes. Porque, salvo excepciones de superventas, muchos de nuestros escritores deben dedicarse a la «industria auxiliar» de la creación literaria. Y una de las formas de «economía sumergida» más recurrente es la de traductor, con seudónimo o sin él. Porque si vivir de la pluma es difícil, las traducciones son un ingreso extra para los que no tienen un puesto de funcionario que compatibilizar con las novelas. Famosos por su afán traductor fue Borges y lo es Marías, que incluso lo han plasmado en sus novelas.
Pero también han pasado por ese trance muchos otros, como César Aira, que define la actividad «como una de las más obsesivas y solitarias, que terminan por aislarte». Antonio Tabucchi, que se enfrentó a la obra de Fernando Pessoa, dijo una vez que el lector «ve al escritor de esmoquin; al traductor lo ve en pijama».
domingo, 24 de julio de 2011
Hundir el bisturí en materia sensible
La escritora Anna-Kazumi Stahl (foto) publicó el viernes 22 de julio en ADN, la revista cultural del diario La Nación, de la Argentina, un largo artículo sobre la traducción literaria, que reproducimos a continuación. La bajada que lo precede dice: "Quienes traducen al castellano libros escritos en otras lenguas deben hundir el bisturí en materia sensible: cualquier traspié le resta sentido o belleza al conjunto. El trabajo es complejo y no está bien recompensado".
Tienen la palabra
Palabra de traductor
Un antropólogo cultural japonés me dijo una vez que las formas de diversión popular que se vuelven masivas en su país, aun cuando parezcan modernas y occidentales, mantienen una conexión con rituales antiguos, muchas veces espirituales. Cuando a ese pensador, que escribió sobre los lazos entre la modernidad manifiesta y una antigüedad menos visible pero presente, le propusieron traducir sus textos a lenguas occidentales, lo rechazó sin vacilar. Me sorprendió esa actitud cerrada en un intelectual dedicado a relacionar lo primitivo con la vida contemporánea, que había participado en proyectos académicos en Francia y en Canadá y que, sin embargo, insistía en que cualquier versión en un idioma occidental distorsionaría lo que él había formulado desde su sensibilidad japonesa. Sus obras se pueden leer en mandarín, pero no en inglés; en coreano y en bengalí, pero no en francés, un idioma que el propio autor domina.
Le dije que me parecía contradictoria su opinión de que se puede traducir de una lengua occidental al japonés, pero no del japonés a una lengua occidental. Él sostuvo que los escritores japoneses han puesto gran esfuerzo en lograr cambios en el idioma propio para poder conllevar la mentalidad occidental, pero que los occidentales no han hecho lo mismo. Terminó por dirigirme una mirada tan fija que me sentí en falta por haber dudado de lo que él decía.
¿Hay un "esfuerzo" que a los occidentales nos falta hacer? ¿No hemos leído, traducidos a todas las lenguas, a los grandes autores de la literatura universal? ¿No estamos viviendo en la era de la globalización? La producción de material de lectura va en aumento. Las estadísticas de la Unesco dicen que se publica un 25% más de libros hoy que hace 25 años y que la era digital sólo acelerará esta tendencia.
El intercambio de ideas ha dado un viraje, visible en las cantidades de libros que cruzan fronteras: en los años setenta la mayoría de los libros viajaba entre países de habla común, por ejemplo, de Alemania a Austria y a Suiza. A partir de los años noventa, y cada vez más, los libros salen, en su mayoría, de Estados Unidos y de Inglaterra y son traducidos después a decenas de idiomas distintos.
Un informe accesible en Internet aporta una visión esclarecedora de la situación. Se trata de "La extraducción en la Argentina: 2002-2008", de la fundación Teoría y Práctica de las Artes (TyPA).
Comienza por registrar este dato: el inglés es el tercer idioma en cuanto a la cantidad de hablantes que lo usan (el castellano es el segundo), pero ocupa el primer puesto en la producción, la exportación y la traducción de libros, con amplia diferencia sobre los demás idiomas. En la Unión Europea, el 60% de los libros publicados por año fueron escritos originalmente en inglés. El segundo puesto lo ocupan los libros escritos en alemán, con un pobre 14%, y el francés está en la tercera posición, con sólo el 10% de los libros publicados anualmente en Europa. (Estos porcentajes difieren de los citados en el recuadro de Edith Grossman, porque se basan en la lengua de origen, no en el hecho de ser o no traducidos.)
Parece ilógico que un país con larga trayectoria literaria disminuya la producción en su lengua precisamente en esta época de la comunicación. En Polonia, por ejemplo, sólo la mitad de los libros que se publican están escritos en polaco. El resto son obras extranjeras traducidas. Casi el 50% son novedades escritas y publicadas en Estados Unidos. Ahora bien: las estadísticas a veces esconden más de lo que revelan. Volvamos al ejemplo de Polonia: ¿será entonces que al lado de cada libro traducido hay un libro polaco? No, es peor, porque la producción de libros no es lo mismo que su distribución. De lo distribuido, el porcentaje de traducciones ha llegado al asombroso nivel del 85%. En consecuencia, lo que uno encuentra en polaco en las librerías polacas es sólo un 15% del total. Y Polonia no es la excepción: parece ser la regla. Turquía, el país del Premio Nobel Orhan Pamuk y del prodigioso Nazim Hikmet, y Portugal, el país de Pessoa y Saramago, están en condiciones similares. En España, el 24% de las publicaciones anuales son libros traducidos, mayoritariamente del inglés. En Francia, casi el 20%.
Mientras tanto, ¿qué porcentaje de las novedades que aparecen en Estados Unidos y en Inglaterra son traducciones de libros españoles, franceses, turcos, suecos o coreanos? Un pobrísimo tres por ciento. Estados Unidos e Inglaterra llevan ya cincuenta años como los países que más títulos producen, pero muchos más son los años que llevan sin incorporar más de tres obras extranjeras por cada 97 del entorno propio. Tan predominante es el inglés en cuanto a la producción de libros que, por ejemplo, la traducción al español de literaturas más distantes depende de que primero se traduzcan al inglés. Yasunari Kawabata llega a nuestro idioma por medio de la traducción inglesa.
