Servidumbre y grandeza de la traducción (III)
En un discurso en el que pretendo
hablar no solo de la servidumbre de la traducción sino también de su grandeza
resulta imposible no aludir a la
Escuela de Traductores de Toledo, para Don Gregorio Marañón
una de las tres aportaciones esenciales de España a la historia de la Humanidad (las otras dos
son el descubrimiento de América y el enriquecimiento de la mística universal (García
Yebra, 1994: pág. 91)). Sin embargo, la verdad es que sabemos poco de los
traductores (si es que ya se llamaban así) de esa famosísima escuela, de la que
se ha dicho que no fue una verdadera escuela, ni estrictamente de traductores
ni tampoco de Toledo (sino también de Ripoll, Tarazona, Tudela y otros
lugares).
No es posible, sin embargo, despachar con un par de frases
lo que fue la traducción en la
España de los siglos XII y XIII, y resulta imprescindible
remitirse al respecto a D. Valentín García Yebra, que en su libro En torno a la
traducción ( García Yebra, 1983: págs. 307 y sigs.)
describió cumplidamente el esplendor y eficacia de la traducción en esos tiempos.
A Toledo fueron a parar restos
muy valiosos de la famosa biblioteca de Alhaken II, de 400.000 volúmenes,
cuando, como dice D. Ramón Menéndez Pidal, las bibliotecas eclesiásticas de la Europa occidental “contaban
sus libros por docenas o no pasaban de la centena” (Menéndez Pidal, 1954: pág.
726). Musulmanes, cristianos y judíos convirtieron a Toledo, como es sabido, en
“el gran centro de transmisión de la cultura árabe a la Europa Occidental
cristiana” (García Yebra, 1983: pág. 310).
Por mi parte, quisiera mencionar
al menos el nombre del arzobispo Raimundo, fundador de la escuela de estudios
arábigos-latinos convertida luego en “Escuela de Traductores” y, aunque solo
sea como homenaje al inolvidable personaje creado por D. Antonio Mingote
Barrachina, más conocido por “Mingote”, al canónigo catedralicio Domingo
Gonzalbo, también llamado “Gundisalvo”, que fue un gran impulsor de la Escuela. No puedo
hacer ahora el elogio que merecería la labor posterior de Alfonso X (nacido en
1221), un monarca que no en balde ha pasado a la Historia con el
sobrenombre de “el Sabio”.
En general, cuando se habla de la traducción como
profesión, como oficio, se suele decir que el concepto de originalidad era muy
distinto en otros siglos y que la defensa de la “originalidad” a todo precio es
una herencia del romanticismo que todavía padecemos. Pero creo que no es
cierto. Como señala también García Yebra en Traducción, historia y teoría, “la
traducción en general y en particular de los grandes autores de Italia (Dante,
Petrarca, Ariosto, Sannazaro, Tasso) floreció en España durante el Siglo de Oro
con fuerza y esplendor semejantes a la pujanza y brillo de la literatura
original” (García Yebra, 1994: pág. 151).
***
A lo largo del siglo XVII se va
diferenciando al traductor del intérprete, y el término “traductor” (tradutor) aparece documentado en el Tesoro de la lengua castellana de
Covarrubias (de 1611), en donde, bajo el lema “tradución”, se dice: “Si esto no
se haze con primor y prudencia, sabiendo igualmente las dos lenguas, y
trasladando en algunas partes, no conforme a la letra pero según el sentido,
sería lo que dixo un hombre sabio y crítico, que aquello era verter, tomándolo en
significación de derramar y echar a perder” (Covarrubias, 1993). Sin embargo,
como ha observado D. Pedro Álvarez de Miranda, “traducir y traducción se documentan hacia 1442 en Juan de Mena” y
ya en 1508 (un siglo antes de que Covarrubias compilara su Tesoro) Francisco de
Ávila se había referido a fray Ambrosio Montesino como “traductor del Cartuxano”.
Y en la célebre carta-prólogo de Garcilaso antepuesta a la traducción de El cortesano hecha por
su amigo Juan Boscán, Garcilaso aseguraba (en 1534) haber sido este “muy fiel
«tradutor» de Castiglione”. Es decir, “traductor no «se incorporó» al español
en 1611, sino acaso –seamos prudentes– a principios del XVI, en convivencia con
traduzidor, que está en Nebrija (y
también antes, a mediados del XV), trasladador,
etc.” (Álvarez de Miranda, 2010).
Ahora bien, ¿qué pensaba Cervantes, por ejemplo, de la traducción,
de los traductores? ¿Como es posible que no conozcamos siquiera el nombre del
supuesto autor de gran parte de la obra más famosa de la literatura
española?
Los pasajes en que Cervantes
habla de la traducción en el Quijote han
sido mil veces analizados y comentados. Sin embargo, es un hecho que el
“morisco aljamiado” de que habla el capítulo IX del Quijote no tiene nombre conocido... aunque es verdad que Cervantes
no pretende que el lector crea que su libro es realmente una traducción y se limite
a utilizar el manido recurso del “manuscrito encontrado”, habitual en los
libros de caballerías.
