“A partir de la investigación y de su propia experiencia
como traductor, el autor de este artículo reflexiona sobre las variadas formas
que puede adquirir el delicado arte de expresar en una lengua lo que está
escrito en otra, y destaca la importancia que ha tenido esa tarea en la
constitución de la identidad cultural del país”, dice la bajada del artículo
que Alejandro
Patat* (foto) publicó en ADN, del diario La Nación
de Buenos Aires, el viernes 11 de octubre pasado.
La traducción literaria en la Argentina –afirman en
los últimos años casi por unanimidad todos aquellos que la han estudiado o
practicado– no es un factor al margen de la identidad cultural del país, sino
uno de los pilares sobre los que se funda tal identidad. Sin traducciones
pensadas, programadas y elaboradas por argentinos a lo largo de dos siglos,
nuestra cultura sería otra o probablemente no sería. Anna Gargatagli y Patricia
Willson han ejemplificado de manera magistral cómo la busca de un estilo propio
de nuestros escritores ha sido y es inescindible de la vasta experiencia en el
campo de la traducción.
Dos ideas inconciliables
Si se me permite una síntesis
brutal, creo que es posible reducir todos los debates modernos sobre la
traducción, fuera y dentro de nuestro país, a dos grandes polos inconciliables.
A la primera posición, férrea en su afán totalitario, la llamaría "semiótica",
porque considera la traducción un acto comunicativo, susceptible de ser
catalogado minuciosamente en una serie finita de fenómenos. Quienes levantan
esa bandera están persuadidos de que la traducción es una práctica codificada,
que implica determinados procedimientos y estrategias, aplicables en los
distintos casos que todo texto presenta. Para ellos, el traductor es un técnico
que ejercita una labor mecánica con mayor o menor desenvoltura. Hoy existen
asociaciones, colegios de traductores públicos, carreras específicas,
publicaciones y congresos de traductología en universidades de todo el mundo.
En estas instituciones han nacido verdaderos grupos
"fundamentalistas", que excluyen de la órbita de la "buena"
traducción a quienquiera no haya recibido su formación, y que congelan, por lo
tanto, el concepto de la traducción como profesión.
Del otro lado, en continua
posición de combate o, peor aún, con agresiva indiferencia a la idea de la
profesionalización, se ubican los que defienden la perspectiva de la traducción
como un hecho que yo llamaría "estético". Como es razonable, quienes
sostienen este otro postulado ahondan sus raíces en los primeros debates
filosóficos y religiosos para llegar a la idea de traducción como producto
artístico, con sus propias convenciones y poéticas. Para estos últimos, es
inútil que un traductor conozca las abstrusas taxonomías que la tradición
académica difunde sin cesar y que cambia según los caprichos de las modas
universitarias. El acto de traducir, argumentan, se basa en un trabajo de
excavación en la propia lengua, con agotadoras intuiciones explorativas y
experimentales. La traducción esconde las mismas insidias de cualquier
actividad artística, y el traductor enfrenta plenamente los desafíos de la
escritura.
Problemas
Dado que he optado por la
brutalidad, espero se me conceda otra síntesis. La ya casi infinita biblioteca
acerca de la traducción guarda en realidad un engaño. Como la filosofía, la
traducción vuelve siempre a los primeros interrogantes, que, son, desde ya, irresolubles.
Según Franco Buffoni, el mayor estudioso de la traducción en Italia, director
de la magnífica revista Testo a Fronte, todos esos
interrogantes se han presentado a lo largo de la historia como ejes binarios de
carácter opositivo. Libertad/sumisión; traición/fidelidad;
estilización/literalidad; sentido/palabra; domesticación/extranjerización son
algunos de los ejes claves que dieron lugar a las diversas tipologías
traductivas que Antione Berman ha examinado en su brillante ensayo La
traduction et la lettre ou l'auberge du lointain .
Más allá de estos excelentes materiales, propongo –modestísimamente– otro
camino.
Un estudio por casos
En distintas oportunidades, ya
sea en el café o en las aulas universitarias, me he visto obligado a discutir
acaloradamente sobre uno de los lugares comunes más difundidos en nuestro país:
el hecho de que la cultura argentina es el resultado de una conmixtión original
de ideas y soluciones que provienen de Francia o de Inglaterra. La idea de una élite
cultural filofrancesa y filoinglesa ya en el siglo XIX no me parece discutible.
Demasiados testimonios lo confirman.