Gabriela Adamo, encargada de la sección literatura para TyPA y fundadora de programas anuales que desde hace nueve años tienden puentes para conectar a editores extranjeros con traductores y autores locales, dice que no todas las noticias son malas: el inglés, como lingua franca para académicos e idioma líder en cantidad de lectores (aunque tercero en cantidad de hablantes, después del chino mandarín y el español), puede ser una puerta de entrada para la difusión de una obra en diversas lenguas. Aun así, nadie niega que, como puerta, tiene llave y cerradura y apenas una mirilla en lo alto.
Cervantes ha dicho: "El que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho", pero ¿qué pasa con aquel que puede andar mucho pero no puede leer más que el tres por ciento? En la última década, aunque las cifras no han cambiado, aparecieron tendencias positivas. Después del atentado del 11 de septiembre de 2001, la cantidad de universitarios estadounidenses que estudian en el extranjero aumentó un 250%. Se interpreta que ésa es una respuesta a la necesidad del estadounidense de salir al mundo y experimentar otras maneras de pensar y de vivir. Para salvar la brecha cultural se recomienda saltarla: viajar, ver y aprender, comunicarse y compartir. De ese modo, el pensamiento hegemónico puede democratizarse, humanizarse, enriquecerse.
Lectores con microscopios
Un escenario así reactualiza la importancia de los traductores. Sin embargo, ¿a cuántos conocemos, a cuántos podríamos nombrar? ¿Cuántos recuerdan que hay un santo de la traducción? (San Jerónimo, cuya versión al latín de la Biblia, previamente traducida al griego para su inclusión en la legendaria Biblioteca de Alejandría, costó años de minucioso trabajo.) Y si sabíamos que aquel Jerónimo fue el autor de la Vulgata latina, ¿recordamos también que su tarea le costó el cargo que tenía y que tuvo que terminarla en el exilio? No sería exagerado decir que los primeros traductores de los textos sagrados judeocristianos a otros idiomas se jugaron el pellejo.
Las primeras versiones de la Biblia en inglés fueron hechas por hombres píos y estudiosos, y a más de uno le costó la vida: en el siglo XIV, Wycliffe fue a parar a la hoguera; en el XV, Tyndale fue ahorcado e incinerado después. No es una hipérbole afirmar, como Emily Apter, de New York University, la autora de The Translation Zone: "La traducción es una zona de guerra".
El traductor hace su valiosísima labor en silencio y fuera de la vista de todos. Es casi como un ventrílocuo o un médium. La suya no es una tarea fácil ni mecánica. Desde niña me encanta zambullirme en las páginas de un buen libro y puedo leer en varios idiomas. No sería raro suponer que podría traducir literatura. No obstante, despues de haber probado con una novela, luego con otra y haber fracasado abominablemente, percibí que la traducción tiene más que ver con los modos misteriosos del arte que con el ágil saber de los gramáticos.
César Aira, narrador extraordinario y también traductor, describe a los traductores literarios como "lectores con microscopio", porque deben leer con una sensibilidad muy fina y precisa. Borges, que durante toda su vida hizo traducciones, solía decir que el traductor crea una obra literaria nueva que puede incluso superar la obra original, y felicitaba a su traductor al inglés, Norman Thomas di Giovanni, por haber mejorado sus cuentos. Vladimir Nabokov pensaba que, de su extensa producción, las dos obras que serían más recordadas eran la novela Lolita y la traducción que hizo de Eugene Onegin, la novela en verso de Pushkin, en la que trabajó diez años, más del doble que en la elaboración de cualquiera de sus 19 novelas.
Marcelo Cohen, que comenzó como traductor literario y es hoy uno de los narradores más innovadores e influyentes de su generación, insiste en que los del oficio merecen mayor reconocimiento. Opina que ser traductor y ser escritor son actividades relacionadas pero tan diferentes como tocar una partitura de otros y componer música propia.
Esa hermosa analogía me ha provocado un pensamiento que redobla mi consternación. ¿Por qué, mientras que en un disco (una sinfonía de Mahler, por ejemplo) los nombres de la orquesta, su director y sus principales solistas aparecen en la tapa y en grandes letras, en una novela rusa, alemana o japonesa hay que buscar en el rincón superior izquierdo de la página tres para dar con el nombre, impreso en letra pequeñísima, de quien la ha traído a nuestro idioma? De nuevo pienso en la condición del traductor literario, olvidado, obviado, un artista tan capaz como invisible.
Walter Benjamin, filósofo y traductor, aclaró en el prólogo a su versión de los poemas de Baudelaire: "La verdadera traducción, transparente, no oculta el original, no le hace sombra, sino que deja caer en toda su plenitud sobre él el lenguaje puro, como fortalecido por su mediación". Aquel lenguaje puro recuerda la leyenda de la Torre de Babel y el castigo de Dios: la división de las lenguas. ¿Será entonces la traducción el arte que podría restituir aquella condición originaria de mutua comprensión y convivencia pacífica que alguna vez experimentó la humanidad?
Hoy, nadie diría que la traducción goza de un aura legendaria, pero sí que debemos una profunda admiración a los traductores-artistas por acercarnos la literatura, que es abrirnos el mundo y permitirnos el acceso a obras que van desde el poema de Gilgamesh (del segundo milenio a.C.) hasta 1984. Se trata de cruzar fronteras. Hoy los japoneses leen Sobre héroes y tumbas por el esfuerzo y la pasión de un tal Tetsuyuki Ando. Y los alemanes leen al keniano Ngugi wa Thiong'o por la cooperación entre ese autor y la traductora Susanne Koehler.
