A pesar de los casi cuarenta años
que lleva viviendo en España y de las muchas maneras de haberse involucrado en
la vida española (y tener varios hijos de esa nacionalidad es apenas una de
ellas), Andrés Ehrenhaus sigue siendo
profundamente argentino. Y uno de los principales rasgos de esa condición –que mucho
tiene de fatalidad– es su franca voluntad de reflexionar públicamente sobre
aquellas cuestiones que sin duda merecen un debate frontal y no maledicencias
solapadas en listas cerradas de acceso privado, cuando no eructos en algún
pasillo académico. Por eso, tal vez habría que leer esta columna a la luz del
ensayito del profesor Zaro colgado hace ya más de una semana y del intento de discutirlo
por parte del Administrador de este blog.
De polémicas, discusiones,
conversaciones, charlas, debates
Cada tanto, además de traducir
los textos de otros, los (o algunos) traductores tratamos de traducir nuestros
pensamientos. No es que nos salga mejor que a otros, por más traductores que
seamos: ya se sabe lo traidor que es eso y lo doblemente traidor que es uno.
Pero bueno, algo sale. Últimamente, lo que tratamos de traducir es lo que
pensamos de un tema esencial, cual es la lengua de la traducción. Es esencial
porque sin lengua no hay traducción, punto final. La habrá de partida pero si
no la hay de llegada, apagá y vámonos, Cacho. Sin embargo, haberla hayla, como
las meigas, cuya exclusividad gallega no las libra de pasar al acervo amplio de
esa lengua a la que también pertenecen. Cuestión que, como la hay, cada cual la
emplea como puede y algunos, digo, le damos vueltas tanto en concreto como en
abstracto, preguntándonos si está bien tal cual es, si es de alguna manera, si
debería ser o no ser de otra. Por ejemplo, pregunta práctica donde las haya: si
yo traduzco para la industria vagamente española y soy venezolano, ¿debo
dejarme llevar por la naturalidad y escribir que tal cosa es una (vulg.)“vaina”
donde supongo que mi editor y sus vagamente españoles lectores esperan que
escriba que es un (vulg.) “coñazo”? ¿Debo olvidarme del (vulg.) y escribir
simplemente “molestia”, “engorro”? Etc.
Tales preguntas de superficie
siempre siembran tempestades más profundas. Personalmente no creo que el
problema sea en absoluto lexicológico, pero es lo más gráfico que tenemos a
mano y lo que antes surge y más tarde se apaga en los mentideros y reuniones.
Si surge, si uno se hace la pregunta, si hay distintas respuestas y ninguna
regla que las uniformice, será porque la lengua de la traducción es un tema
vivo. O sea, discutible. O sea, digno de conversación, de debate, de reflexión
como mínimo. Usamos esa lengua cada día, es nuestra herramienta más preciada;
más vale que la mantengamos en forma, afilada, engrasada, al día de revisiones
y libre de taras que impidan su uso profesional. Bien. O no tan bien. Porque
pasa una cosa curiosa. Pasa que pensamos y decimos muchas cosas acerca de esta
herramienta pero no somos capaces de acabar de ponerla en discusión, de
exponerla al debate, de conversar sobre ella sin pasar rápidamente a la charla
y de ahí, en el mejor de los casos a la polémica. En mi barrio, ir a los bifes.
Como Tweedledee y Tweedledum. He dicho en el mejor de los casos: en el peor, y
el más habitual, y a eso iba, todo lo que se piense y diga o escriba, ya sea
suelto o en paquete, va a parar a la mustia sombra del armario. Casi con
vergüenza, como si hablar del tema fuera desnudar ante el mundo la orientación
sexual de los traductores.
Fui al diccionario y miré.
Polémica viene de Pólemos, un demonio
griego de la guerra o las batallas, es decir, alguien que tiende a resolver las
cosas a palos, a los bifes. Discusión, de dis-quatere, que es sacudir algo para
o hasta separarlo. Debate, que viene de de-batere,
implica un punto más de ansiedad: golpear algo para fraccionarlo. Conversación
parece dejar un poco de lado la obsesión centrífuga y tender a la reunión de lo
disperso. Charla dizque de charler, parlotear de oídas acerca de Charlemagne,
de sus sedicentes hechos y hazañas. Veamos, pues, traductores, qué queremos
hacer con el tema de la lengua de la traducción. Las opciones son variadas,
pero hacer como que no está golpeando las endebles puertas del armario para
salir de la penumbra rancia y respirar un poco de aire puro, ningunear su
necesidad de revisión, mirar para otro lado cada vez que asoma no es una alternativa
válida. Ya no. Hay que hablar. Abrir juego. Poner un poco de cuerpo. Dejar de
nadar en la demagogia con el esfínter apretado y un flotador lleno de parches.
Hablar con rigor pero sin miedo, sin miedo, sin miedo, como decía Marito
Merlino. Hablar como traductores.
ya que invitan al debate, al debate vamos.
ResponderEliminaren primer lugar, se agradece al administrador de este blog la foto, uno siempre se envanece cuando sale favorecido.
en segundo lugar, la alusión va bastante más lejos de lo que se apunta en la entradilla ad hoc; de hecho, se remonta como mínimo a un trujamán (también reproducido aquí) que carlos fortea tituló "las dos orillas".
en tercer lugar, quisiera dejar claro que otorgo gran valor al artículo de j.j. zaro, al que aprovecho para saludar efusivamente.
en cuarto lugar, animo a quienes puedan aportar sus opiniones personales a que venzan el pudor inicial y las compartan.