La revista colombiana El
Malpensante, publicó en su número 65, correspondiente a octubre de 2005, la
siguiente conferencia de Roberto Calasso,
con traducción de Teresa Ramírez Vadillo,
que nos envío la traductora mexicana Lucrecia
Orensanz. En la bajada se lee: “Resulta fácil saber en qué consiste una
mala editorial. Las hay por decenas y todas se parecen mucho en la mezcla de
mercantilismo y miopía. En cambio, no existe una fórmula cierta para hacer una
buena. El autor de este ensayo, sin embargo, puede hablar del tema con
conocimiento de causa, pues la suya ha sido durante años una de las mejores
editoriales en lengua italiana”.
La edición como género literario
Quisiera hablarles de algo que
generalmente se da por entendido, pero luego no se revela como obvio en
absoluto: el arte de publicar libros. Y primero quisiera detenerme un instante
en la noción de edición en sí, porque me parece que está envuelta en una
notable cantidad de equívocos. Si se le pregunta a alguien: ¿qué es una
editorial?, la respuesta habitual, y también la más razonable, es la siguiente:
se trata de un ramo secundario de la industria, en el cual se trata de hacer
dinero publicando libros. Y ¿qué debería ser una buena editorial? Una buena editorial sería —si se
me concede la tautología— la que supuestamente publica, dentro de lo posible, sólo buenos libros. O sea, para usar una
definición rápida, libros de los que el editor tienda a estar orgulloso, y no a
avergonzarse de ellos. Desde este punto de vista, una editorial semejante
difícilmente podría revelarse de particular interés en términos económicos.
Publicar buenos libros nunca ha vuelto espantosamente rico a nadie. O, por lo
menos, no en una medida comparable con lo que puede suceder abasteciendo al
mercado de agua mineral o computadores o bolsas de plástico. Al parecer, una
empresa editorial puede producir ganancias notables sólo a condición de que los
buenos libros sean sumidos entre muchas otras cosas de calidad muy diferente. Y
cuando están sumidos, se pueden anegar fácilmente —y así desaparecer por
completo.
Luego, será bueno recordar que la
edición en numerosas ocasiones ha demostrado ser una vía rápida y segura para
derrochar y chuparse patrimonios sustanciosos. Se podría además agregar que,
junto con roulette y cocottes,
fundar una editorial siempre ha sido, para un joven de nobles orígenes, una de
las maneras más eficaces de despilfarrar su fortuna. De ser así, la pregunta es
cómo es que el papel del editor ha atraído a lo largo de los siglos a un número
tan alto de personas —y continúe considerándose fascinante y, en cierto modo,
misterioso también hoy—. Por ejemplo, no es difícil darse cuenta de que no hay
título más codiciado por ciertos poderosos de la economía, quienes con
frecuencia se lo conquistan literalmente a un precio de oro. Si esas personas
pudiesen afirmar que publican verduras congeladas, en vez de producirlas,
presumiblemente serían felices. Se puede entonces llegar a la conclusión de
que, además de ser un ramo de los negocios, la edición siempre ha sido una
cuestión de prestigio, no por nada sino porque se trata de un género de
negocios que es a la vez un arte. Un arte en todos los sentidos, y seguramente
un arte peligroso porque, para practicarlo, el dinero es un elemento esencial.
Desde este punto de vista, bien se puede sostener que muy poco ha cambiado
desde los tiempos de Gutenberg.
Y sin embargo, si pasamos la
mirada por cinco siglos de edición tratando de pensar en la edición misma como
un arte, en seguida vemos surgir paradojas de todo tipo. La primera podría ser
ésta: ¿con base en qué criterios se puede juzgar la grandeza de un editor?
Sobre esta cuestión, como solía decir un amigo mío español, “no hay
bibliografía”. Se pueden leer estudios muy doctos y minuciosos sobre la
actividad de ciertos editores, pero muy rara vez se encuentra un juicio sobre
su grandeza, como en cambio sucede normalmente cuando se trata de escritores o
pintores. ¿De qué estará hecha, entonces, la grandeza de un editor?
Trataré de responder a la
pregunta con algunos ejemplos. El primero, y quizá el más elocuente, nos remite
a los orígenes de la edición. Con la impresión ocurrió un fenómeno que se
repetiría más tarde con el nacimiento de la fotografía. Al parecer hemos sido
iniciados en estas invenciones por maestros que inmediatamente han alcanzado
una excelencia inigualable. Si se quiere entender lo esencial de la fotografía,
basta estudiar la obra de Nadar. Si se quiere entender qué puede ser una editorial,
basta echar un vistazo a los libros impresos por Aldo Manuzio. Él fue el Nadar
de la edición, el primero en imaginar una editorial en términos de forma. Y
aquí la palabra “forma” se entiende de muchas y diferentes maneras. En primer
lugar, la forma es decisiva en la elección y en la secuencia de los títulos a
publicar. Pero la forma tiene que ver también con los textos que acompañan a
los libros, además de la manera en que el libro se presenta como objeto. Por
eso incluye la portada, el diseño, la compaginación, los caracteres, el papel.