A veces ni siquiera nos damos cuenta de cuán dinámico es el trabajo del traductor. Una anécdota local, de ambientación porteña, nos servirá de ilustración. En 1947, el polaco Witold Gombrowicz, varado en la Argentina cuando irrumpió la guerra, hizo la primera traducción de su novela Ferdydurke al español (que luego publicó la editorial Argos) en condiciones que tal vez sorprendan: en bares de la calle Corrientes, sin dominar el idioma local, con asesores que no hablaban polaco y sin diccionario polaco-español. Los supervisores eran los escritores cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu. Pero el autor también escuchaba las opiniones de otros compañeros de ajedrez y de copas. Gombrowicz usó aquella primera versión en castellano rioplatense para hacer la traducción francesa, que encaró con un francés, Roland Martin. Nacida a los grandes idiomas occidentales con un procedimiento tan poco ortodoxo, esa novela, con tanta circulación internacional, fue prohibida en el país del autor durante casi 30 años, a raíz de la censura política. Hoy Ferdydurke es de lectura obligatoria en las escuelas de Polonia.
Tienen la palabra
Se ha dicho muchas veces que el traductor literario tiene uno de los oficios más ingratos, porque la tarea es ardua y el pago es magro. Ni hablar del reconocimiento, nos grita Vladimir, desde el más allá. La historia lo confirma pero también parece indicar mejorías: en el siglo XIX se empezó a incluir el nombre del traductor en la primera página del libro, junto al título y el nombre del autor. Con cada vez mayor vigor, desde el siglo XX y en la actualidad, actúan asociaciones profesionales, que han logrado avances como convenios internacionales para proteger los derechos de los traductores, subsidios y becas para posibilitar que se hagan más traducciones.
Aun así, esas conquistas todavía no se han extendido a todos los países. Y por supuesto, todavía es posible, acaso común, encontrar una edición de Guerra y paz en que no figure el nombre de quien la ha traducido.
¿Cómo se les podrá reconocer a los traductores el lugar que les corresponde? Más allá de avances como otorgarles derechos y nombrarlos en las fichas legales de las obras, algunas editoriales (pocas, excepcionales), sin que la ley ni el protocolo lo exijan, publican los libros con los nombres del autor y del traductor en la tapa. Un ejemplo es la casa argentina Adriana Hidalgo Editora. Me arriesgo a suponer que ese tipo de gesto no es casual sino que se hace por un compromiso asumido, acaso una ética.
Además, cada vez de modo más directo, los traductores han tomado la palabra. Son muchos los libros de traductores para traductores, pero lo novedoso son textos en los que comparten con nosotros sus aventuras lingüísticas.
Gregory Rabassa, por ejemplo, cuenta en su libro muchas anécdotas sobre los autores que tradujo y Suzanne Jill Levine habla sobre Puig como pocos podrían hacerlo: desde la intimidad de su proceso creativo e intelectual. A Edith Grossman, autora de una excelente versión en inglés del Quijote entrevistada en estas páginas por Hernán Iglesias Illa, pertenece el volumen inicial de una nueva serie que ha sido presentada por Yale University Press: Why Translation Matters (Por qué la traducción importa).
El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com), fundado en 2009 por Jorge Fondebrider, organiza conferencias semanales. También están las jornadas y los informes que produce la fundación TyPA, los programas de apoyo que facilitan nuevas traducciones, como el que promueve el gobierno federal a partir del Bicentenario, el Programa Sur, y el programa coordinado por la Unesco y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde 2005, Opción Libros, además de decenas de subsidios y becas de embajadas y organizaciones no gubernamentales en todo el mundo.
Hoy por hoy también hay un auge de programas de maestrías en traducción y el tema aparece con más frecuencia en congresos de letras y en ferias del libro. Gabriela Adamo da como ejemplo la actividad de Victoria Ocampo que, desde la revista Sur y la editorial del mismo nombre, sumando el esfuerzo propio y el de muchos colegas, promovió las primeras traducciones de muchas obras europeas al castellano, aun antes de que aparecieran en España.
Adamo enfatiza que el proyecto de traducir más, de permitir el acceso a más literaturas del mundo, depende del esfuerzo de individuos comprometidos. Y de nuestro compromiso en reconocer su esfuerzo.
Por la voz de Marina
Selma Ancira es mexicana. Su padre es el actor Carlos Ancira. De chica, Selma pasaba horas en el teatro, jugando entre butacas vacías, mientras los actores ensayaban, y oía la cadencia de los parlamentos de obras escritas por Chéjov y Gogol. A los 17 años ganó una beca para estudiar en la Unión Soviética.
Aunque no tenía intenciones de ser traductora, de quedarse a vivir en aquel país o de hablar el ruso, Selma sí deseba viajar y estudiar en Europa. Así fue como, a los 18 años y sin conocimientos de la lengua, llegó a Moscú, donde pasó nueve años y obtuvo un doctorado en literatura. Ganadora de la medalla Pushkin en 2008 por su trabajo como traductora, Selma también tocaba música y cantaba con otros latinoamericanos en Moscú.
Llegó a viajar por la inmensa nación eurasiática y experimentó las diferencias sutiles en el habla de las subregiones. Se topó, casi por accidente, con la escritura de una poetisa compleja, sensible, apasionada, pero que no era conocida entre lectores en español: Marina Ivánovna Tsvietáieva.
Selma Ancira cuenta que a partir de "oír la voz de Marina" no pudo sino traducirla. De ese modo, hizo visible a una poetisa magistral que ni siquiera los poetas latinoamericanos habían leído.
Ha traducido también obras de Tolstoi, Pasternak, Nina Berbérova y otros. También traduce del griego moderno.
Cohen, como quien toca jazz
Marcelo Cohen dirigió una traducción de las obras completas de William Shakespeare al español para la editorial Norma. Cohen –que ha dicho que cada generación debe retraducir las obras de los maestros– tomó decisiones específicas al definir las pautas del proyecto. Eligió trabajar con poetas, narradores y dramaturgos, más que con traductores profesionales.
Cuando le pregunté por qué, contestó que la traducción tiene que surgir de la actitud que un escritor tiene frente a una obra, con menos lealtad a lo técnico-lingüístico y más al espíritu literario. Había que hacer más controles de los manuscritos, pero se preservaba el vigor (o la ligereza) que uno experimentaba al leer el original.