Ahora bien, si en vez de concebir
las traducciones argentinas del inglés y del francés como hegemónicas y
paradigmáticas nos detuviéramos a pensar aquello que deriva del contacto de
nuestra literatura con otras lenguas, obtendríamos nuevas perspectivas y
cuestiones. Dada mi limitado conocimiento, querría ilustrar sólo algunos
fenómenos que resultan del contacto entre la literatura italiana con las
tradición traductora de nuestro país.
Insisto,
todavía no existe una historia de la traducción en la Argentina , pero si
existiera, debería organizarse por "casos", y debería tener en cuenta
esas otras empresas no tan marginales que los argentinos emprendieron más allá
de las literaturas inglesa y francesa. Los "casos" son simplemente
los distintos modos de haber entendido y ejecutado la práctica de traducción.
La traducción política
Los románticos, se sabe,
abrazaron la idea de la traducción como gesto iluminista, como arma capaz de
borrar las fronteras y de universalizar las ideas fundacionales de la
modernidad. En la Argentina ,
la traducción de las tragedias de Alfieri o de las novelas de Foscolo y Manzoni
significó dar a conocer la catástrofe italiana, especular de la argentina, en
cuanto naciones en busca de una auténtica libertad. La apropiación política de
esos textos claves de la literatura italiana del siglo XIX fue fundamental
también para la generación del 80, que vio a Italia no como nación-modelo, sino
como nación-hermana. Quizás éste sea uno de los motivos por los cuales los
lectores argentinos de hoy siguen leyendo las grandes obras inglesas y
francesas del siglo XIX como obras "maestras" de mundos acabados,
pero desconocen en general esas obras italianas. Porque fue su circulación en
traducciones políticas, demasiado apegadas a las urgencias históricas de
nuestro país, la que no permitió ni siquiera entrever los motivos por los que
esas mismas obras son imprescindibles en Italia: su innovación formal y su
grandiosa experimentación lingüística.
No será la primera ni la última
vez que los textos italianos entrarán por la puerta de la política (Gramsci,
por mencionar el caso más importante del siglo XX), para desatender la
imponente grandeza estética de sus escritos.
La traducción demiúrgica
La traducción de La Divina Comedia ,
hecha por Bartolomé Mitre, sufrió los embates violentos de los irreverentes
jovencitos reunidos en torno a la revista Martín Fierro ,
allá por los años veinte. Desde entonces, la versión del poema dantesco ha sido
injustamente olvidada o denigrada. Sin embargo, la traducción de Mitre ha
tenido un rol imprescindible en nuestro país, nos guste o no nos guste su
versión. ¿Por qué? Porque al cabo de largos años de trabajo, que van desde 1891
hasta 1897, considera su propia versión a la par del original. Es más, antepone
al texto una "Teoría del traductor" e incluye cientos de notas a la
traducción (y no al texto). Todo eso implica que estamos leyendo La Divina Comedia de
Mitre, más que la de Dante.
Traducción demiúrgica significa
que el traductor se sobrepone al autor. Porque si éste construye y crea, el
segundo se sumerge y penetra en el misterio de la creación.
La traducción por identificación
"La tarea del escritor no es
imaginar sino percibir", sentenció Proust. Propongo que el predicado se
aplique plenamente a la tarea del traductor. "Un traductor debe
primeramente perder y luego recuperar su propia identidad", afirmaba Elsa
Gress, escritora danesa, en ese precioso volumen sobre la traducción que la
revista Sur publicó
en 1977. La Argentina
ofrece muchos casos de escritores abocados a la percepción sutil de una obra
imaginada por otro. La llamaré traducción por identificación. A tal punto que
un traductor de este tipo sufre una especie de ensimismamiento y apropiación de
una identidad ajena, cuyo síntoma final consiste en transformarse en álter ego
del autor. Permítaseme contar una anécdota curiosa. Cuando en 1997 traduje
junto con Carlos Ripso una antología de Montale, no preví que esa acción,
efectivamente audaz y osada, despertaría las justas sospechas de Horacio
Armani, el famoso traductor de Montale en la Argentina. Nuestra
operación no guardaba ningún rencor contra aquel texto excelente que había
circulado y sigue circulando notablemente en nuestro país. Armani, sin embargo,
no concebía que existieran dos versiones simultáneas. La paradoja –lo descubro
después de años– es que muchas veces la nueva identidad del traductor es tan
perfecta que termina por velar la del escritor mismo, y no viceversa.
La traducción que da voz
En aquel número inolvidable de Sur,
tres textos subyacen a las discusiones de los latinoamericanos que participaron
del volumen: la famosa diatriba Newman-Arnold en torno a la intraducibilidad de
Homero, el artículo "Miserias y esplendores de la traducción", de
Ortega y Gasset, de 1937, y el notable ensayo de Octavio Paz, Traducción:
literatura y literalidad , publicado en Barcelona en 1970.