El propio Aldo solía escribir bajo la forma de cartas o epistulae aquellos breves textos
introductorios que son los precursores no sólo de todas las introducciones,
prefacios y epílogos modernos, sino también de todas las solapas de los forros,
los textos de presentación a los libretos y la publicidad de hoy. Fue aquél el
primer indicio del hecho de que todos los libros publicados por cierto editor
podían ser vistos como eslabones de una misma cadena, o segmentos de una
serpiente de libros, o fragmentos de un solo libro formado por todos los libros
publicados por ese editor. Ésta, obviamente, es la meta más audaz y ambiciosa
para un editor, y así ha persistido desde hace quinientos años. Y si les parece
que se trata de una empresa impracticable, bastará recordar que también la
literatura, si no oculta en su fondo lo imposible, pierde toda magia. Algo
similar creo que se puede decir de la edición —o al menos de ese particular
modo de ser editor, que ciertamente no ha sido practicado muy a menudo a lo
largo de los siglos, pero a veces con resultados memorables—.
Para dar una idea de lo que puede
nacer de esta concepción de la edición, me referiré a dos libros impresos por
Aldo Manuzio. El primero fue publicado hace quinientos dos años con el abstruso
título Hypnerotomachia Poliphili, que significa “Batalla de amor en
sueños”. Pero ¿de qué se trata? Era lo que hoy se llamaría una “primera
novela”. Y, además, de autor desconocido (y hasta hoy enigmático), escrita en
una suerte de lenguaje imaginario, una especie de Finnegans Wake compuesto sólo de mescolanzas e hibridaciones
de palabras latinas e italianas. Una operación más bien arriesgada, se diría.
Pero ¿qué aspecto tenía el libro? Era un volumen en folio, ilustrado con magníficos
grabados que constituían una perfecta contraparte visual del texto. Lo que es
aún más arriesgado. Pero llegados a este punto debemos agregar algo: según la
inmensa mayoría de los apasionados de libros, éste es el libro más bello jamás impreso. Lo que puede ser verificado por
cada uno de ustedes, si acaso les cayera en las manos una copia de aquella
edición o también, en el peor de los casos, un buen facsímile. Aquel libro era
obviamente un golpe de genio, único e irrepetible. Y al crearlo, el editor tuvo
una función capital. Pero no deben pensar que Manuzio era grande sólo como
preparador de tesoros para los bibliófilos de los siglos venideros. El segundo
ejemplo que tiene que ver con él va en una dirección completamente distinta:
tres años después de la Hypnerotomachia,
en 1502, Manuzio publicó una edición de Sófocles en un formato que él quiso
definir como parva forma,
pequeña forma: es el primer libro de bolsillo de la historia, el primer paperback. Literalmente, el primer
libro que se podía meter en un bolsillo. Al inventar un libro de tal formato,
Manuzio transformó los gestos que acompañan a la lectura. Así, el acto mismo de
leer mutó de manera radical. Observando el frontispicio, se puede admirar la
elegancia del caracter griego cur-sivo que aquí es usado por primera vez y en
seguida se convirtió en un valioso punto de referencia. Por eso, Manuzio fue
capaz de alcanzar dos resultados opuestos: por un lado, crear un libro como la Hyp-nerotomachia Poliphili que jamás tendría igual, y es casi el arquetipo
del libro único. Por otro, crear un
libro completamente distinto, como el Sófocles, que en cambio sería copiado
millones y millones de veces en todas partes, hasta hoy.
No diré más sobre Aldo Manuzio
porque ya veo perfilarse una pregunta en su mente, pregunta que se podría
formular así: bien, todo eso es fascinante y pertenece a las glorias del
renacimiento italiano, pero ¿qué tiene que ver con nosotros y con los editores
de hoy, anegados por la marea creciente de CD-ROM, sitios de Internet, e-book y DVD
—por no hablar de los diversos incestuosos connubios entre todos estos
mecanismos—? Si tuvieran la paciencia de seguirme todavía unos instantes,
trataré de dar una respuesta a esta pregunta usando otro ejemplo. En efecto, si
les dijera sin medias tintas que a mi parecer un buen editor de nuestros días
debería simplemente tratar de hacer lo que hacía Manuzio en Venecia en el
primer año del siglo XVI, ustedes podrían pensar que estoy bromeando —aunque no
bromeo para nada—. Entonces les hablaré de un editor del siglo XX, precisamente
para mostrarles cómo actuó exactamente de ese modo, aunque en un contexto
totalmente distinto. Se llamaba Kurt Wolff. Era un joven alemán, elegante,
rico, pero tampoco demasiado. Quería publicar nuevos escritores de alta calidad
literaria. Entonces inventó para ellos una colección de cuadernos más bien
inusitados, de formato vertical, llamada “Der Jüngste Tag”, “El Día del
Juicio”, un título que hoy parece completamente apropiado para una colección de
libros que salieron en Alemania durante la Primera Guerra
Mundial. Si dan una ojeada a estos libros de color negro, delgados y austeros,
con las etiquetas pegadas encima, como sobre cuadernos de escuela, quizá se
pondrán a pensar: ¿es así que debería presentarse un libro de Kafka? Y, en
efecto, varios de los relatos de Kafka fueron publicados en esta colección.