Al escuchar esto, recordé la traducción que hizo Enrique Pezzoni de la obra maestra de Melville, Moby Dick. Profesores míos en Estados Unidos me habían dicho que, por más que Pezzoni fuera un excelente crítico literario, su traducción de esa novela monumental era fallida. Sin embargo, cuando la leí –en contraste con otras versiones– me impactó con cuánta fuerza la "versión libre" de Pezzoni rescata la actitud briosa, fervorosa y a la vez tensa y cauta del Ishmael de Melville.
Cohen ha traducido obras tan diversas como el Fausto de Christopher Marlowe y La máquina blanda y El billete que explotó, de William Burroughs. Ha llevado al español obras de Henry James, de T. S. Eliot, de Philip Larkin, de Wallace Stevens.
Parece demostrar el dinamismo y la movilidad de la mirada y el oído del traductor: es tan sensible al inglés de Joyce como al portugués de Machado de Assis, y escribe con una notable combinación -yo pensaba que imposible, pero tendré que decir ahora "improbable, infrecuente pero real"- de flexibilidad mercurial y precisión. Es ágil y sorprendente. Cohen hace pensar que traducir es como tocar jazz.
Garramuño y Lispector
Florencia Garramuño es argentina. Crítica y profesora de letras argentinas y brasileñas, publica sobre todo libros y artículos de investigación y análisis en su campo. Pensadora analítica, escribe en un tono que, sin dejar de ser claro y preciso, agrada porque permite entrever la pasión con la que hace sus lecturas. Por eso, supongo, construye su trabajo sobre la base de la empatía. Es capaz de ceder ante un tono ajeno y de moverse a un son diferente. Ha traducido obras de Clarice Lispector. Le pregunté cómo había hecho para abordar una narrativa así, con una lírica tan difícil. Su respuesta me sorprendió, porque, a diferencia de traductores como Ancira o Caistor, Garramuño había quedado fascinada por "la imposibilidad de clasificar" la escritura de Lispector, porque podía "albergar a los más diversos lectores" y propiciar una lectura para todos "liberadora y hospitalaria".
Ella describe el proceso de traducir como "un cuerpo a cuerpo con el texto, un contacto íntimo". La manera de describir el objeto de su trabajo refleja su sensibilidad: la literatura es un espacio generoso, que da amparo y que puede liberar. Junto con la intuición usa la herramienta de la investigación. Así como Caistor dice que traduce no al autor sino el texto, Garramuño indica que se traduce también el entorno que produjo aquel texto: la historia cultural y literaria ayudan a afinar el oído de la traductora.
El sonido del haiku
Alberto Castro Silva es argentino, poeta galardonado en su propio idioma y profesor de literatura japonesa con una trayectoria de enseñanza en Europa, Japón y la Argentina. Traduce directamente del japonés al español, algo que pocos hacen, por lo difícil que es la lengua japonesa, lo complejo de la expresión escrita y la multiplicidad de insinuaciones que puede provocar, por idiosincrasia cultural, por el uso de ideogramas y por un léxico rico en homófonos, terreno fértil para los juegos de palabra.
Respetuoso de la traducción (y la lectura) como proceso colectivo, en su antología de poemas japoneses traducidos al español –El libro de haiku (Bajo la luna)– nombra a las japonesas que le revelaron sutilezas del idioma. Los poemas incluidos abarcan varios siglos. Las selecciones se agrupan de acuerdo con las estaciones del año, un gesto de respeto a las pautas inherentes al haiku. Silva ha incorporado hasta en la organización del libro el estilo y el pensamiento ajenos. De hecho, buscó y encontró su propia voz de poeta, porque imitaba la escritura de diversos otros. Convirtió aquello que normalmente hace un traductor en un camino hacia la voz propia. Silva dice que no puede imaginarse traduciendo poesía sin, a su vez, escribir poesía. Creo que más que trazar paralelos entre escribir y traducir, sugiere así que ambas actividades surgen de una misma actitud vital: una actitud atenta al sonido, permisiva y paciente con la repetición, la escritura y la reescritura que, como él dice, no es otra cosa que vivir "el placer de buscar el tono justo".
Un inglés de provincia
Nicholas Caistor ha hecho traducciones literarias del español y del portugués para editoriales importantes, como Faber&Faber, Harvill Press y New Directions, renombrada por su firme compromiso de hacer llegar la literatura extranjera a los angloparlantes. Su perspectiva de trabajo es muy interesante porque no proviene de los estudios literarios, no es novelista ni poeta, sino que fue periodista de la BBC en América latina. Vivió muchos años en Buenos Aires. Considera esencial que el traductor capte no sólo la manera de hablar, sino también los modos de vida de los integrantes de una comunidad. Para hacer sus traducciones–ha traducido a Saramago, a Onetti, a Dorfman, al nicaragüense Sergio Ramírez, a la argentina María Martoccia– le resulta importante haber vivido en los lugares, haber comprendido algo de la política, las hegemonías y las idiosincrasias.
Enfatiza su opinión de que se traduce un texto, no a un autor. Cree que es menos importante "oír" al autor que al entorno en el que creó su narrativa.
Un detalle me pareció también fundamental. Caistor dice que, por ser un inglés de provincias y no un londinense, la idea de vivir en parte dentro de otro idioma siempre le resultaba una atrayente vía de salida, de liberación, para poder escaparse y tomar aire de otros horizontes.
sábado, 23 de julio de 2011
¿Baterías?
El peridodista argentino Ezequiel Martínez publicó esta muy buena columna en Ñ digital del 20 de julio pasado. Tiene por objeto los libros y se apoya en dos miniseries recientemente estrenadas en la televisión por cable argentina y en un par de escenas que vale la pena recordar.
“Me gustaría preservar estos libros para la posteridad, Su Santidad”. La frase sale de boca de Johannes Burchart, maestro de Ceremonias del Vaticano durante el papado de Alejandro VI, en uno de los episodios de Los Borgia , la miniserie que se estrenó este mes por I-Sat. En la escena se lo ve a Burchart apilando con prisa y desesperación todos los volúmenes que sus brazos aguanten. Las tropas del rey Carlos VIII de Francia están a punto de entrar en Roma en su paso hacia la conquista de Nápoles, y la sospecha de una devastación ha hecho huir a la mayoría de los cardenales y funcionarios eclesiásticos. Ni siquiera el neutral Burchart se anima a quedarse junto al Papa Borgia a esperar las hordas francesas. Y mucho menos a dejar abandonados libros bendecidos por el paso de los tiempos.