Ortega había esclarecido la
diatriba acerca de la intraducibilidad de todo texto, desplazando la imagen
banal de la inadecuación de los códigos retórico-semánticos de una obra clásica
hacia una disquisición mucho más fina acerca de lo que una lengua manifiesta o
acalla.
Cada
lengua es una ecuación diferente entre manifestaciones y silencios. Cada pueblo
calla unas cosas para poder decir otras. Porque todo sería indecible. De aquí
la enorme dificultad de la traducción: en ella se trata de decir en un idioma
precisamente lo que este idioma tiende a silenciar.
A
estas alturas, habría que pensar el rol esencial que cumplieron en la dictadura
argentina algunos textos de Pavese, escritos también ellos en clave durante el
fascismo. La influencia de Pavese entre la generación de escritores como Piglia
o Saer es notoria, pero todavía no se ha hecho hincapié en todo lo que la
literatura argentina "dijo" a partir de los escritos de Pavese. O si
se quiere, basta con leer muchas de las versiones de Rodolfo Alonso y Pablo
Anadón para comprender cuántas más cosas dijo nuestra poesía a partir de la
poesía italiana del siglo XX.
La traducción reivindicativa
Digamos que la reivindicación del
estatuto de las lenguas coloniales respecto de la lengua de la madre patria
acompaña los debates desde la
Independencia hasta nuestros días, con las posiciones que ya
conocemos, y que van de un extremo al otro.
Lo cierto es que la industria
editorial de los últimos años en lengua castellana, como resulta del hermoso
volumen La
traducción literaria en América Latina , compilado por Gabriela Adamo,
ha privilegiado la variedad ibérica a la hora de difundir textos en lenguas
extranjeras. No se trata sólo de una política lingüística normativa, ciega ante
un público masivo latinoamericano que tiene problemas tangibles para digerir
las traducciones españolas. Con el pase de las grandes editoriales argentinas a
manos españolas, se trata más bien de una cuestión de política editorial. Uno
de los más espinosos es la circulación inquietante de traducciones argentinas
manipuladas. Como señala Gargatagli en el volumen recién citado, "a partir
de 1976, se trasladaron a España catálogos enteros de las empresas argentinas
que iban desapareciendo y las traducciones nacionales pasaron a ser un inmenso
borrador que podía corregirse, plagiarse, editarse, denigrarse,
peninsularizarse y enviarse otra vez a la Argentina ".
A
este propósito resulta imperdible el ensayo de Andrés Ehrenhaus, incluido en el
volumen. Argentino exiliado y radicado en España desde hace décadas, Ehrenhaus,
se reconoce traductor "huésped" en la lengua de España. A las
objeciones de sus connacionales por la adaptación de la propia variedad
lingüística replica que, a fin de cuentas, cualquier manipulación o sumisión de
la propia variedad a la normativa peninsular implica siempre un desborde, una filtración,
un desangrarse de la lengua materna, que deja sus huellas y sus manchas.
Cuando
en los años noventa Antonio Aliberti, poeta argentino nacido en Sicilia,
concluyó sus traducciones de Leopardi, confesándome que ese enorme trabajo lo
había purificado y lo había preparado para su muerte inminente, no imaginaba
quizá que su versión del monumental poeta italiano nos quedaría como testimonio
maravilloso de esa lengua particular que los argentinos construyeron con el
aporte de los inmigrantes italianos.
La traducción como compensación
Sin embargo, los argentinos no
deberíamos olvidar tan a menudo que la lengua que hablamos tiene una larga
historia, que no está hecha sólo de glorias, "el bronce de Francisco de
Quevedo", según rezan los versos de Borges. En 1971, en Nueva York, el
político, periodista e historiador catalán Víctor Alba (1916-2003), militante
del Partido Comunista español, preso por el franquismo en Alicante y luego en
Barcelona, exiliado en México y luego en Estados Unidos, fue invitado a
participar de unas importantes jornadas sobre traducción. El original escrito
de Alba, recogido por Sur, razona en torno a un tema ajeno a la cultura
norteamericana, pero impelente en el caso de la lengua española: nuestra lengua
ha hecho siempre las cuentas con contextos dictatoriales, dominados por el
control y la censura de Estado. El traductor no ha sido indemne a los juegos
acrobáticos de la lengua y a las paráfrasis disuasivas.
La traducción ideológica
Los años setenta fueron propicios
para la ideologización de la práctica de traducción, cuyo principal problema
pasó a ser la cuestión de la traducibilidad cultural. En esos años, la revista Pasado
y Presente ,
en Córdoba, al traducir los Cuadernos de la cárcel ,
de Gramsci, planteó el siguiente problema: ¿hasta qué punto los postulados y las
ideas relativas a la realidad italiana son traducibles en América Latina?
