Laure Bataillon:
la traducción como escritura
Si Karen Blixen escribió tanto en inglés como en danés, no fue para evitar la traducción que ella misma podía hacer de sus textos, sino porque sabía que toda traducción es esencialmente una escritura. En otras palabras, sólo un verdadero escritor puede traducir perfectamente a otro –volver a escribir como Karen Blixen– porque sabrá conservar la temperatura verbal e imaginativa del texto mismo. Traducir, es escribir sobre la historia de otro, la del autor traducido, pero en ese caso, como siempre en literatura, lo que importa no es tanto lo que se cuenta sino cómo se lo cuenta. Y esta manera de contar, este cómo que va a determinar la calidad de un texto, pertenece de hecho a aquel que vaya a escribir traduciendo. Esto era lo que sucedía con Laure Bataillon. Sus libros traducidos contradicen en forma magnífica lo que ella afirmaba en una entrevista realizada en 1978 durante la cual, intentando dilucidar las razones que la habían llevado a elegir esta profesión, respondía: "… tal vez en un nivel más profundo, fue la posibilidad de acercarse a las palabras sin exponerse a la escritura directa." Sin saberlo, siempre se expuso a la escritura directa porque, en su caso, la traducción implicaba algo más que una escritura "traductiva", implicaba riesgos y el alcance de una escritura original.
Durante varios años mantuve una profusa correspondencia con Laure Bataillon, correspondencia en que, por momentos pero de manera constante, el problema de la traducción siempre se encontraba presente y en todos sus aspectos, tanto prácticos –relación tiempo/trabajo diario y valor de su remuneración– como teóricos; aquellas preocupaciones estuvieron condensadas en la organización profesional de traductores de Francia, aventura a la cual se había lanzado, como me escribía en 1974: "…por principio y por bronca".
Laure Bataillon sabía muy bien que "lo que se traduce es un contexto que debe ser leído como contexto", que el primer paso de la traducción es desvelar una cultura extranjera que obliga al traductor a arreglárselas, no sólo con el saber de una lengua pero también con todo lo que oculta y todo lo subyacente, incluidos el pasado y el futuro de esa lengua. Siempre me fascinó la relación de Laure con el español, y me refiero al español argentinizado, al porteño, al español argentino, con los matices sintácticos y estructurales, me refiero al español chileno, repleto de idiotismos como en algunas novelas de Skármeta, formas muy diferentes entre sí, originarias de una misma cepa: el español de España. Laure nunca viajó a la Argentina, ni a Chile, ni a ningún otro país de América Latina, pero conocía lo que estaba en contacto íntimo con la geografía de cada país en particular: los habitantes de sus ciudades, sus pueblos, sus llanuras o sus montañas. Todos los escritores que tradujo y que fueron sus amigos –todos sus amigos, también los que no eran escritores- le transmitieron el paisaje de América. Y este contacto, esta obstinación de sus amistades a través de los años (con Cortázar, Calveyra, con Saer) produjeron, junto con su talento y su rigor, esas traducciones que implantaron en la lengua francesa lo mejor de la literatura argentina, uruguaya, chilena, que no sólo daba prueba del conocimiento de las reglas lingüísticas en su carácter inamovible –paralelamente a sus procesos de desagregación y de reformulación –pero también de una densidad de climas, de lugares, de matices, de asociaciones, de connotaciones: todo un río subterráneo que corre bajo los signos de una lengua y que recuperaría en su exacta dimensión para verterla en la suya mediante la escritura brillante que le era personal y a la cual nunca le permitió brillar por cuenta propia, porque supo borrarse de la traducción como lo hace un autor: atenta a las necesidades del texto y no a su propio narcisismo.
Escribió satisfaciendo las exigencias de esta "gran traducción" que ajusta el sentido de cada palabra a su valor significativo en el interior de todo un sistema de relaciones: lingüísticas, ambientales, cotidianas, históricas, sociales y políticas. En resumen, era consciente de que las diferencias entre las lenguas son, ante todo, lo que Humboldt denominó como diferentes "actitudes de vida", lo que incluye evidentemente las ambigüedades semánticas y las de comportamiento.
Si, tal como lo señala Clara Malraux, la traducción debe entenderse como una "complicidad", la de Laure con los autores que traducía, superó rápidamente esta actitud. La complicidad implica siempre una connivencia, una colusión. Laure fue mucho más lejos: respetuosa del texto a traducir pero autónoma, no estaba a las órdenes del autor; creativa con todo derecho, no mejoraba ni modificaba los textos por medio de su traducción, sino que creaba un texto "otro", aparentado al original por tema, estructura y desarrollo narrativo, climas y matices, pero independiente porque ese texto nunca se lee como texto traducido; se transforma en producto de una cultura que habla (crece) dentro de otra y que deja de ser extranjera, produce otro juego de relaciones entre las culturas introduciendo la realidad de las diferentes actitudes "frente a la vida" y no su imagen.
Es por eso que, con Laure Bataillon, no fuimos sólo autores latinoamericanos traducidos al francés; nos dio su voz y en esa voz nos reconocemos, no como si nos reflejáramos en un espejo, pero atravesando un espacio aún sin recorrer, la voz de otra lengua, de otro país, de otro pueblo. Y al mismo tiempo y paradójicamente en aquel recorrido somos más argentinos, chilenos, uruguayos que nunca, porque cada vez que traducía, ponía en práctica el difícil compromiso con lo que se podría llamar haciendo justicia a su merecido reconocimiento: "la escritura directa". Esta escritura a la cual generosamente se expuso a lo largo de toda su vida, como si hubiera nacido en cada uno de nosotros y hubiera trabajado –escrito- en consecuencia.
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