Muchos siglos después y en otra de las miniseries estrenadas en julio, Falling Skies –producida por Stephen Spielberg y emitida por TNT–, una invasión extraterrestre obliga a los humanos a escapar de las ciudades arrasadas por los alienígenas. Cuando deben evacuar un refugio, el personaje de Noah Wyle se detiene ante una cordillera de libros tirados al costado del camino. Toma dos volúmenes al azar: Historia de dos ciudades de Dickens y Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne. Los sopesa con resignación y guarda el más liviano en su mochila.
No sé si será una estadística de mi memoria emotiva, pero es esperanzador observar cómo la mayoría de las veces en que el cine o la televisión ensayan alguna variante del fin del mundo, hay alguien por ahí dispuesto a salvar un libro. En El día de mañana de Roland Emmerich, un bibliotecario defiende de las hogueras un ejemplar de la Biblia de Gutenberg; Denzel Washington se pasa toda la película The book of Eli , de Allen y Albert Hughes, protegiendo un libro sagrado mientras atraviesa un mundo post-apocalíptico. Y la lista sigue.
Me pregunto si en un mundo así el e-book tendrá las baterías suficientes como para salvar al libro de esa posteridad que soñaba Burchart.
La posteridad de los libros
“Me gustaría preservar estos libros para la posteridad, Su Santidad”. La frase sale de boca de Johannes Burchart, maestro de Ceremonias del Vaticano durante el papado de Alejandro VI, en uno de los episodios de Los Borgia , la miniserie que se estrenó este mes por I-Sat. En la escena se lo ve a Burchart apilando con prisa y desesperación todos los volúmenes que sus brazos aguanten. Las tropas del rey Carlos VIII de Francia están a punto de entrar en Roma en su paso hacia la conquista de Nápoles, y la sospecha de una devastación ha hecho huir a la mayoría de los cardenales y funcionarios eclesiásticos. Ni siquiera el neutral Burchart se anima a quedarse junto al Papa Borgia a esperar las hordas francesas. Y mucho menos a dejar abandonados libros bendecidos por el paso de los tiempos.
Muchos siglos después y en otra de las miniseries estrenadas en julio, Falling Skies –producida por Stephen Spielberg y emitida por TNT–, una invasión extraterrestre obliga a los humanos a escapar de las ciudades arrasadas por los alienígenas. Cuando deben evacuar un refugio, el personaje de Noah Wyle se detiene ante una cordillera de libros tirados al costado del camino. Toma dos volúmenes al azar: Historia de dos ciudades de Dickens y Veinte mil leguas de viaje submarino de Verne. Los sopesa con resignación y guarda el más liviano en su mochila.
No sé si será una estadística de mi memoria emotiva, pero es esperanzador observar cómo la mayoría de las veces en que el cine o la televisión ensayan alguna variante del fin del mundo, hay alguien por ahí dispuesto a salvar un libro. En El día de mañana de Roland Emmerich, un bibliotecario defiende de las hogueras un ejemplar de la Biblia de Gutenberg; Denzel Washington se pasa toda la película The book of Eli , de Allen y Albert Hughes, protegiendo un libro sagrado mientras atraviesa un mundo post-apocalíptico. Y la lista sigue.
Me pregunto si en un mundo así el e-book tendrá las baterías suficientes como para salvar al libro de esa posteridad que soñaba Burchart.
viernes, 22 de julio de 2011
"No todo el mundo está en condiciones de mejorar la calidad de un texto traducido"
Publicado el 11 de julio de 2011 en la sección correspondiente a traducción de la revista virtual Cuba literaria, este artículo de Lourdes Arencibia Rodríguez se refiere a la necesidad de revisión de las traducciones.
Las relaciones entre traductor y revisor:
una asignatura pendiente en la cadena editorial
Los traductores, desde tiempos inmemoriales y en todas partes, salvo casos muy connotados, han sido víctimas de una crisis permanente de identidad de la cual han luchado por salir empecinada y denodadamente. La comprobación de que son esos comunicadores profesionales quienes han procurado llevar a cabo, desde Babel, una tarea social de mediación presencial, invalorable hoy más que nunca en un contexto igualmente social, encuentra resistencia para generar un corolario que demuestre la importancia, y también la autoridad y competencia, de su intervención, aún cuando para todos resulta evidente que uno de los más graves problemas que enfrenta el hombre moderno en un universo de valencias múltiples, sumergido en una gran mezcla de culturas y hablares diversos, proclama a gritos la manifiesta precariedad de su interlocución. Cabe recordar aquí un pensamiento muy conocido de Mme. Staël, que, muy a propósito, convendría tener a la vista: “el mejor servicio que se puede hacer a la literatura es trasladar de una lengua a otra todas las obras maestras de la literatura, porque de todos los comercios, el que más ventajas produce es la circulación de ideas”. (1) Consecuentemente, ahora como nunca se hace lícito y necesario aumentar, sin complejo alguno, la visibilidad del traductor.
En general, “a través de los siglos, los traductores tuvieron, más bien, mala reputación”, nos recuerda Ottmar Ette, jefe del Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad de Postdam y coeditor de la revista Iberoamericana:
El hecho de traducir otros contextos culturales va siempre unido a una especie de mentira estructural que se hace mayor cuanto más distanciadas están las culturas que se ponen en contacto mediante la traducción. […] El buen traductor literario conoce bien el doble fondo de un proceso de traducción intercultural y es consciente de que las traducciones, en el contexto sociocultural que las envuelve, son construcciones tan efímeras y transitorias como las diferentes lecturas de un hecho, variables a lo largo de la historia cuyos horizontes se transforman sin parar. Mientras el traductor conozca las condiciones de su quehacer y crea, sin ingenuidad, poderlas superar, entonces, partiendo de una perspectiva bicultural o, incluso, pluricultural, será capaz de hacer hablar a su texto de referencia…(2)
Por lo general, los principios que rigen actualmente una buena traducción, igual si corresponde a una obra de ficción como a otra de no ficción, atañen a la equivalencia semántica ―en busca de integridad y fidelidad, la cual se obliga a recrear la totalidad del mensaje original con todos sus sentidos y matices, teniendo en cuenta los medios y recursos que proporcionan la lengua y la cultura del transvase, sin añadir tonos ni introducir ambigüedades―, a la equivalencia formal ―con miras a alcanzar un paralelismo máximo entre original y traducción sin caer en literalidades― y a la equivalencia funcional ―que ha de atender el contexto en que la obra se ha concebido, su finalidad y el impacto que tendrá en los destinatarios.