¿Conceptos como "hegemonía" o "intelectual orgánico"
significan la misma cosa de un lado y del otro del Atlántico? El debate no era
otra cosa que la traducción del propio debate que Gramsci había generado en sus Cuadernos ,
donde se preguntaba si las literaturas populares francesa y rusa del siglo XIX
eran del todo traducibles en la
Italia del mismo período. La historia de las ideas en América
Latina ha sido, de por sí, una respuesta a la cuestión.
La traducción como experimentación
Patricia Willson, en La Constelación
del Sur, ha trazado un panorama de las traducciones argentinas del grupo
Sur, analizando las soluciones de Victoria Ocampo, José Bianco y Jorges Luis
Borges. De las innumerables intuiciones críticas de la ensayista, rescato aquí
una en particular: la idea de que la traducción fue y es en la Argentina un laboratorio
estilístico, cuyo ejercicio de reescritura traductiva termina por filtrarse en
las obras.
A los tres modelos que Willson
propone, yo les sumaría las soberbias interpretaciones de Enrique Pezzoni de
algunos textos italianos, que no han recibido hasta ahora la misma atención que
sus textos críticos. Porque no habría que olvidar la bella metáfora de Jaime Rest
en su ensayo "Reflexiones de un traductor": “El texto original es
siempre una partitura que atesora en su silencio la forma ideal de la
composición: el traductor no en vano es un intérprete, un ejecutante de la
partitura”.
La traducción como saqueo
He dejado deliberadamente para el
final la visión de la traducción como saqueo, idea que Borges ha injertado en
nuestra cultura. Para Ricardo Piglia, el germen de las ideas borgeanas se halla
en la traducción desviada del epígrafe " On ne tue point les idées "
del Facundo ,
que Sarmiento atribuye equívocamente a Fortoul en vez de Diderot, y que traduce
"mal" en la edición de 1845: "A los hombres se los degüella, a
las ideas no". Allí estaría la vocación apócrifa de nuestra literatura.
Las distintas posiciones de Borges
en torno a la traducción han sido analizadas puntualmente por Sergio Waisman.
Así, la célebre frase de Borges "el concepto de texto definitivo no
corresponde sino a la religión o al cansancio", hoy incluida en Discusión,
lo llevó a afirmar que "la superstición de la inferioridad de las
traducciones –amonedada en el consabido adagio italiano– procede de una
distraída experiencia". Éstos serían los corolarios que conducen a la idea
de traducción como falsificación, distorsión, desdoblamiento, apropiación,
saqueo. Al final de su carrera, en "El oficio de traducir", en 1975,
Borges afirma –expandiendo aún más las infinitas posibilidades de la traducción–
que ésta no es sino una forma de "sentir el universo".
Si
Borges se apropió de una gran cantidad de textos escritos en otras lenguas,
será útil saber que en 1965 se negó a aceptar la invitación de los
intelectuales latinoamericanos a traducir La Divina Comedia .
Claudia Fernández Greco, estudiosa de la Universidad de Buenos Aires, está llevando a cabo
un análisis titánico de las traducciones de Dante en la Argentina y acaba de
aportar una interesante interpretación de esa negativa. Porque una literatura
está hecha también de textos que nunca existieron.
Final
En 1958, Juan Rodolfo Wilcock se
encuentra en Londres, lugar que había elegido para escapar de la Argentina reducida al
enfrentamiento entre peronismo y antiperonismo. Desde su exilio voluntario,
escribe cartas desesperadas a Miguel Murmis, a quien había conocido y
frecuentado en Buenos Aires. Y entre notas personales, agrega críptico:
"Veo la Argentina
como una inmensa traducción". Wilcock, el amigo íntimo de Silvina Ocampo,
que se había enemistado con Victoria, deja suspendida esta idea. Creo que con
esta frase Wilcock quiso subrayar que lo que más añoraba de Buenos Aires era el
espíritu cosmopolita de esos años, visible en la vocación omnívora por la
traducción. La suya era una consideración elegíaca de aquello que había dejado
para siempre. Su destino romano, así como su pasaje deslumbrante a la literatura
italiana en breves años, no hubieran sido posibles sin ese recurrente sueño
argentino, que consiste ante todo en traducir.
interesante artículo, de generosa amplitud y largo alcance: abre numerosas vías de discusión y evita la banalidad dualista que ha tendido históricamente a reducir nuestro ejercicio a un mero poder/no poder con el texto.
ResponderEliminar