Publicada el 20 de noviembre pasado en El Trujamán, la siguiente columna del escritor y traductor español Ramón Buenaventura (ver aquí) plantea una interesante cuestión que daría para debatir.
Traductor coautor
En amazon.com de Francia tienen ya casi implantada una costumbre que todo traductor acogería con las debidas protestas de humildad (Señor, yo no soy digno), pero también con centelleos de placer: cada vez es más frecuente el caso de que al nombre del autor de un libro se añada en catálogo el del traductor, sin más, como si hubiesen compuesto la obra al alimón. Así, por ejemplo: Cafards, vertiges et vodka glace, de Kate Christensen et Christine Barbaste. Como bien supondrán ustedes, la primera (muy interesante escritora, por cierto) escribió el texto en inglés y la segunda lo tradujo al francés. Estaría muy bien que copiáramos la tendencia por esos pagos en que tanto y tan sistemáticamente se ignora y menosprecia la labor del traductor.
Es más: estaría muy bien (cuántas veces no se habrá pedido ya: ni caso) que las editoriales se acostumbrasen a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros. El argumento en contra de esta posibilidad es torpe y obvio: al lector le importa un pimiento quién haya traducido la obra y, además, no reconocería su nombre ni aunque se lo escribieran en mayúsculas de cuerpo 28. Bueno. Si el nombre del traductor empezara a aparecer en cubierta, al cabo de muy poco tiempo quedarían superados ambos inconvenientes. Con un añadido: el hecho de ver en primer plano el nombre del traductor viene a ser un mensaje que el lector, si algo interpreta (no siempre ocurre, por desgracia), solo puede interpretar en un sentido: la editorial da importancia al traductor, luego más vale que me fije en quién hace qué, porque no es indiferente.
Pero la rácana realidad está muy lejos de semejante cambio. El hecho es que sigue habiendo muchas editoriales que no apuntan el nombre del traductor más que en la página de copyrights, en chiquitito, y que lo omiten en sus catálogos. Si a ello añadimos que los críticos tampoco suelen comentar las traducciones en sus reseñas, ya me contarán ustedes cómo va a ser posible que el trujamán vaya ganando una pizca de prestigio a ojos del público.
La cuestión no es baladí, porque un país de buena cultura debe tener lectores conscientes de que la labor de los traductores no es una mera actividad mecánica y que de ella depende la transmisión correcta de la obra extranjera. No da igual quién traduzca qué, ni mucho menos. Nunca da igual quién nos transmite el conocimiento, o el arte, o el placer.
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