En la mayoría de las casas editoriales, la revisión es considerada complementaria del proceso de traducción. Iñigo Valverde, especialista del ramo en el Parlamento Europeo, quien me ha proporcionado opiniones interesantes sobre el tema, señala al respecto: “Aunque puede parecer un ejercicio de búsqueda de la evidencia […] un análisis funcional del control de la calidad en un servicio de traducción debe comenzar por una definición del concepto de revisión…”. Y añade: “Se llama revisar, a la acción de examinar algo, estudiarlo con el fin de comprobarlo y, si procede, modificarlo o enmendarlo”. (3)
En muchos servicios o departamentos de traducción, máxime si el candidato ocupará un puesto de plantilla y, sobre todo, si es un traductor bisoño, este pasará por un periodo de prueba o de formación encaminado, no a aprender a traducir, sino a aprender a traducir “para la casa”; es decir; a familiarizarse con ciertos usos, convenciones o políticas del sello editorial que lo contrata, lo cual casi siempre comporta la conciencia de que tendrá que asumir un registro, un vocabulario, un estilo y un tono de conformidad con su cliente ―tanto más evidentes si ha sido requerido para la traducción documental, más que para la de otros géneros― y también, por supuesto, la aceptación de un segundo interventor “pasa-la-mano”, que puede llamarse revisor, editor o corrector de estilo, según la nomenclatura en uso de su empleador.
Aunque hay lugares donde la figura del revisor y/o del corrector de estilo ha sido desterrada del proceso por razones económicas, esta segunda presencia ―cuando actúa― no tiene que significar, por fuerza, una mirada antagónica, amparada a ultranza en la autoridad que da una función reconocida, pues el éxito de la alianza estriba en saber dignificar y respetar el papel y la función de ambos especialistas y no ahondar la brecha entre uno y otro.
Sin embargo, dentro de un mismo entorno gremial se sabe que el anonimato que, casi por vocación, suele acompañar a los traductores en las editoriales tiene sus gradaciones. Hay traductores que, aunque continúen siendo insuficientemente remunerados, gozan ya de un cierto reconocimiento social por ser habituales de un sello editorial. En ese entorno, por lo regular, si su trabajo se ha juzgado satisfactorio, “la casa” suele señalar sus identidades y los repite, cuida de que sus nombres figuren en las portadas y portadillas ―como establece la ley― y hasta los menciona en los resúmenes que figuran en la contraportada del libro o acompañan las promociones publicitarias destinadas al mercado. En suma, que esos traductores, por lo general orientados hacia una tipología de textos, fundamentalmente literarios, al cabo se benefician de una cierta percepción social de su trabajo. Con otros, en cambio, no siempre se procede de la misma manera y el acceso a esa relativa visibilidad es más sesgado. Por lo regular, los últimos se dedican a la traducción general, documentaria, técnica o científica, de contenidos más o menos especializados en un marco institucional.
Es sabido, no obstante, que no todo el mundo está en condiciones de mejorar la calidad de un texto traducido, y los resultados de la intervención de un revisor no siempre son los esperados en términos absolutos. En una cadena editorial, donde el revisor es quien controle el texto final, este tiene que aceptar que será el responsable de los errores en que se incurra. Con frecuencia se suele olvidar, al enjuiciar un texto traducido, que la insuficiente calidad de los originales es una realidad más común que lo admitido. En muchos casos, las opciones elegidas por el traductor pueden no ser evidentes para el revisor. En ocasiones, aquel ha necesitado realizar una verdadera investigación filológica y terminológica, fuera de lo habitual, toda vez que, por la delicadeza del material manejado, la exactitud en la restitución prima por encima de cualquier consideración estilística u otra. No corregir entonces más que lo estrictamente necesario y aplicar siempre un corpus mutuamente reconocido de normas y buenas prácticas de “la casa” puede ser eficaz para lograr la compatibilidad que debe existir en la labor de estos dos especialistas y atenuar posibles efectos perjudiciales en una atmósfera de trabajo consensuado en equipo. Tampoco la meta puede ser siempre la de lograr que el texto se lea en un buen español. En una novela, por ejemplo, el registro de los parlamentos de un personaje puede exigir precisamente una alteración a veces notable de lo que se considera un uso correcto del lenguaje.
Por su parte, los traductores tienen que ser conscientes de la seguridad que les brinda la aplicación de un sistema inteligente de cotejo y revisión sistemático y profesional de sus traducciones, cuya meta es la armonización de las obras originales con las soluciones mediadoras y la salvaguarda de la legitimidad y autenticidad de la creación autoral.
Finalmente, me permito sugerir que, al igual que se revise periódicamente entre colegas la calidad del trabajo del traductor, se revise periódicamente, también entre colegas, la calidad de los trabajos de revisión. El sano ejercicio de tal práctica contribuiría a superar la crisis de identidad que aqueja a estas dignísimas profesiones llamadas a acudir de la mano a la cita con sus lectores.
Notas:1- Tomado de Blanco García, Pilar: “Dos episodios nacionales con gran influencia en el mundo traductológico”, en: El Cid y la Guerra de Independencia: dos hitos en la Historia de la Traducción y la Literatura , Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores, Universidad Complutense, Madrid, 2010, p. 16.
2- Ette, Ottmar: “Con las palabras del otro”, en: Humboldt 153, Revista del Instituto Goethe, 2010, pp. 16 y 18.
3- Valverde, Iñigo. “Algunas consideraciones sobre la revisión”, en: Punto y coma, Nº 117, número especial marzo, abril y mayo, Comisión europea, Luxemburgo, 2010, p. 34.