Entre ellos, La metamorfosis, en
1917, con una bella etiqueta azul y marco negro. En esa época Kafka era un
joven escritor poco conocido y extremadamente discreto. Pero, leyendo las
cartas que Kurt Wolff le es-cribía, se darán cuenta en seguida, por su
exquisito tacto y delicadas atenciones, que el editor simplemente sabía quién
era su interlocutor.
Kafka, por lo demás, no era
ciertamente el único joven escritor publicado por Kurt Wolff. Ese mismo año
1917, más bien turbulento para la edición, Kurt Wolff recogió en un almanaque,
que llevaba por título Vom Jüngsten Tag,
textos de algunos jóvenes autores. He aquí el almanaque y he aquí algunos de
los autores: Franz Blei, Albert Ehrenstein, George Heym, Franz Kafka, Else
Laske-Schüler, Carl Sternheim, George Trakl, Robert Walser. Son los nombres de
los jóvenes escritores que en ese año se encontraron reunidos bajo el techo del
mismo joven editor. Y esos mismos nombres, ninguno excluido, vuelven a entrar
en la lista de los autores esenciales que un joven hoy debe leer si quiere
saber algo de la literatura en lengua alemana de los primeros años del siglo
XX.
Llegados a este punto, mi tesis
debería mostrarse bastante clara. Aldo Manuzio y Kurt Wolff no hicieron nada
sustancialmente distinto, a distancia de cuatrocientos años el uno del otro. De
hecho, practicaban el mismo arte de la edición —si bien este arte puede pasar
inadvertido a los ojos de los demás, editores incluidos—. Y este arte puede ser
juzgado en ambos casos con los mismos criterios, el primero y el último de los
cuales es la forma: la capacidad
de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un
único libro. Y todo ello teniendo cuidado —un cuidado apasionado y obsesivo— de
la apariencia de cada volumen, de la manera en que se presenta. Y, finalmente,
también —y no es ciertamente el punto de menor importancia— de cómo ese libro
puede ser vendido al más alto número de lectores.
Hace aproximadamente cuarenta
años Claude Lévi-Strauss propuso considerar una de las actividades
fundamentales del género humano —cabe aclarar, la elaboración de mitos— como
una forma particular de bricolaje. Después de todo, los mitos están
constituidos de elementos ya preparados, muchos de ellos derivados de otros
mitos. Llegados a este punto sugiero sumisamente considerar también el arte de
la edición como una forma de bricolaje. Traten de imaginar una editorial como
un único texto formado no sólo de la suma de todos los libros que ha publicado,
sino también de todos sus otros elementos constitutivos, como las portadas, las
solapas, la publicidad, la cantidad de copias impresas o vendidas, o las
diversas ediciones en las que ha sido presentado el mismo texto. Imaginen una editorial
de esta manera y se encontrarán inmersos en un paisaje muy singular, algo que
podrían considerar una obra literaria en sí, perteneciente a un género
específico. Un género que se jacta de sus clásicos modernos: por ejemplo, los
vastos dominios de Gallimard, que de las tenebrosas florestas y de los pantanos
de la “Série Noire” se extienden a los altiplanos de la “Pléiade”, pero
incluyendo varias graciosas ciudades de provincia o asen-tamientos turísticos
que a veces se parecen a los pueblos Potëmkin de cartón, levantados en este
caso no por la visita de Catalina, sino por una temporada de premios
literarios. Y bien sabemos que, cuando llega a expandirse de esta manera, una
editorial puede adquirir un cierto carácter imperial. Así, el nombre Gallimard
resuena hasta los limbos más remotos adonde se extiende la lengua francesa. O,
en otra vertiente, podríamos encontrarnos en las vastas haciendas de Insel
Verlag, que dan la impresión de haber pertenecido por mucho tiempo a un
iluminado señor feudal que al final ha dejado sus propiedades a los más devotos
y probados intendentes... No quiero insistir más, pero ya ven que de este modo
se podrían concebir mapas muy detallados.