La metáfora de los tapices del revés de que se habla luego
en el capítulo LXII durante la visita a una imprenta en Barcelona no es de
Cervantes. Aparece ya trece años antes de la publicación de la primera parte
del Quijote, en la Prefación al Lector del Arte poética de Horacio
traduzida de Latín en Español por Don Luis
Zapata (Lisboa 1592) y hay quien dice que procede de Temístocles, a finales del
siglo VI y primera mitad del V antes de Cristo. Pero da igual. Las palabras de Cervantes
son muy claras: “Osaré yo jurar –dijo don Quijote– que no es vuesa merced
conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los
loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados!
¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir
de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y
latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés; que aunque se
veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la
lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio, ni
elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro
papel”. En definitiva, Cervantes distingue entre la traducción, sobre todo del griego
y el latín, que considera una noble ocupación del escritor, y la profesión del
intérprete, trujamán, dragomán o faraute que hace su humilde oficio por dinero
o, como en el caso del Quijote,
por unas arrobas de pasas y unas fanegas de trigo. En realidad, Cervantes comparte
plenamente las ideas de su época sobre la traducción.
De una época en la que, por cierto, casi todos los
escritores, bien o mal, traducían. Ahora bien, como dice Ruiz Casanova en su Aproximación a la
historia de la traducción en España, la opinión común era que los
traductores eran “para unos, corruptores de la lengua castellana y deturpadores
de las obras que traducen, y para otros, ingenuos, dedicados a una tarea
imposible” (Ruiz Casanova 2000: pág. 251). Es cierto que Cervantes salva a dos
famosos traductores: el doctor Cristóbal Figueroa, traductor del Pastor fido de
Battista Guarini y, sobre todo, Juan de Jáurigui (o Jáuregui), traductor del Aminta, de Torquato Tasso y, al parecer,
buen amigo del propio Cervantes. En el capítulo II de El viaje al Parnaso, Cervantes le dedica un poema:
Y tú, DON JUAN DE
JAUREGUI, que á tanto
El sabio curso de tu
pluma aspira,
Que sobre las esferas
le levanto:
Aunque Lucano por tu
voz respira,
Déjale un rato y con
piadosos ojos
A la necesidad de
Apolo mira:
Que te están esperando
mil despojos
De otros mil atrevidos,
que procuran
Fértiles campos ser,
siendo rastrojos.
(Cervantes, 1841: pág. 283).
La traducción aparecerá otras
veces en la obra literaria de Cervantes. No obstante, Michel Moner, de la Universidad de Grenoble,
subraya que “la labor del traductor se venía desprestigiando en España. Como
trabajo literario, se la consideraba ya como trabajo servil y de pocos méritos”
(Moner, 1990: pág. 515). Y, por si fuera poco, afirma: “La problemática de la
traducción queda estrechamente vinculada, en los textos cervantinos, con rasgos
y conceptos más bien negativos, como el equívoco y la mentira, la falsificación
y el plagio”. (Moner, 1990: pág. 524).
También José Ramón Trujillo, en
su artículo “La traducción en Cervantes: lengua literaria y conciencia de
autoría” (Trujillo, 2004: pág. 174), se refiere al “desprecio generalizado que
sufría la traducción en el siglo de oro”, aunque admite que “resulta
problemático hablar de traducción en la época como si se tratara de un término
unívoco. Bajo esa voz encontramos tanto traslaciones, adaptaciones y versiones
de obras o fragmentos, como imitaciones de temas, fórmulas y estructuras” (pág.
177).
El propio Boscán, modelo de traductores, se muestra
escéptico. En la dedicatoria a doña Gerónima Palova de Almogávar de su
traducción de Il
Cortigiano de Baltasar de Castiglione dice que
siempre consideró “vanidad baxa y de hombres de pocas letras andar romanzando
libros, que aun para hacerse bien, vale poco, cuanto más haciéndose tan mal que
ya no hay cosa más lexos de lo que se traduce que lo que es traducido” (Alvar,
2009: pág. 157. Y casi un siglo más tarde (1521) Lope de Vega escribe en La Filomena : “...
plegue a Dios que yo llegue a tanta desdicha por necesidad, que traduzca libros
de italiano a castellano; que para mi consideración es más delito que pasar
caballos a Francia”. (García Yebra, 1994: pág. 202).
Parece, pues, evidente que los
tiempos no valoraban demasiado la labor del traductor ni la traducción
profesional. Menos mal que al final del episodio de la visita a la imprenta, Don
Quijote dice: “Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del
traductor, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos
provecho le trujesen”.
Habrán de pasar siglos antes de
que Goethe escriba, también en tono condescendiente pero con mayor justicia: “
Porque se diga lo que se diga de la insuficiencia de la traducción, esta es y
sigue siendo una de las ocupaciones más importantes y más dignas del
intercambio mundial”.(2)
(2) Denn was man auch von der Unzulänglichkeit des Übersetzens sagen
mag, so ist und bleibt es doch eines der wichtigsten und würdigsten Geschäfte in dem allgemeinen. Weltverkehr. (Goethe, 1985:
pág. 434).
***
continúa en la entrada de mañana
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