2- Ette, Ottmar: “Con las palabras del otro”, en: Humboldt 153, Revista del Instituto Goethe, 2010, pp. 16 y 18.
3- Valverde, Iñigo. “Algunas consideraciones sobre la revisión”, en: Punto y coma, Nº 117, número especial marzo, abril y mayo, Comisión europea, Luxemburgo, 2010, p. 34.
jueves, 21 de julio de 2011
"Traducir sin interferencias de los autores"
"Adan Kovacsics y Mauro Armiño desnudan los secretos de su oficio en la Biblioteca Nacional." Así decía la bajada de la nota de Álvaro Argote publicada con un título originalísimo (sic) en El Mundo, de España, el 28 de mayo pasado, dando cuenta de una mesa en la que estuvieron presentes ambos traductores.
Traductor, ¿traidor?
Las paredes de la Biblioteca Nacional de España acogieron anoche, con la colaboración del Ministerio de Cultura, el coloquio entre Mauro Armiño, Premio Nacional 2010 a la mejor Traducción, y Adan Kovacsics, Premio Nacional a la Obra de un traductor.
En el encuentro entre los galardonados y los asistentes, se debatió la teoría de la traducción, tal como se entiende actualmente, y las dificultades de trasmitir un texto desde su lenguaje original a otras lenguas. Ambos han coincidido en que la traducción responde a multitud de problemas lingüísticos, epistemológicos y de género literario (poesía, narrativa o teatro).
Adan Kovacsics, autor de traducciones de clásicos alemanes de los siglos XIX y XX de la Filosofía, incidió en el mal trato cultural a la que está expuesta la traducción en el mundo de las artes, ya que, según él, "en muchas de las fichas técnicas de los libros se ve el título, la editorial, el número de páginas, año de publicación, pero nunca el traductor". Y recordó que el traductor no es un intermediario que tergiversa una obra original para ofrecer una versión posible en un idioma diferente, porque "no atiende ni a gustos ni a preferencias, al igual que no hay ninguna clase de interpretación subjetiva ni pulsaciones emocionales que afecten al significado del texto", apuntó. Defiende con ímpetu su profesión, a la que define como un bien indispensable de la cultura universal. "Gracias a nosotros la literatura se comunica con los corazones de los lectores, enriquecemos la obra original mediante la aportación que le otorga la lengua que yo le doy", ha manifestado.
Por el contrario, Mauro Armiño autor de la versión completa de A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust, ha defendido que para comprender un texto en su plenitud hay que ser capaz de impregnarse con su significado. "Primero hay que comprender y después interpretar". Especializado en la traducción de poesía, ha señalado que "los grandes poetas respiran su propio lenguaje", y que son especialmente complicados de traducir, porque "en un poema hay que respetar los puntos y las comas aunque no atiendan a concordancias sintácticas". Y "es que el traductor de poesía, además de políglota, es necesariamente un poeta". Es partidario del empleo de un lenguaje llano y sencillo, pero que respete la autonomía del texto. Ha criticado con acritud a autores de la talla de Azorín, uno de los estandartes literarios de la Generación del 98, por su estrambótico uso del idioma. "Es un gran escritor que nadie lee porque exige al lector tener un diccionario en la mano, debido a las rebuscadas palabras que utiliza".
En ocasiones, las relaciones entre un escritor y un traductor son conflictivas por la arrogancia de algunos escritores que desdeñan la labor del traductor al considerarla un género menor. Y, sin embargo, traductores han sido escritores como Vladimir Nabokov, José Bianco, Alberto Guirri y Octavio Paz. Este último afirmó que "por una parte, la traducción suprime las diferencias entre una lengua y otra, mientras por otra las revela más plenamente".
Mauro Armiño y Adan Kovacsics han admitido que "es verdad que hay escritores un poco especiales que nos dificultan nuestra labor; preferimos traducir sin interferencias de los autores". Armiño añadió una excepción: Pierre Klossowski, filósofo francés fallecido en 2001, que "era un genio muy divertido y cercano", al que le tradujo 'Tan funesto deseo'. Y es que estos escritores en la sombra dan vida a la literatura y al castellano.
miércoles, 20 de julio de 2011
Soretes mal cagados, no sean pelotudos y hablen bien, que no cuesta un carajo y trae un beneficio de la san puta.
Pablo Calvo publicó el siguiente artículo el domingo 17 de julio pasado en el diario Clarín. Aquí se recogen las opiniones de la escritora y docente Ángela Pradelli, la señora Ivonne Bordelois y Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras, a propósito de la exacerbada costumbre argentina de putear y carajear. Al que le moleste que este blog aborde la cuestión, se puede ir a la mierda en bote.
Maestros del idioma
preocupados por la andanada
de insultos y palabrotas
No hay ni un solo insulto en Medianoche en París. El protagonista, un escritor frustrado, es recogido en un taxi antiguo que lo lleva al pasado, donde la vida es una fiesta. Se encuentra allí con Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Pablo Picasso y Salvador Dalí, cultores de la belleza de las palabras, las formas y los colores. Woody Allen está detrás de las cámaras de esa ficción.
Los protagonistas cruzan diálogos en inglés, francés y español, pero ninguno acude al desborde.
Hasta anoche, la película tuvo, en la Argentina , 250 mil espectadores. El video del Tano Pasman, en cambio, fue visto por cuatro millones de personas. Filmado en su intimidad, este hincha de River putea, carajea y manda a todo tipo de lugares a jugadores, dirigentes, rivales y hasta a sus propios padres. Sus palabras se ensombrecen también de racismo.
¿Por qué la violencia verbal produjo esa atracción? ¿Qué es lo que sucede con el lenguaje de la sociedad? ¿Cuál es el motivo por el cual un cantor que vive de las palabras elige de las peores para expresarse? ¿Por qué vuelan por el aire tantas expresiones envenenadas? “Las palabras circulan y hay mucha gente que puede sentirse ofendida y mucha gente que tendrá que reflexionar hasta qué punto sus palabras ofenden.