Considerando a las editoriales
desde esta perspectiva, se mostrará quizá más claro uno de los puntos más
misteriosos de nuestro oficio: ¿por qué un editor rechaza cierto libro? Porque
se da cuenta de que publicarlo sería como introducir un personaje equivocado en
una novela, una figura que arriesgaría desequilibrar al conjunto o desvirtuarlo.
Un segundo punto concierne al dinero y a las copias: siguiendo esta línea, se
estará obligado a tomar en consideración la idea de que la capacidad de hacer
leer (o, por lo menos, comprar)
ciertos libros es un elemento esencial de la calidad de una editorial. El
mercado —o la relación con ese desconocido, oscuro ser llamado “el público”— es
la primera ordalía del editor, en la acepción medieval del término: una prueba
de fuego que puede también convertir en humo considerables cantidades de
billetes. Por lo tanto, se podría definir a la edición como un género
li-terario híbrido, multimediático. E híbrido sin duda lo es. En cuanto a que
se mezcla con otros media, se
trata de un hecho ya obvio. No obstante, la edición, como juego, sigue siendo
fundamentalmente ese mismo viejo juego que Aldo Manuzio practicaba. Y un nuevo
autor que se nos viene encima con un libro abstruso es para nosotros parecido
al aún elusivo autor de la novela intitulada Hypne-rotomachia
Poliphili. Hasta que este juego dure, estoy seguro de que siempre habrá
alguien dispuesto a jugarlo con pasión. Pero si un día las reglas tuvieran que
cambiar radicalmente, como a veces estamos inducidos a temer, estoy igualmente
seguro de que sabremos convertirnos a alguna otra actividad —y podremos también
reencontrarnos en torno a una mesa de roulette,
o de écarté o de black
jack.
Quisiera cerrar con una última
pregunta y una última paradoja. ¿Hasta qué extremos se puede llevar el arte de
la edición? ¿Es posible aún concebirla en circunstancias en que lleguen a
faltar ciertas condiciones esenciales suyas, como el dinero y el mercado? La
respuesta —sorprendentemente— es afirmativa. Al menos si observamos un ejemplo
que nos ha llegado de Rusia. En plena Revolución de Octubre, en esos días que
fueron, en las palabras de Aleksandr Blok, “una mezcla de angustia, horror,
penitencia, esperanza”, cuando las imprentas ya habían sido cerradas por tiempo
indeterminado y la inflación hacía subir los precios de hora en hora, un grupo
de escritores —entre los cuales estaban un poeta como Chodasevic y un pensador
como Berdajaev, además del novelista Michail Osorgin, que fue luego el cronista
de esos eventos— pensó bien en lanzarse a la empresa aparentemente insensata de
abrir una Librería de los Escritores, que permitiera a los libros, y sobre todo
a ciertos libros, circular aún. Pronto la Librería de los
Escritores se convirtió, en las palabras de Osorgin, en “la única librería en
Moscú y en toda Rusia en la que cualquier hijo de vecino podía adquirir un
libro ‘sin autorización’ ”.
Lo que Osorgin y sus amigos
hubieran querido crear era una pequeña editorial. Pero las circunstancias lo
hacían imposible. Entonces usaron la librería como una suerte de doble de una
editorial. Ya no un lugar donde se producían libros nuevos, sino donde se
trataba de dar hospitalidad y circulación a los libros numerosísimos —a veces
preciosos, a veces comunes, con frecuencia dispares, pero, como sea, destinados
a estar desperdigados— que el naufragio de la historia hacía arribar al mostrador
de su negocio. Lo importante era mantener con vida ciertos gestos: continuar
tratando a esos objetos rectangulares de papel, hojearlos, ordenarlos, hablar
de ellos, leerlos en los intervalos entre una tarea y otra, en fin, pasarlos a
otros. Lo importante era constituir y mantener un orden, una forma: reducido a
su definición mínima e irrenunciable, ése es justamente el arte de la edición.
Y así fue practicado en Moscú entre 1918 y 1922, en la Librería de los
Escritores. Que alcanzó el acmé de su noble historia cuando los fundadores de
la librería decidieron, visto que la edición tipográfica era impracticable,
iniciar la publicación de una serie de obras en un único ejemplar escrito a
mano. El catálogo completo de estos libros literalmente únicos se quedó en la
casa de Osorgin en Moscú y al final se perdió. Pero, en su fantasmagoría, queda
como el modelo y la estrella polar para quienquiera que trate de ser editor en
tiempos difíciles. Y los tiempos siempre son difíciles.
Nota del editor -
Esta conferencia pertenece al libro La
locura que viene de las ninfas y otros ensayos de la editorial Sexto Piso.
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