El español Enrique Murillo (1944), cocinero, periodista cultural en Tele/Exprés, entrevistador y articulista de ocasión en toda clase de publicaciones, fue, además de director de la edición española de Playboy, traductor de Nabokov, Capote, Martin Amis,
Tom Wolfe, Julian Barnes, Conrad, entre otros, y el primer editor de Babelia –el suplemento de cultura de El País, de Madrid. Editor en
Anagrama, Plaza & Janés y Alfaguara, y actualmente en Libros del Lince, publicó la presente columna de opinión en El Tiempo.com, del 18 de
enero del presente año.
De ediciones que pasaban del millón de ejemplares,
se ha llegado a los 1.200. Análisis de un editor.
La crisis económica que padece
España ha tenido en la edición consecuencias especialmente graves y complejas
debido a tres problemas específicos de nuestro sector, algunos de los cuales
venían cocinándose desde hacía algún tiempo.
El primero de esos problemas es la burbuja que, al igual que
la construcción, padeció nuestro sector.
El segundo, muy conectado al anterior, la transformación del
libro en un producto de consumo masivo, cosa que no solo ocurre con la novela
de género o el manualito de autoayuda, sino también con obras literarias y los
grandes ensayos.
Finalmente, hay que añadir ese fenómeno que Mario Vargas
Llosa llama "civilización del espectáculo", que trae consigo el hecho
de que "la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo,
está en nuestros días a punto de desaparecer", y que en España ha
tenido una eclosión enorme.
Por decirlo a mi manera, los libros han dejado de ser, por
encima de todo, el medio esencial para pensar críticamente el mundo, y se han
convertido en un medio óptimo para conseguir de la gente una ciega aceptación
de la vida tal como está establecida.
Empecemos por la burbuja editorial. Si en los años noventa
los libros que más vendían en lengua española alcanzaban solo muy de vez en
cuando la cifra, entonces inusitada, de los 300.000 y hasta 500.000 ejemplares,
en el periodo siguiente, el anterior al estallido de la crisis, esa cifra se
dobló.
Las novelas de Stieg Larsson, Ruiz Zafón, Dan Brown, así como
alguna de Ken Follet, y también manualitos de autoayuda al estilo de Quién sabe
dónde está mi queso superaban de largo el millón de ejemplares vendidos.
En una cultura que había permanecido secularmente de espaldas
a los libros, en un país que había odiado la lectura, que había perfeccionado
la censura y el índice de libros prohibidos, y que durante la dictadura
franquista se convirtió en un erial de la cultura, ese fenómeno de las ventas
millonarias parecía decir que se había producido un cambio radical de las
costumbres.
En realidad fue un fenómeno pasajero debido a que el mundo
editorial se convirtió plenamente en una industria de consumo.
Los libros se compraban de forma masiva en las grandes
superficies comerciales, al lado de los detergentes y las pechugas de pollo; ir
de compras a los nuevos shopping malls
se convirtió en la forma preferida de entretenimiento familiar de un país
entero. Todo se compraba a crédito, por supuesto. Y así nos ha ido.
Esa burbuja fue un festín para las agencias literarias, que
añadían ceros y más ceros a los anticipos que cobraban sus autores (incluidos
muchos novelistas y ensayistas de alto nivel).
Y durante esos años se libró una batalla feroz dominada por
los grandes grupos editoriales, que arrebataban a la competencia grande o
pequeña sus autores de mayor venta a base de pagar enormes sumas a cuenta de royalties.
Los editores dejaron de leer manuscritos para dedicar horas a estudiar el panel Nielsen de libros más vendidos de la semana, y calcular cuánto dinero tentaría a tal o cual autor.
Durante unos años, fue también un periodo de crecimiento
inusitado de la facturación de ese ‘producto’ llamado libro, un nuevo universo
en el cual los autores se convertían en ‘marcas’, y las conversaciones de los
cenáculos literarios versaban acerca de dinero.
El baile multimillonario consolidó la invasión de
Latinoamérica por parte de los grandes grupos españoles, y permitió que algunos
grupos medianos, e incluso ciertas editoriales tradicionalmente de calidad,
entraran en la refriega y participaran de aquel festín.
El resultado supuso una paulatina aniquilación de los
editores locales de las distintas repúblicas americanas.
No fue eso todo. Además, se disparó la transformación del
escritor en entertainer, alguien cuya
aparición en los mass media fomentada por los editores (que necesitaban mayor
exposición de la ‘marca’ comprada a base de sumas difícilmente rentabilizables)
convertía al intelectual en alguien dispuesto a opinar sobre cualquier cosa con
tal de aumentar las ventas y los anticipos, aunque fuese a base de dar
espectáculo.
Todo eso no ha terminado en absoluto. En la miseria actual,
la batalla por quitar autores a la competencia y poner títulos en las listas de
best sellers continúa.
Pero la caída de las ventas desde comienzos del 2010 también
resulta espectacular. Y ha pillado con el pie cambiado a más de uno.
Pagados los anticipos que el agente calculó de acuerdo con
las ventas de la era millonaria, el editor comprueba hoy que le quedará sin
amortizar un 30, 40 o 50 por ciento de aquel anticipo firmado a ciegas por un
libro que no estaba aún escrito: era el precio de la ‘marca’. Incluso las
ventas del libro de bolsillo, pese a la ventaja del precio, han caído en
picado.
En cuanto al libro electrónico, es inexistente: apenas
alcanza el 1 por ciento de la facturación total. Es importante recordar que
profesores, médicos y enfermeras, y otros funcionarios públicos, que formaban
el grueso de la población aficionada a la lectura, han visto recortados sus
sueldos. Y que la masa de cinco millones de parados no está desde luego para
lujos como comprar libros.
Ahora, una tirada de 1.200 ejemplares cubre sobradamente las
ventas de una enorme proporción de los libros publicados, incluyendo los mal
llamados best sellers. Y los libros
con autor ‘marca’, esos que son mero entretenimiento para las masas, esos
‘productos’ que se venden mediante el marketing y la promoción, ya no alcanzan
ni la mitad de aquel millón de ejemplares de los años de vacas gordas.
Los editores habíamos tenido, antaño, una función social:
publicar ciertos libros que en lugar de dejar el mundo tal como estaba, lo
miraban de otra manera, lo transformaban. Con nuestro sello, cuya imagen y cuyo
prestigio se construían sin prisas y aceptando muchos riesgos, tratábamos de
recordar a quienes leían que había nuevas formas críticas de encarar la
realidad.
No sé cuánto queda de eso, ni cuánto quedará cuando el
reventón de la burbuja editorial arrase con casi todo. A día de hoy, mantener
vivo un catálogo de ensayo y literatura críticos como el de mi diminuta
editorial, ha supuesto sacrificios enormes, trabajar solo por amor al arte, y
buscar formas alternativas de ganarse el sustento.
Pero no son todo desdichas. Siguen apareciendo nuevos
originales que no dejan el mundo como estaba, sino que los critican y
transforman. Aún hay escritores capaces de pensar de otro modo. Publicar alguna
de esas obras todavía justifica que nos dediquemos a este extraño oficio.
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