Las palabras también pueden ser una herida”, advierte la escritora Ángela Pradelli, autora del libro La búsqueda del lenguaje.
Experiencias de transmisión.
Ella es una trabajadora de las palabras y todo lo que sabe lo reparte como porciones de pizza entre sus alumnos secundarios. Hay veces que la tabla le vuelve vacía, y ella se preocupa: “En la escuela, hay muchos enunciados que discriminan al otro y estoy hablando de los docentes y los pibes también. Cuando uno plantea esa cuestión como algo a resolver –porque el lenguaje con el que vos hablás también habla de vos–, no lo entienden”.
“El presente es un tiempo donde están todos los tiempos, el pasado y el futuro. Si no reflexionamos hoy sobre el nivel de agresión que sobrevuela, los insultos, el griterío exacerbado del hincha y la reproducción de eso que hacen los medios, podemos quedar atrapados en un pantano”, se despide Pradelli, por teléfono, antes de entrar a ver la película de Woody Allen, que juega con el buen decir y el viaje a través del tiempo.
En este presente, vuelan palabras con el filo de las dagas. Maradona que pide que se la chupen; Fito Páez que siente “asco” por los que piensan distinto; Luis D´Elía que odia “a los blancos” y vincula a los “paisanos” con la corrupción; Hebe de Bonafini que llama “hijos de puta” a bolivianos y “turros” a los ministros de la Corte Suprema ; Chiche Gelblung que califica como “sorete humano e intelectual” al filósofo José Pablo Feinmann; las vedettes que se bombardean; panelistas y bailarines que se menosprecian por la condición sexual.
“La televisión ha puesto el insulto de moda. Es una gran cloaca, muy degradante, me da la impresión de que estamos tocando fondo”, señala Ivonne Bordelois, poeta, ensayista y lingüista de 24 quilates.
Estudió en La Sorbona y escribió en la mítica revista Sur, pero hace zapping como cualquiera. Es así como vio al Tano Pasman y analizó sus puteadas: “La blasfemia tiene más eficacia en un contexto más llano. Cuando el insulto se generaliza hasta ese punto, se pierde la noción de contraste y lo que se consigue es desfondarlo de eficacia. En catarata, la respiración se vuelve imposible, pero no son puteadas bien puestas”.
“Es cierto –admite ahora– que hay innovaciones: de pronto, este señor famoso dice “la puta que me parió”, yo nunca había oído el insulto a la propia madre. Y me llamó la atención “la concha de tu hermana” repetido varias veces, no sé por qué se apunta a la hermana, cuando el objetivo siempre era la mujer o la madre”.
Madame Ivonne –como la llamarían en la película que nos acompaña en esta nota– considera que el debate político centrado en el asco que siente Fito Páez “es terrible, porque, con tanto griterío, parece un corral de ratas”.
“El que insulta tendría que ver primero desde dónde lo hace. Se dice ‘esto es un asco porque es ineficiente y corrupto’, pero también otros pueden pensar que el que lo dice también representa algo que es ineficiente y corrupto”, agrega.
A Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras, le brotaron cinco mil palabras bajo el título El tobogán de la guasada.
Aquí las ideas principales: “El poeta latino Juvenal decía: ‘La indignación genera versos’, y él, caliente por los sucesos coetáneos, componía notables sátiras. Dicho de otro modo: en el creativo, la irritación genera obra personal y valiosa; en el mediocre, en el vulgar, engendra insultos, descalificaciones groseras y puteadas.” “Los insultos se suceden concatenados y en trenza.
Los medios ejercen docencia: si un DT cae en la brutal grosería de difusión mundial, deja su marca, y otros se van sintiendo habilitados a ensayar su brulote. Vergüenza, por nuestra opuesta realidad, me dio que la hermana Academia de Letras del Uruguay, le diera una distinción al maestro Tabárez por su gobernado e impecable decir”.
“La crispación se transmite, como corriente eléctrica, y más cuando se habla por micrófono encadenado. La reiteración de lo chabacano, si no hemos sido educados en pensamiento crítico para ponerle coto, genera habitud e imitación. Un refrán final: ‘Tanto anda uno con la miel, que algo se le pega’. lo que no dice el refrán es que lo mismo pasa con la brea”.
martes, 19 de julio de 2011
"El traductor es un adicto"
El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires se dio el enorme gusto de recibir, a sala llena a pesar de la lluvia y el frío, a Alan Pauls, quien, durante la muy desapacible noche del 18 de junio pasado, habló con una inteligencia y sensibilidad realmente emocionantes sobre traductores y traducciones. De allí salieron la figura del traductor como un adicto al texto que traduce, así como una reflexión del lugar que le cabe en la actualidad como último lector y aliado de los escritores.
Quien desee ver y escuchar la charla puede hacerlo en http://www.ustream.tv/recorded/16094135
Alan Pauls (1959) es escritor, ensayista, guionista y periodista cultural. Publicó El pudor del pornógrafo (1984), Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth (1986), El coloquio (1990), Wasabi (1994), Lino Palacio: la infancia de la risa (1995), Cómo se escribe. El diario íntimo (1996), El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados con imágenes de Nicolás Helft (1996), El pasado (2003) La vida descalzo (2006), Historia del llanto (2007) e Historia del pelo (2010). Su novela El Pasado, ganadora del Premio Herralde en 2003, ha sido adaptada al cine por el director argentino-brasileño Héctor Babenco.
Fotos: Agustín Spinetto
Quien desee ver y escuchar la charla puede hacerlo en http://www.ustream.tv/recorded/16094135
Alan Pauls (1959) es escritor, ensayista, guionista y periodista cultural. Publicó El pudor del pornógrafo (1984), Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth (1986), El coloquio (1990), Wasabi (1994), Lino Palacio: la infancia de la risa (1995), Cómo se escribe. El diario íntimo (1996), El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados con imágenes de Nicolás Helft (1996), El pasado (2003) La vida descalzo (2006), Historia del llanto (2007) e Historia del pelo (2010). Su novela El Pasado, ganadora del Premio Herralde en 2003, ha sido adaptada al cine por el director argentino-brasileño Héctor Babenco.
Fotos: Agustín Spinetto