El 30 de junio pasado, nuestra querida Marietta Gargatagli publicó la siguiente columna en El Trujamán. Desde estas costas, le recomendamos que abandone la lectura de cualquier libros que contenga la palabra en cuestión. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que los gabachos son los franchutes.
Gabachos
Existe cierta forma de leer que produce a corto plazo una amnesia total. Quedan los datos generales del libro, alguna escena confusa y nada más. Dentro de algún tiempo esos recuerdos también se habrán esfumado. Hablo, desde luego, de una literatura propicia para los viajes, para las vacaciones o para saber qué contienen esos volúmenes (de presumible calidad) cada vez más publicitados. De una de esas obras, borrado todo lo leído, sobrevive, sin embargo, una impresión estremecedora: nunca había visto tantas veces la palabra «gabacho». Al parecer, en aquella narración, ambientada en diversas ciudades europeas, africanas y asiáticas, escrita en inglés y traducida hace menos de un año, los franceses no podían llamarse «franceses»: son «gabachos».
Los diccionarios españoles definen la palabra como despectiva. Y así resuena largamente cuando alguien la utiliza en la vida oral. Las voces desdeñosas abundan en cualquier idioma, son como un pliegue mortecino que refleja el temor humano a lo que la diferencia entraña. Revelan que lo foráneo nos interroga de modo insoportable: ese ser que no somos «nosotros» rompe la ilusión narcisista de que el mundo se creó a nuestra imagen y semejanza. El insulto irrumpe como un exorcismo, una garantía imaginaria de que, una vez pronunciada la palabra, el otro va a desaparecer en un plop como pasa en los dibujos animados.
La repetición insensata de tantos «gabachos» en un relato de acción trepidante (adjetivo que ahora no puede faltar al publicitar un libro) puede tener más de una explicación. Ensayaré una. Voy a convocar ese arte, que técnicamente se llama ékfrasis, que consiste en contar a nuestros semejantes las peripecias de una ficción: sea una historieta, una novela, una serie, una película, un videoclip, una ópera. El relato llega a ser tan vívido que un espectador ocasional —que ignore que se trata de una ékfrasis— puede creer que esos hechos trágicos le ocurrieron al narrador, como me pasó una vez que, yendo en tren, asistí acongojada a la angustiosa historia que una compañera de viaje de voz poderosa le relataba a otra. La cuentista ferroviaria era tan formidable que tardé bastante en darme cuenta de que los hijos incestuosos, las madres implacables y los reaparecidos del más allá eran tan sólo el episodio 54 o 594 de una telenovela. Sí, la ékfrasis puede ser muy real.
Imagino al hipotético traductor de aquel libro aspirando a una parecida vivacidad. Se ve otra vez, por ejemplo, en el patio de la escuela, rodeado de amigos, entregado al relato de una acción cada vez más enrevesada y dramática, deseoso de dar a las vicisitudes la misma intensidad que tuvieron cuando las vio o las leyó. Cambia la voz, la eleva, la baja, intercala onomatopeyas, adapta las palabras de algo ocurrido en China o en Malasia a las palabras de ese patio, de esa tribu, de ese público con el que comparte guiños y sobreentendidos. Como aquel intérprete precoz, el traductor sabe que la atención depende de la velocidad del segundo, de su habilidad para hablar, del frenesí empático que nace de elegir le mot juste. No lo duda, no escribe «franceses»: escribe «gabachos».
Existe, sin embargo, otra posibilidad. Aquel libro parecía traducido (por el léxico, por el estilo) por más de una persona, quizás como resultado de una corrección posterior. ¿Y si el legítimo autor de la versión hubiera escrito el gentilicio corriente de los ciudadanos de Francia y manos anónimas, convencidas de que la «acción trepidante» requiere cierto grado de xenofobia, hubieran puesto por aquí y por allá el nombre displicente?
La posibilidad no es remota tratándose de libros destinados a ser vendidos en grandes cantidades. Si esos textos vigorosamente comerciales sufren un riguroso proceso de reescritura del original —acortando, eliminando o añadiendo— llamado editing, por qué no atribuir la ékfrasis traductora a un anonimísimo corrector que va espolvoreando sobre un trabajo honrado y neutro pequeñas dosis de gabachitos, moritos, indiecitos, como marcas de lectura de una escritura que se reivindica puramente comercial y monstruosa.
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